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La virgen de los noventa

La virgen de los noventa

El ateísmo así, sin atributos, definitivamente no existe. Uno es ateo católico, ateo judío o, más complicado aún, ateo musulmán. La cosa es que el ateísmo adquiere su sentido respecto a la religión de la que se renegó, o de la que renegaron los padres. Igual que Buñuel, me tocó ser un ateo católico, y por eso de vez en cuando tengo pesadillas relacionadas con la sensibilidad gótica de nuestra Iglesia católica, apostólica y romana, sensibilidad que para bien y para mal nos termina marcando a todos en este país. 

Alguna noche soñé, con esa confusión e incoherencia típica de los sueños, con extrañas apariciones marianas, y al despertar recordé la primera noción que tuve respecto a la Virgen María como una señora que se anda apareciendo por allí. Todo se debió a las apariciones de Medjugorje, pueblucho de etnia croata en lo que fue Yugoslavia, que se convirtieron en un fenómeno mediático en los años 90, en parte por la situación más bien tétrica por la que atravesaban los Balcanes. Tan mediáticas eran, que Teletica, después de las noticias, reproducía los supuestos mensajes de la virgen de Medjugorje con todo el imaginario kitsch esperable y la voz de la periodista Glenda Umaña haciendo de la madre de Jesús. No es nada sorpresivo entonces el giro antiracional de cierta juventud —y no tan juventud— de clase media y media alta, me refiero  a toda esa parla de energías, astrología y tarot, pues muchos crecimos en un tiempo en el que los ovnis, el chupacabras, los satánicos y las apariciones de la virgen eran cosa de moneda corriente en los medios. Un tiempo en el que las leyendas urbanas podían existir y reproducirse con cierta potencia previa a la masificación de internet. 

En estos días, más bien, pienso de vez en cuando en todas esas mujeres de clase alta que se meten vapores en la vagina, hacen viajes de ayahuasca, van a lugares de dudosa credibilidad a «hacerse limpias» y demás supercherías. Lo que pienso en realidad es si no estarían mejor bajo el ala de la vieja Iglesia, en lugar de esa extraña dispersión pseudoespiritual. No sé. Podrían ser señoras bien que van a misa los domingos, pero no le dicen que no a un raya de coca en una fiesta o incluso se consiguen un amante de vez en cuando porque el matrimonio es difícil. La buena y vieja hipocresía de siempre. 

En mi caso, nunca regresaría a la Iglesia ni siquiera como un cosplay o un gesto estético, a pesar de la pobreza intelectual de casi toda la cultura pseudoprogresista y «secular» de la actualidad; sin embargo, las apariciones marianas y todos los recuerdos de mi infancia católica me llevaron a pensar también en los pobres pastorcillos de Lourdes, tres niños humildísimos atormentados con terribles imágenes del infierno desde su más tierna edad, lo que sin duda los volvió más vulnerables al complot urdido por la iglesia local y que dio origen al lucrativo fenómeno de la Virgen de Lourdes y sus «secretos» que se iban desgranando como los episodios de una serie de televisión. El infierno es un concepto muy dudoso, pensé, al punto que no parece coherente con la a veces muy sofisticada teología cristiana. La idea de un sufrimiento eterno, terrible, desgarrador, casi indescriptible, parece negado por su misma permanencia. El tormento solo lo es cuando existe la posibilidad de un contraste, un estado de bienestar que es perturbado y que en el infierno no existiría, pues sería solo la repetición estúpida y tediosa del horror, la contraparte del tedio de la felicidad eterna del cielo, una felicidad bovina sin posibilidad de un contraste que la haga valiosa. 

Quizás ese es parte del error en el que cae mucho hedonista militante de nuestros días, pensé, pomposamente, en plan de comentarista cultural, pues la maximización del placer a toda costa termina convirtiéndolo de manera irremediable en algo tan chato y ensordecedor como los supuestos tormentos interminables del infierno. El o la hedonista inteligente, se me ocurre, es el que tiene consciencia de esos contrastes, el switch entre placer, dolor y neutralidad, la fiesta excesiva y el inevitable bajón del día siguiente, la subida del MDMA y la manera en que es inseparable de la total depleción de serotonina por un par de días. No sé si eso podría llamarse hedonismo necesariamente, quizás sea solo vivir sin tantos miedos y fobias propias de esta época aséptica en la que todos parecen querer vivir cien años como un fin en sí mismo. 

Pero si hablamos de una expresión magistral de ese switch hedónico, esa es sin duda La Dolce Vita, de Fellini, que a estas alturas ya es tan canónica que puedo imaginarlos bostezar, es como si de repente me pusiese a hablar de la Divina comedia o Shakespeare. Incluso no resulta casualidad que uno de los episodios de la película esté dedicado a una muy dudosa aparición mariana, bajo una lluvia torrencial, cámaras de televisión y toda clase de dramatismos marca italiana. Sin embargo, el mundo de Fellini no es el de otros directores más austeros, como Bresson o Dreyer: es también el mundo de las orgías, los paparazzis, las putas, las tetas de Anita Ekberg, el tedio existencial de Marcello Mastroianni, en general, el barro del mundo. No se me ocurre nada más ateo católico que eso.

Fotografía de Albert Anthony.

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