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Los guantes de mi padre

Los guantes de mi padre

Intenté mentir sobre esto durante años. Como escritor de ficción, a veces siento una especie de jactanciosa obligación con la falsedad. Pero por más que lo intento año tras año, no tengo la capacidad de hacer de este episodio pequeño pero espiritualmente definitivo algo más que un recuento llano de los hechos. Revestirlos con los adornos de la ficción para convertirlo en un cuento arruinaría lo que, en definitiva, es una muy demorada confesión.

Vi a mi padre en el recibidor poniéndose sus guantes de piel de cordero nuevos. Era como una liturgia privada. Estábamos en Chicago. A principios de noviembre de 1982. Mi padre acababa de volver de un viaje de negocios en París. Había comprado los guantes en un lugar llamado Hermès, algo así como el paraíso mítico de las compras. Llegó a casa con una caja blanca. La abrió lentamente y desplegó uno a uno los guantes en su antebrazo.

—¿Saben que un sinónimo de “guante” es “manopla”? —nos preguntó. Los caballeros medievales estaban obligados a usarlos. Luego se colocó los guantes con mucho cuidado, un dedo a la vez, y buscó el espejo para ver cómo lucían sus manos enguantadas en tan exquisitas manoplas.

Una semana después, acababa de volver de la escuela cuando descubrí que no había nadie en casa. Abrí el primer cajón de la derecha de la mesa del recibidor y ahí estaban los guantes Hermès, durmiendo plácidamente en su nido. Ese día aprendí lo fácil que es tomar algo que no es tuyo. Guardé los guantes en mi bolsillo y subí corriendo las escaleras, a mi cuarto. Los escondí en lo profundo de mi armario,  bajo el cesto de mimbre donde guardaba mi colección de viejas matrículas de autos. Luego me preparé para lo que se venía. Durante días. Fue uno de esos raros noviembres cálidos. 

Cuando finalmente mi madre, mi hermano y yo nos mudamos de la casa de la avenida Hazel, llevé los guantes conmigo a nuestra nueva casa. Me los llevé también a la universidad. Después de graduarme me los llevé a Namibia. En una granja en las afueras de Karibib, a los pies del Desierto del Namib, el desierto más viejo del mundo, a veces hacía tanto frío que necesitaba usar guantes. Era como si el viento hubiera aspirado de cada grano de arena los treinta grados de calor que había hecho durante el día. Aun así, nunca me puse los guantes. Todavía los tengo, algo así como treinta y cinco años después. Nunca los usé, ni una vez, aunque mi padre tenga las manos tan pequeñas como yo.

Ahora que está mayor y se suavizó bastante, me cuesta creer el miedo que le tenía. En ese entonces era un hombre lleno de enojo. ¿Se sentiría infeliz con su matrimonio? Sin duda. De hecho, mi madre y él nunca tuvieron mucho en común. Ella era extrovertida y amaba ver gente. A él le gustaba encerrarse en casa y odiaba a todas las  personas que ella quería frecuentar. Pero su enojo —a menudo furia,  lisa y llana— iba más allá de los no tan raros desencuentros con mi madre. Mi diagnóstico de diván es que, como mucha otra gente perpetuamente insatisfecha, el asunto de vivir día a día llevaba a mi padre a la desesperación. En ningún otro momento esta insatisfacción se manifestaba con tanta claridad como cuando volvía del trabajo a  casa. Una alfombra torcida, un abrigo tirado por ahí, una ventana abierta, un vaso sin lavar en la cocina, cualquiera de esas cosas podía desatar su furia. Una vez, mi hermano derramó un frasco de tinta en una alfombra blanca como la nieve que estaba en el dormitorio de mis padres. Se desató el apocalipsis.

Lo que hacía que estos arranques fueran tan temibles, sin embargo, eran sus formas impredecibles. A veces, por alguna razón, la bomba no explotaba y él actuaba como imaginábamos que debía comportarse un papá normal. En diciembre, cuando finalmente descubrió que sus preciados guantes de Hermès habían desaparecido, mi padre mostró tan solo algo de confusión.

—Quizás los guardaste en el cajón de los guantes —le dijo mi madre.  —Imposible —respondió mi padre—. Ahí guardamos los mapas. 

—De acuerdo —respondió mi madre encogiéndose de hombros—.  Puedes ir a Fell’s a comprar un par nuevo. 

—¿A Fell’s? Red Fell no sabe reconocer la diferencia entre un par de guantes y unas galochas. 

Siguió hurgando el cajón de la mesa del recibidor como si hubiera olvidado registrar un rincón entre los pares de guantes baratos, mitones que no hacían juego y gorros con pompones de los Osos de Chicago. Estoy convencido de que jamás se le cruzó por la cabeza la idea de que alguno de nosotros se los podía haber llevado.

Abrumado por la culpa (aunque no la suficiente como para devolverlos), intenté hacer las paces con esta historia a través de la ficción. En mis muchos intentos fallidos, el hijo/ladrón siempre trata de devolver los guantes. En una versión, el hijo envía los guantes por correo a su padre junto con una carta apócrifa, supuestamente escrita por un viejo amigo fallecido hace mucho tiempo, un amigo a quien su padre alguna vez traicionó. Por más intrincado que sonara, me gustaba la idea de un paquete que llega de la nada de parte de un espíritu vengador. Ron, te devuelvo los guantes que te robé. Ojalá ahora al menos uno de nosotros encuentre consuelo.

El problema con esa trama era que le encajaba la responsabilidad a un tercero y que al quitar al hijo/ladrón del foco de la poca acción que había para contar, enturbiaba la historia.

En una versión igual de patética, el hijo (a quien bauticé Jean-Luc, para darle un toque parisino) llega a casa para festejar el Día de Acción de Gracias y desliza furtivamente los guantes en el primer cajón de la derecha de la mesa del recibidor de la casa donde se crió y donde su padre aún vivía. Esta versión naufragó no solo por sus diálogos demasiado calculados, sino también por su torpe final.

—Padre, ¿quieres dar un paseo por el lago Michigan? 

—Jean-Luc, hace años que no damos un paseo por el lago. 

—Hace una ventisca helada afuera, ¿no quieres ponerte unos  guantes? 

Y el momento llega: el padre abre el primer cajón de la derecha y ¡voilà! Primer plano a la cara del padre. Describe su desconcierto. Quest-ce que cest? Décadas se derraman por los ojos del padre, y sus caras se encuentran como nunca lo hicieron antes. El hijo improvisa una confesión. Intenta explicar su actitud, pero no lo logra. ¿Por qué se llevó los guantes? ¿Por qué? El cuento sigue así de mal hasta el final.

Creo que este es uno de esos casos extraños en que la verdad, sea la que fuera, conspira contra la ficción. Sencillamente no podía devolver los guantes, ni en un cuento ni en esta cosa extraña que llamamos realidad. Si lo hacía, iba a tener que enfrentarme a algo que supe toda la vida, pero que jamás pude expresar ni siquiera hacia mis adentros. Mi padre me habría regalado los malditos guantes. Lo único que tenía hacer era pedírselos. Él habría estado encantado de que por fin algo nos gustara a ambos por igual. Eso pasó muy pocas veces en nuestras vidas. Quizás siempre supe, durante todos los años en que traté de escribir esta historia, que ese sería el hecho que me rompería el poco corazón que me quedaba.

Nuestra imaginación a veces tiene sus razones para traicionarnos. No porque sea catártico decir la verdad, sino porque en ocasiones ser sinceros puede ser mejor para un cuento, por menor que sea. Un chico lleno de miedo, enojo y desconcierto se lleva los guantes de su padre y termina cargando con ellos de casa en casa, de alquiler en alquiler. Algunas veces los saca y los toca, pero nunca se los pone. Cada vez que veo a mi padre, nos damos nuestro típico saludo familiar: rozamos nuestras mejillas. Amo a mi padre. Supongo que también lo amaba cuando era un niño, a pesar del terror que me provocaba. Incluso las cosas muy bien hechas se deterioran. Los guantes Hermès ya no son suaves como la piel de un bebé. Todos esos años sin  manos que los usaran los secaron. Yo nunca los quise. Solo quería que tú no los tuvieras, papá. En 1982 debías tener solo unos años más de los que yo tengo ahora. Cuando pienso en ti, siempre te imagino parado en el recibidor, con tus guantes frente al espejo y una rara quietud en el rostro, una especie de calma esperanzadora. ¿Era eso lo que quería arrancar de tu vida? 

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Fragmento incluido en ¿Hay alguien ahí? © Chai Editora, 2020. Todos los derechos reservados.

Traducción de Damián Tullio.

Fotografía de Matt Seymour.

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