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Fuegos minúsculos

Fuegos minúsculos

Para empezar, hija, voy a ser enfático porque quiero que quede bien claro: la piromanía no es algo de lo que sentirse avergonzada, no importa lo que diga la gente. Si bien es una condición psicológica asociada a comportamientos antisociales o incluso abiertamente subversivos, hay muchísimos pirómanos que llevamos una vida normal. Tomá a tu papá, por ejemplo. No hay día que pase en que no quiera prenderle fuego a todo y verlo arder. A nuestra casa por ejemplo. De solo pensarlo—los libros, las pinturas, el sofá de diseño que nos costó un ojo de la cara, el monito de peluche que te compramos antes de que nacieras, todo vuelto cenizas, arrasado de la forma más espectacular, más arbitraria—se me hace agua la boca. Pero no lo hago, hija, no lo hago porque me dicen los que saben que no se debe. Que las pinturas son capital cultural, por tanto, algo de lo que no se habla en voz alta pues es de mal gusto pero que luce bien colgado en las paredes. Casi nunca es buena idea quemar el capital, hija, cultural o de cualquier otro tipo. Al menos eso dicen los que saben. 

Insisto, podés ser perfectamente normal siendo pirómana, hija. Te digo más: podés ejercer tu piromanía y no terminar presa o internada en un hospital psiquiátrico. La clave es sustituir el deseo concreto de quemar objetos y seres, por una abstracción. Quizá no me estoy explicando bien. Te doy un ejemplo: Hernán Cortés, afamado pirómano, literalmente quemó sus carabelas con tal de verse obligado a seguir masacrando indígenas. Por el contrario, más recientemente, en esta época de heroísmos modestos, los que dicen que van a “quemar las naves” lo hacen de forma metafórica, aunque no sin cierto impacto retórico. Por ejemplo, antes de enviar un correo decisivo a un proveedor que no da el brazo a torcer, una ejecutiva que dice que “va a quemar las naves”, tiene garantizadas varias sonrisas aprobatorias de parte de colegas y supervisores que de ahí en más la van a considerar una mujer empoderada. ¿Otras opciones? “Quemarse las pestañas estudiando”, ojalá una de esas carreras que recomiendan los que saben, las que luego te van a ayudar a conseguir capital cultural, o capital de cualquier tipo, y no de las que no tienen salida laboral, como las que escogimos tu mamá y yo. “Quemar puentes”, mi favorito. Declinar la invitación al evento de networking donde un tipo vigoréxico, de cejas recortadas y camisa de lino me ofrecería un trabajo en su startup que nos permitiría tener una casa más grande a vos, a tu mamá y a mí, es decir, más lugar donde guardar objetos que me encantaría incendiar. “Quemarse de ganas”, el más difícil. Requiere haber sido adicto al tabaco, luego sucumbir a la presión social por parte de amigos que escuchan podcasts sobre Maquiavelo y desayunan smoothies verdes y, tras días que se sienten eternos (cubierto el pellejo por sudores fríos, la mente turbia por la cefalea), abandonarlo, aunque temporalmente pues el tabaco no se renuncia para siempre. Y así muchas más abstracciones. Nuestra lengua está colmada de imágenes pirómanas, es cuestión de encontrar la que más te convenga. 

De todas maneras, y para evitar tentaciones, te recomiendo minimizar el contacto con el fuego lo más posible. Una nimia velita de cumpleaños podría ser aliciente suficiente para tu instinto incendiario. El ocho de parafina, tan inocuo, colocado en un sector del pastel donde no entorpece la lectura de las felicitaciones escritas con chocolate, lleva la llamita sobre la cabeza como si se le hubiera ocurrido una idea, y parece que te la comparte porque cuando cerrás los ojos para pedir el deseo de rigor, lo único en lo que pensás es en soplar tan fuerte que la velita salga disparada y caiga cerca del revistero. Y todos aguantan la respiración como si ellos también se prepararan para soplar, y cada uno proyecta sobre vos sus propios deseos; lugares comunes, siempre egoístas porque esto no es un genio de la lámpara que te da tres (y hasta podrías aplicar la vieja táctica para pedir deseos infinitos), sino que es uno al año y hay que ser pragmáticos—la paz en el medio oriente, la cura del SIDA y el hambre en África se nos olvidan una vez que estamos cara a cara con la vela, y ahí se desvela lo mezquinos que somos y qué se le va a hacer, deseo vivir para siempre, deseo cobrar más, deseo gustarle, deseo ser más alto. Entonces soplás con todas tus fuerzas. Y a los invitados les sorprende que seguís incluso cuando la velita se apagó hace rato, y los aplausos no logran apagar una sensación rara, de que quizás no estás tan feliz como deberías considerando que es tu cumpleaños y se arrepienten de haber gastado tanto en el regalo. La vela, mientras tanto, no se movió ni un centímetro.

Dichosos los creyentes. De haber un Dios, hija, cabría la posibilidad de que, un día caluroso a mediados de junio, salga a dar una vuelta alrededor de su palacio celestial, o su nube, o dónde sea que vive, y, viéndonos atareados, diminutos, llevando hojitas de aquí para allá, siguiendo el trillo que fuimos surcando con nuestras rutinas, decida aprovechar el sol que lo obliga a tener el ceño fruncido y, con un sutil movimiento de la mano, retire la lupa que llevaba en el bolsillo del overol. Una lupa de kit de ciencias, como con el que vamos a jugar vos y yo cuando tengás de cinco en adelante. Ese Dios, de haberlo, ubicándose según le indica la dirección de las sombras (casi inexistentes, porque es medio día), enfocará el sol en un punto de máxima intensidad, elegirá a alguno de nosotros al azar, y apuntará su lupa que aquí abajo confundiremos con un satélite militar, o una estrella de la muerte. El haz incandescente hará arder al elegido, de pies a cabeza, y Dios, sádico como de costumbre, se sonreirá por un instante, pero luego volverá a aburrirse y tendrá que quemar más y mejor. Incluso podría hacer uso del espíritu santo, en su avatar de paloma blanca, que usando el pico como pala, reunirá a cientos de nosotros en un montículo de gentes, una pira piramidal donde podrá llevar a cabo un holocausto de los que tanto le gustan, y nuestros gritos de agonía se mezclarán con los graznidos de la paloma, que hambrienta se echará al buche algún hombre medio chamuscado, negro como una lombriz de tierra. 

No lo niego, hija, existe un riesgo muy real para nosotros los pirómanos de sucumbir ante el atractivo de la autoinmolación. Su poder de seducción es incuestionable. Voltear el bidón de gasolina y bañarse en media sala, arruinando la alfombra persa que compramos tu mamá y yo en esa tienda de segunda mano y que cuidamos como si fuera un perro con pedigrí. El olor, que si dijera que me encanta sería un cliché, carburando pensamientos que mi analista lleva años intentando desactivar, sin darse cuenta de que mi mente es un motor V8, con pistones y bujías y candelas. Lentamente, sentirse envuelto por el líquido que baja, cabeza, cuello, hombros, engullidos por una pitón que llevaba meses en ayunas. Ordenarse con los monjes tibetanos que arden a los pies de la cordillera que los mira indiferentes, un atractivo turístico más para los millonarios que vienen a hacer cima, como los banderines de colores o los cadáveres de suizos abrigados por su equipo high-tech que puntúan el ascenso. Con los ojos enchilados, los oídos anegados, los pies encharcados, tan solo esperando la chispa que nos anulará de la forma más espectacular, tan espectacular que se sale de las convenciones socialmente aceptables de un suicidio pequeñoburgués. Pero es ahí, hija, cuando ya tengás el Zippo en la mano, el pulgar acariciando la ruedita rugosa, que debés acordarte de que borrarte también significa borrar tus ojos. Sin ojos no podés ver, y nuestra esperanza, la de todo piromaniaco, es que llegará el día, más temprano que tarde, en que lo que queremos ver ardiendo, arderá. 

Hay otra alternativa, hija, y en lo personal la prefiero porque no implica una capitulación. Consiste en crear fuegos minúsculos. Hacerlos es fácil. Se empieza apilando material inflamable. Virutas del lápiz, por ejemplo, del lápiz que usaste para escribir una carta al tipo que, sabés, no te merece pero que te convenciste de que amabas con tal de tener algo qué escribir; fragmentos de uñas o uñeros (siempre es bueno tenerlos a mano), esquirlas de una ansiedad que te heredamos tu mamá y yo, entre otras neurosis; migas de borrador que son lo único que queda de un dibujo a carboncillo perfectamente pasable pero que abortaste justo por eso, por ser perfectamente pasable; boronas de pan o lagañas o lo que sea que se te adhiera a la palma de la mano cuando hacés eso a lo que le llamás limpiar la mesa y que en realidad no limpia demasiado pero aprendiste de mí. Una vez que la pirita está formada debés colocarla en un lugar oscuro, ni muy seco ni muy húmedo, lejos de ojos fisgones, donde nadie pueda encontrarla por accidente y esté segura hasta que no aguantés más las ganas de ver algo arder. Como acelerante siempre me ha funcionado la cera de oído, propia o ajena, aunque dicen los que saben que hablar de cera de oído es un asco, especialmente en un texto literario. Por último, debés encender la pirita. Respecto del fuego y cómo vas a producirlo, prefiero no darte indicaciones ya que es un tema muy personal. Yo, siempre nostálgico, enciendo mis piritas con fósforos que me quedaron de mi época de fumador. Y ahí está, tu fuego minúsculo, oculto para todos salvo para vos, rostizando la nada—un gesto absurdo, sin valor nutricional, que además es inútil pues se acaba demasiado pronto, antes de que sirva de inspiración o se osifique en un pensamiento. Un fuego que se vuelve cenizas a espaldas del mundo, dejando olor a contrapelo quemado y un lunar chamuscado en la madera que pasará desapercibido, incluso para vos. 

Y, tal vez, hija, algún día, por alguna razón, sin que nosotros tengamos nada que ver, las cosas ardan por sí mismas. ¿Por qué no? Todo lo que queremos ver incendiarse: los hipócritas, los arribistas, los lamebotas, los fascistas, los sionistas, los chavestias, los que se toman demasiado en serio, los asesinos, los pusilánimes, los de derecha, los de centro, les progres que piensan que por cambiar una vocal son virtuoses, los influencers, los que hacen fila para comprar el nuevo iPhone, los que no escuchan, los que aman escucharse, los que ignoran a sus hijos, los que les pegan, los que se hacen las víctimas, los que hacen posts en Linkedin llenos de hashtags, los hippies que pagan miles de dólares por un viaje de ayahuasca, los yuppies, los conservadores, los narcos, los políticos corruptos, los políticos a secas, los que tuitean sobre el Met Gala, los curas pedófilos, los que maltratan animales, los incels, las que piensan que son feministas porque escuchan Rosalía, los crossfiteros, los que le llaman al arte contenido, los que le llaman al contenido arte, los que tienen “anchor babies”, los que gentrifican, los que convierten su sobriedad en su personalidad, los que hacen lo mismo con su alcoholismo, los que creen en teorías de conspiración, los que no creen en nada, los que nunca admiten haberse equivocado, los pesimistas recalcitrantes, los recalcitrantes optimistas, los violentos, los cobardes, los imperios, quizá algún día despierten de madrugada, y, en un giro inusitado de autoconsciencia, les caiga la realización como una trompada, y se vean por fin como lo que son: una aberración, un error de cálculo, una contradicción de términos, un desliz, y, sin hacer aspavientos, por fin sumisos, avergonzados, obedientes, procedan a combustionar espontáneamente, y, tras una breve pero dolorosa agonía, desaparezcan para nunca volver. Quién sabe, hija, puede suceder, pero no te prometo nada.


Lector de Borges, engañado en su laberinto

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