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Entre la burbuja

Entre la burbuja

La burbuja está por explotar, todos lo sabemos. Es cuestión de acercarse y rozarla con el dorso de la mano para notar que no se siente como antes. Al principio, cuando solo cubría nuestro edificio, era fofa y maleable como plasticina. Nos pasábamos horas pellizcándola aquí y allá, modelándole estalactitas y pezones, grabándole promesas de amor en rima con el dedo. Estábamos encantados, incluso los niños, quienes, siempre a la búsqueda de nuevos y mejores escondites, descubrieron en la masa el sustrato ideal para su desaparición, y un día, ante la mirada atónita de los vecinos, se zambulleron en la materia. Nunca los volvimos a ver.

Cada uno tenía su teoría de cómo fue que llegamos a ser cubiertos, pero preferíamos callarlo y proteger el hechizo a fuerza de tratarlo como algo natural, como un merecimiento. Y mientras lo dábamos por sentado, seguimos modelándole pezones y estalactitas, y estalagmitas y penecillos.   

La primera vez que la burbuja creció, se culpó a la señora del 8A. Según los rumores, por descuido o aburrimiento, la anciana dejó caer una cucharadita de levadura sobre su superficie. Como además de panadera es taciturna, no intentó rebatir esta versión de los hechos y su silencio lo tomamos por confesión. La burbuja aumentó su radio y llegó a cubrir el edificio contiguo, el parquecito con el quiosco y las canchas de tenis. La calidad tenística al principio dejaba mucho que desear, pero con el tiempo hemos ido mejorando. 

Una mañana normal para mí consiste en levantarme con el sol, devorar un banano mientras me coloco el buzo deportivo y trotar hasta topar con burbuja, seis veces ida y vuelta. Al final de la carrera relajo los músculos, concentro todo mi peso en la frente transpirada y la apoyo contra la superficie de la burbuja hasta que se seque. La textura es fresca y agradable. Por otra parte, no soy el único que usa la burbuja de trapo: a mi lado, sin importar el día, siempre hay media docena de fanáticos que murmuran por lo bajo y lloran desconsolados, cabeza apoyada sobre la burbuja, intercalando golpecitos a puño cerrado —dos para sí, uno para esta. Pasó un par de veces que un llorador se sonó la nariz y sus secreciones fueron absorbidas con la misma avidez que mi cansancio y nuestros niños. 

En algún momento surgió la teoría de que el crecimiento de la burbuja no era aleatorio e irregular como se pensaba, sino que sucedía tras períodos de absorción y era directamente influenciado por la naturaleza de los elementos asimilados. Se crearon dos facciones entre los vecinos: los “centrípetos”, aquellos que temían que, de seguir creciendo, eventualmente serían cubiertos forasteros indeseables que pondrían en riesgo el delicado balance de la vecindad; y los “centrífugos”, quienes proponían alimentar a la burbuja con los mejores objetos disponibles, con tal de lograr ampliar su radio y, por consiguiente, la calidad de vida de los cubiertos. El enfrentamiento escaló rápido y terminó pronto con la expulsión forzosa de los centrífugos tras la burbuja. 

La guardia vecinal vela por el bienestar de la burbuja desde que un radical intentó zanjarla con un tenedor. Ahora, tener objetos punzocortantes en la casa es inadmisible y hasta motivo de exilio. Comemos con la mano, nadie se afeita y las plantas de ortiga tomaron el arriate de los geranios y lo convirtieron en una trampa mortal para los perros del vecindario. La delación es moneda común; no pasa una semana sin que un barbado acuse a un imberbe de maquinaciones nefandas. La guardia vecinal defiende la burbuja a puñetazos, patadas y mordiscos, aunque estos últimos penden de un hilo, ya que se estudia la propuesta de un vecino que solicitó, por el bien de la burbuja, retirarles a los guardias los caninos.

¿Qué preposición es la precisa? Esta cuestión, de orden gramatical, al principio parecía solo concernirle al viejo bibliotecario del 9F, pero pronto empezó a tomar capital importancia para el resto de los vecinos. Durante el idilio de los primeros días, cuando nos sentíamos tan abrigados que era como estar de campamento, bajo la burbuja era la construcción predilecta. Pero luego, cuando comenzaron las absorciones, no quedó otra opción que abrazar ese estado intermedio, ni dentro ni fuera, sino entre la burbuja, que tanto consuelo trajo a los padres cuyos hijos habían desaparecido. Pasados los meses y abandonada la idea tan ingenua como atroz de una vida emparedada (es decir, la posibilidad de que los niños tuvieran una rutina relativamente normal inmersos en la materia), en lugar de seguir empujándole a la burbuja bocadillos y frazadas, se popularizó la construcción tras la burbuja. Es esta la que sigue propiciando ensueños, mesas redondas filosóficas, teorías conspirativas y, de parte de los vecinos más artísticos, no pocas pinturas de factura surrealista. Por otra parte, decir hacia la burbuja sería superfluo puesto que siempre, en la dirección en la que se mire, en el sentido en el que se desplace, avanzamos inevitablemente hacia la burbuja. A su vez, las ancianas adoptaron la costumbre de desearle al vecino buena ventura con un sonriente “¡Burbuja mediante!”, y los militantes de izquierda no se terminan de decidir cuál, entre versus la burbuja (Trotskistas) y contra la burbuja (Maoístas), atizaría más el fervor revolucionario. 

Pasaron unos minutos hasta que el primer valiente se atrevió a lanzar la símil: “Como los dedos de un ansioso repiqueteando sobre un cuaderno de tapa gruesa”. Luego se soltó el resto: “como un hipódromo de ponis”, “como un ballet que se baila en botas de vaquero”, “como voltear una taza de arroz sobre la mesada”, “como un vidrio que se hace añicos”, “como el polvo que se asienta tras la detonación de una mina terrestre”. Quizá no queríamos llamar las cosas por su nombre, quizá habíamos olvidado el sonido, pero esa tarde fue la primera vez que, tras muchísimo tiempo, oímos llover.

Dicen que, a este ritmo, es cuestión de días para que la burbuja haya englobado a todo el barrio. Eso, si no es que explota antes. Sobre su piel tirante, los pezones y las estalactitas de otro tiempo, ahora son levísimas estrías perladas. Lo que nos separa del resto es una membrana tan tenue que el comité vecinal votó de forma unánime incrementar el volumen de las conversaciones para ahogar el sonido que penetra del exterior. “La situación es crítica,” gritaron los expertos, “para proteger la integridad de la estructura es imperativo realizar una serie de perforaciones controladas que disminuyan la presión.” El plan propone que, una vez reducido el tamaño de la burbuja en un 15%, se proceda a destapar los tanques de helio que había comprado la señora del 6H para celebrar con globos las ocho primaveras de su criatura. Si los cálculos son precisos, la burbuja alcanzará no solo la homeostasis, sino que, además, quedará suspendida a unos infranqueables trescientos metros del suelo. Los vecinos, dicen los expertos, no sufriremos mayor inconveniente, salvo que consideremos la agudización de nuestras voces en dos octavas un inconveniente. Todo está listo para implementarse, pero resta un detalle: la señora del 6H se negó a entregar los tanques; dice que su hijo podría regresar en cualquier momento, tan solo salió a dibujarle un penecillo a la burbuja.

Fotografía de Aboodi Vesakaran.

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