Secciones


Autores

El Valle de los Sicofantes

El Valle de los Sicofantes

Despiertan y miran a su alrededor: musgo, helechos altos como edificios, olor a tierra empapada en aminoácidos. El caldo primordial recién rompió a hervir y se escucha el burbujeo a lo lejos. Multitud de insectos enormes pasan zumbando, cuando no se posan sobre los lóbulos de las orejas donde, de no ser por manos oportunas que los ahuyentan, suyas o ajenas, procederían a chuparse los cerebros hasta dejar cada cráneo tan pensante como un coco. El calor es antediluviano; la humedad roza el punto de saturación. Caminar sería nadar de pie.

Recién ahora, notan que están tendidos sobre una especie de atalaya natural, mirando el valle que se abre infinito en extensión y exuberancia. Podrían llevar ahí minutos, días o décadas; a estas alturas, el tiempo aún es anónimo. Les cuesta trabajo levantarse; descubren que en este pasado tan remoto el sopor todavía no se ha vuelto sensación, sino que sigue en ese estadio elemental de substancia, viscosa y densa como una flema. Ponerse de pie fue el pistoletazo de inicio para el desfile animal.

Esperaban un dinosaurio, es la verdad, pero jamás lo admitirían si se los preguntan: los dinosaurios son cosa de niños. En su defensa, el rugido anunció la aproximación de una bestia formidable, y, en ese lugar, en ese contexto, era difícil imaginar que lo que terminaría apareciendo se asemejaría más a un vulgar, si bien descomunal, oso hormiguero que a un cuello largo (por supuesto que saben que ese no es su nombre científico, pero siempre le llamaron “cuello largo”, y ya es muy tarde para cambiar). Además de ser vasto, el oso hormiguero avanza con una parsimonia cortesana. Del lomo le cuelgan larguísimos pliegues de pellejo que tienen la caída rotunda de un manto de terciopelo e incrementan la sensación de estar frente a un rey medieval, con medievales apetitos. No le encuentran ojos por ninguna parte, tampoco cola. La nariz la lleva hundida entre la fronda, a ras del suelo, y la utiliza para abrirse paso entre la espesura. Succiona sin discriminar: flora, fauna, cuerpos de agua, depósitos minerales, nada queda en pie tras su paso, y las fauces de las que antes provino el feroz rugido ahora cuelgan abiertas en una mueca idiota de satisfacción. Su marcha es a la vez la de una máquina compleja y la de un organismo elemental. Tras una pasada hacia adelante, el oso hormiguero echa marcha atrás y retracta sus pasos, y así tres veces más, hasta que el valle queda yermo como si lo hubieran afeitado. Estaban tan hipnotizados viendo la fría eficiencia del aspirado que recién ahora notaron que, escoltándolo en su recorrido, a veces al lado, a veces debajo, a veces detrás del oso hormiguero, van otras criaturas, su cortejo imperial. 

Son una docena, todas iguales. Chiquitas, inquietas, con moco como de elefante, graciosas. Empezar a describirlas a partir de su apariencia física sería tan arbitrario como hacerlo empezando por su comportamiento. Es más, tras unos segundos de mirarlas, notan que los dos aspectos están estrechamente relacionados, tanto que no se sabe cuál dio origen al otro. Que si tienen la lengua hipertrofiada a causa de pasarla constantemente por el nudoso orificio postrero del oso hormiguero, o si es justamente el hecho de que tengan la lengua hipertrofiada lo que las empuja a buscar la superficie que más requiere enjugarse y ahí correr a lamer... Al final es lo mismo. Porque lo que importa es que el oso hormiguero es un defecador formidable. Sus excrementos tienen forma casi perfectamente esférica, lisos y duros como guijarros. Ni bien una de las canicas pardas se asoma por el portillo zaguero del oso hormiguero (esta segunda rima les hace gracia), las criaturas del cortejo comienzan a escalar. Tienen la agilidad de un trapecista y pronto se encuentran apostadas sobre el espinazo de la bestia. Ahí, quietitas pero alerta, las criaturas del cortejo esperan. Para este punto, la perla excrementicia está coronada por el ano del oso hormiguero, que no podría dilatar más sin rajarse; les duele incluso mirar. Por suerte, la tensión dura poquísimo, porque pronto se escucha una detonación húmeda y la canica sale disparada cual bala de cañón. El destino de la hez no les interesa, pero sí que, una a una, las doce criaturas se dejan caer. Usan la curva natural del sacro de la bestia para deslizarse y pasar lo más cerca posible del orificio. Parece un juego, niños bajando por un tobogán de carne, pero en realidad las criaturas tienen una única oportunidad para encajar la tan anhelada lamida y lo saben, por eso retraen sus extremidades, agachan los hombros y se agazapan, todo con tal de reducir la resistencia que presentan viento, vellosidades y verrugas, y apurar la resbalada. Las primeras se llevan la mejor parte: unas gotas de la sustancia gelatinosa que probablemente facilitó el trayecto del excremento por el último trecho del colon. A las últimas no les queda más que contentarse con el gesto, ya que cuando llegan no quedan rastros de la gelatina y el boquete volvió a su posición inicial de asterisco de catorce rayitas.

Una vez en el suelo, ese suelo rapado, rapiñado por la aspiradora colosal que es el oso hormiguero, las criaturas del cortejo se aprestan a seguir lamiendo, pero esta vez los chupetazos carecen del vértigo de la caída. En lo bajo, semicubiertas por los tupidos pellejos, el oso hormiguero tiene multitud de patas. El problema de la distribución del peso, la naturaleza lo resolvió como acostumbra: tendiendo al exceso, y es en ese bosque de extremidades donde corren a perderse las criaturas del cortejo. Las patas de la bestia son un cruce entre pezuña, bota de lluvia y columna corintia, y se mueven de a dos, aunque es imposible determinar de antemano exactamente cuál pareja va a levantarse. Y este mismo es el problema con el que se encuentran las criaturas del cortejo, que corretean de aquí para allá, azoradas, intentando encajar un chupetazo sin morir en el proceso. Algunas topan con suerte y la pata que eligen no se mueve por varios segundos. A estas se adhieren como sanguijuelas y no se contentan con lamer: la succionan, la besan, se cuelgan de ella como a una ubre y se amamantan quién sabe de qué efluvio hasta quedar saciadas. Acto seguido, caen rendidas en el suelo estéril, entornan los párpados y se ponen a dormir. El pop que producen cuando son aplastadas es tanto testimonio de la potencia arrolladora del oso hormiguero como de la hinchazón de sus pancitas violeta, que revientan con el ruido seco del plástico de burbujas.

Sin saber cómo sucede, flexionan los antebrazos y apuran una mano contra la otra, palma abierta, dedos juntos. Un aplauso. Luego se largan a reír aunque lo que esté sucediendo no les haga gracia. Algunos, más intrépidos, abandonan la atalaya y corren desbocados en dirección del valle, hacia la pintura abstracta de vísceras que va componiendo el oso hormiguero. A mitad de camino, mudaron su piel de hombres y mujeres, cambiaron la nariz por probóscide y la lengua henchida ya no les cabe dentro de la boca, ahogando la risa de la que solo queda un espasmo torácico que más bien parece una convulsión. Los que quedan en el promontorio se miran entre sí con pudor. Les avergüenza el aplauso inmerecido, la risa impertinente, pero sobre todo, el hecho de saber que se miran solo para verificar que al menos algún otro sigue ahí. Porque la pregunta no es si van a unirse al cortejo, sino cuándo, y ojalá lo más tarde posible, aunque de últimos, imposible. Y así están, oscilando entre el asco y la repugnancia, riéndose del mismo chiste inepto de todos los lunes, cuando el director da por concluida la reunión y, con un seco chasquido de dientes, da la señal a su secretaria que, con diligencia pavloviana, salta de su silla y corre hacia las puertas abatibles de caoba que empuja con la cadera, las mismas por las que vuelve a entrar unos instantes después, cuando todavía un par (los que más se odian a sí mismos) siguen riendo bajito pero perceptiblemente, empujando una bandeja de postres con cuatro ruedas que rechinan. Sobre la bandeja, doce vasitos de papel llenos hasta la mitad de un líquido turbio y aromático.

“Y para que no digan que en esta empresa no los consentimos, un obsequio de mi parte: kopi luwak. Lo traje de Sumatra ahora que estuve de vacaciones”. El director se pone de pie, le arrebata la bandeja a la secretaria que por poco y pierde la pisada, y la presenta al resto con un practicado movimiento dactilar. Nunca lo vieron tan grande, tan magnánimo. “El kopi luwak, también conocido como café de gato civeta, es bien curioso, verán: se hace con granos de café que, tras ser ingeridos por la civeta—que es una especie de zorrillo o mapache—, pasan por su tracto intestinal, donde son acidificados sin ser digeridos por completo, y luego salen expulsados entre sus, cómo decirlo…, pues, excrementos. Es considerado uno de los cafés más exquisitos del mundo. Aunque me pregunto si eso opinarán los que lo recogen, je...”. Todos ríen. “Bueno, hombre, vamos, prueben, prueben, que se enfría”. Todos se abalanzan sobre los vasitos. Todos menos uno que los cuenta y descubre un problema fatal: “Pero, director, hay doce vasitos y somos trece…”. El director, que podría ser que esté sonriendo, pero con él nunca se sabe, clava su mirada en un punto indeterminado arriba de la cabeza de su interlocutor, y contesta: “No se preocupen que yo paso. Me da impresión”. Todos ríen, sorben.

Fotografía de Bas van den Eijkhof obtenida en Unsplash.

Un hombre me contó la historia de su vida

La virgen de los noventa

© Samoa,