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Futuros perdidos

Futuros perdidos

Enero y febrero se hacen muy largos, como cada año, se arrastran de forma traicionera. La vecina le grita a su perra, los güachis dan vueltas perezosas en bicicleta vigilando quién sabe qué, los otros vecinos tan silenciosos e invisibles como siempre. Las noches se ralentizan un poco también, siempre quedan un par de horas en las que hace frío y no hay nada. Una de esas noches me pilla mirando Google Maps, pero en vez de buscar lugares improbables, remotos y con muy escasas posibilidades de llegar a conocer, como una aldea en Pakistán, algún poblado de Siberia o un pequeño archipiélago japonés, termino en el mismo barrio desde el que escribo esto. Miro las fotos que suben los usuarios y son todos lugares conocidos desde ángulos levemente extraños, vistos desde otros ojos. La imagen satelital muestra los techos corroídos del trópico y uno de estos corresponde a mi apartamento, lo que me lleva a pensar: ¿qué estaría haciendo cuando el satélite tomó la foto?, ¿qué imagen quedaría de toda la gente del barrio si esa foto congelara el tiempo?, ¿en cuántas posiciones indignas o ridículas quedaríamos capturados?

Tal vez fue un arranque de nostalgia prematura nada más, causado por el frío y la noche, una añoranza de cuando el mundo más inmediato era todavía inocuo y transitable. En fin, ya pasaron 10 años desde que llegué aquí, a Montes de Oca, y una década es suficiente para establecer que el presente es el futuro de ese pasado. ¿Cuándo se acabó el futuro? No puedo tener una respuesta concreta, solo la intuición de que en algún momento cualquier cosa que estuviese en el horizonte del porvenir empezó a parecer más terrorífica que emocionante. 

Por eso es que a veces tengo la sensación de que el pasado se ha convertido en mi único futuro, y la internet de quienes nos formamos en la década de los 2000, uno de los muchos futuros perdidos que regresan de vez en cuando a la memoria y a los deseos. Escribe Alejandro Galliano: «La nostalgia no es necesariamente reaccionaria: puede ser una manera de marcar distancia con el presente. O incluso ir más allá, cuestionar la noción misma de tiempo lineal y proponer bifurcaciones creativas». Galliano se refiere precisamente a esa internet pre 2.0, más anárquica y descentralizada, sin redes sociales ni asfixiantes monopolios, en donde la piratería y el anonimato parecían reinar. 

Sin necesidad de idealizar de manera excesiva la época, mucho de ese breve espacio de libertad pareció perderse en los últimos años, y extrañamente ya podemos hablar de una especie de nostalgia por estéticas que desde sus inicios tenían un componente marcadamente retro. 

El 8 de agosto de 2010, el músico estadounidense Daniel Lopatin lanzaba “Ecco Jams vol 1”, un álbum que en su momento parecía ser otro de los cientos o incluso miles de álbumes experimentales que salen cada año y que pasan desapercibidos por completo. Pero esta colección de samples deformados y repetitivos tendría una importante resonancia en los diez años siguientes. En alrededor de 50 minutos, Lopatin toma breves fragmentos de canciones populares y los pasa por toda clase de efectos: reverberación, ecualización, distorsión, eco y cambios de tono, una gama de pirotecnias sonoras que generan una psicodelia extrañamente emotiva a base de Toto, Fleetwood Mac, Janet Jackson y Peter Gabriel, por mencionar solo algunos de los artistas inmensamente populares que aparecen de manera descontextualizada, casi deforme. 

Este álbum, que solo salió en cassette, es completamente ilegal en términos estrictos de la propiedad intelectual, por eso sobrevive únicamente a través de YouTube sin la más mínima posibilidad de llegar a las plataformas de streaming que ahora parecen dominar los hábitos de escucha. Sin embargo, se convirtió en un documento fundador de ese breve y extraño movimiento conocido como Vaporwave. Una especie de música de elevador o de consultorio de dentista que remitía a los años ochenta pero en una versión alterada, a veces más lenta o más rápida que en sus versiones originales, desfigurada por toda clase de efectos y acompañada de una estética visual kitsch que parecía satirizar y celebrar al mismo tiempo el turbo capitalismo que nos domina.

En uno de esos giros que da la cultura y que pueden parecer inexplicables, el gusto de la estética Vaporwave por los bustos romanos y quizás su ambigua relación con el poder del capitalismo coincidió con la ascendente “derecha alternativa”, formada por trolls de 4Chan y tuiteros con avatar de anime, esa facción oscura y online de los amantes de Trump, que de alguna manera convirtieron al Vaporwave en “fashwave”. Así, el casette de un entonces semiobscuro productor musical terminó, sin quererlo, dando luz a una estética cooptada por una nueva derecha terminalmente “online” con pretensiones de contracultura. Otro futuro perdido. 

A ratos me acuerdo que estamos en el 2021 y suena como un año de ciencia ficción, parece anticlimático que más bien nos encuentre en un mundo semidetenido, no solo por la p*nd*m*a, sino por esa inercia cultural en la que futuros posibles que se asomaron años atrás parecen quedar cancelados. Desde mi apartamento de La Granja todo eso parece a la vez terriblemente lejano y urgente, distorsiones que la vida en línea provoca y que, con pocas cosas que hacer más allá de teletrabajar, parece convertirse en la única vida posible. Tal vez cuando todo esto pase sea el momento perfecto para intentar eso que parece casi imposible: estar cada vez más offline

Fotografía de Dan Meyers.

Este es mi mundo

'La oscuridad intacta', de Dana Gioia

© Samoa,