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Notas de un verano que se acaba

Notas de un verano que se acaba

La última caminata que hice por el barrio fue arruinada predeciblemente por uno de los primeros aguaceros del año, que siempre caen con precisión milimétrica, aunque esto siempre lo olvido. Fue la despedida oficial de ese extraño verano pandemia-no pandemia en el que la reapertura gradual me recordó que San José es bastante aburrido. Es una sensación familiar y por lo tanto bienvenida. Sobre el barrio, parece que ya lo tengo memorizado al punto que podría reconstruirlo si desapareciera en un eventual desastre nuclear. Quizás lo reconstruiría un poco mejor de lo que es, con ese rejunte de estilos arquitectónicos que van desde el modernismo al “gallinero”, pero prescindiendo de las omnipresentes rejas que en ocasiones arruinan por completo la fachada que algún pobre arquitecto de los años 60 imaginó como el colmo de la sofisticación. El sueño del bienestar afeado por una mezcla de paranoia e innegables deterioros sociales. Desde Los Yoses, esa arquitectura se fue expandiendo hacia el Este, durante una época en la que nuestra burguesía nacional ya no quería ser francesa y empezó a delirar con los amplios suburbios estadounidenses. Las cosas, en el transcurso de las décadas, se torcieron y en vez de suburbios pujantes pasamos a condominios cerrados y por supuesto torres de apartamentos. El barrio se convirtió en una extraña mezcla de parejas de ancianos, estudiantes universitarios, Airbnbs y, lamentablemente, muchos hippies mugrosos del Primer Mundo que hacen su parada josefina antes de irse a tomar ayahuasca o lo que sea que hagan. En medio de eso, solterones como yo, caminando sin rumbo y sin mascota, esquivando las cacas de perro, sudando en público indignamente, luego molestando a los vecinos con música, dando la impresión falsa de vivir de manera mucho más hedonista e interesante. 

San Pedro ha vuelto a ser San Pedro, es decir, esa especie de orinal gigantesco, lleno de bares, universitarios, fotocopiadoras y sodas abundantes en carbohidratos. No puedo decir que me cause pena. La Calle de la Amargura se va llenando poco a poco de gente que ya podrían ser mis hijos o hijas. De la irritación de años atrás, he pasado a un extraño paternalismo: me preocupo por las muchachas que parecen ser menores de edad y espero que ningún carajillo tenga una sobredosis con alguna porquería adulterada que era impensable en mis tiempos. Tengo la hipótesis de que el hedonismo juvenil de nuestros días es más triste que celebratorio, pero por supuesto es una intuición incomprobable y las causas solo nos llevarían a un barreal de sociología amateur:  que el “neoliberalismo”, que “la falta de oportunidades”, etc. 

Tampoco es que los tiempos den para muchas alegrías, pero eso nunca fue una barrera en el pasado: la carnicería de la Primera Guerra Mundial dio paso a las irreverencias del dadaísmo y luego a esa especie de proto liberación sexual de los “locos años  20”. Tal vez este siglo no ha comenzado todavía, tal vez nunca comience.

En su ensayo Salvajes de una nueva época, Carlos Granés aventura que los dadaístas de nuestros tiempos son más bien algunos políticos. La estetización de la política y la politización de la estética de la que hablaba Benjamin. Escribe Granés: “(...) no deja de resultar paradójico que tanto a artistas como a políticos este cambio de roles les funcione. Con su corrección, los primeros entran al mercado, a las bienales y a los museos, y con su incorrección, los segundos acceden a los parlamentos y a las instituciones”. Políticos vociferantes, falsamente irreverentes e infantilizadores, y artistas en su mayoría dóciles, repitiendo la doxa de su época, exquisitamente financiados por instituciones de élite desesperadas por no perder relevancia. Nada muy diferente a lo que ocurre en nuestro microclima local. Lo que me lleva de vuelta al hedonismo, la tristeza y sus relaciones, menos improbables de lo que podrían parecer. Hace un tiempo con un amigo planteamos la tesis de que el núcleo emocional de mucha gente en San José era la tristeza pueblerina. Más que el tópico de la exuberancia latina y tropical, entre cierta clase media educada y seudoculta predomina la modorra de saberse en la periferia de la periferia, los sueños vanos de “si hubiese nacido en otro lado”, cierta amargura ante la imposibilidad de fama y gloria, por más ridículos que puedan parecer estos objetivos. Es decir, más similar a un drama de Chéjov que a un video de reggaetón. El tedio de la vida en provincias, los sueños rotos, la decepción de la mediana edad inminente. Chéjov con humedad asquerosa, aceras destrozadas y MDMA.

Otro verano que se acaba, cientos de kilómetros de caminata al aire libre según mi fiable reloj, aire fresco de nuevo, por un tiempo al menos, recordar que el mundo más o menos “existe” en su sentido material, los perros y los gatos de los vecinos, la hierba, las flores, las rejas de mierda, los joggers, los escaparates, las montañas, torres nuevas y feas, todo lo que pasó durante la hibernación. Ahora el único refugio para las lluvias es una especie de melancolía estoica y todo el reservorio de pensamiento y arte del pasado, una especie de atmósfera emocional que me remite a la canción “Avalon” de Roxy Music, una languidez sabia que no renuncia a la vida y a la sensualidad pero desde una moderación de las expectativas propia de la adultez. En resumen: abrazar un poco de esa tristeza y modorra pueblerina.

Fotografía de Christina Deravedisian.

Entre la burbuja

Dos poemas de Guillermo Rebollo Gil

© Samoa,