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Noches de pandemia

Noches de pandemia

Llevo una cuenta mental de todas las veces en las que casi, con alta probabilidad, con descuido, irresponsabilidad incluso, me expuse al coronavirus, no sin miedo, por supuesto, sin esa pose desafiante de la juventud que se junta sudorosa y bullente de hormonas en fiestas clandestinas, en mi caso más con una mezcla de cobardía y desidia. Puedo pensar en Multiplaza del Este atiborrado en diciembre anterior, todos sus protocolos casi risibles, producto de una especie de pensamiento mágico que muy vagamente tenía que ver con la verdadera prevención, las estúpidas distancias en las filas de una caja cuando ya todo el mundo se revolvió mientras hacía compras, los dispensadores de un alcohol en gel que parecía más una gelatina impotente, un placebo con ligero olor a Cacique, las mascarillas ligeramente por debajo de la nariz. Puedo pensar, con cierta vergüenza, en una visita a deshoras al apartamento de un desconocido en donde encontré a unas 10 personas bebiendo y fumando en el reducido espacio de la cocina, dos semanas terribles en las que, esta vez sí, estaba seguro de haber agarrado el covid, las tomas de temperatura constantes, el oxímetro en la mesa de noche, por si acaso. Luego, esa travesía por aeropuertos, con sus andaderas, sillas, puertas, reposaderas y demás infraestructura por la que cada día circulan miles de personas, algunas de ellas sin duda cargando al «bicho» en sus cuerpos. 

Tras la vacuna, lo que empiezo a notar son las pequeñas transgresiones al protocolo sanitario, que se van haciendo cada vez más frecuentes, evidentemente amortiguadas por los anticuerpos que espero haber desarrollado, pero también con la forma de modestos sabotajes inconscientes. Las caminatas por el barrio sin mascarilla, las reuniones con otros amigos vacunados, cierto hastío ante algo que siento, falsamente, que me ha robado año y medio de vida, digo falsamente pues la vida siguió, precarizada, aburrida, empobrecida sin duda alguna, pero siguió. Por eso la sensación residual parece ser la de cierto resentimiento. Apenas se abre la posibilidad de algún tipo de normalidad surgen los adeptos de la salud a toda costa, los hipocondriacos, los moralistas, los que encuentran cierto goce en la posibilidad de utilizar mascarilla por el resto de sus vidas. Hay algo de placer sádico en la declamación constante de las «normas sanitarias» y la denuncia histérica de la irresponsabilidad ajena. Como dice la psicoanalista argentina Alexandra Kohan: “El indignado cree que está actuando siempre en nombre del bien, sabe dónde está y no vacila en suponer que el mal es el otro, como el virus. En nombre de eso, en lugar de cuidar, vigila”. Para algunos, el mundo socialmente distanciado, en constante desinfección, mediado solo por pantallas es, por alguna razón, un mundo ideal. Si la figura definitoria de nuestra época es la víctima, y las interacciones humanas se empiezan a entender cada vez más por su potencial de daño y trauma, no es tan sorpresivo que esa subjetividad, digámosle, lacrimosa, se lleve de maravilla con todas las restricciones que hemos vivido en el último año y medio. 

Aquí es flagrante la contradicción entre esa especie de hipocondría descrita al inicio y mi odio al entusiasmo higienista. Pero el miedo como tal, que muchas veces es un mecanismo de defensa utilísimo y en otras un estúpido lastre irracional, no tiene por qué cegarme ante el hecho de que este nuevo mundo es, por decirlo sin elegancia, una mierda (aun considerando las medidas relativamente laxas tomadas aquí). Ya lo dijo Michel Houellebecq, ese reaccionario a veces fatalista pero también frecuentemente acertado: «No nos despertaremos después del confinamiento en un nuevo mundo, será el mismo, pero un poco peor». 

Los entusiasmos prematuros sobre una transformación radical e incluso sobre la muerte del neoliberalismo ahora parecen tan fechados como los aplausos al personal sanitario y los intentos de hacer pan. La interpretación en caliente de los hechos no dejó bien parados a los supuestamente más brillantes pensadores (son conocidas las pifias de Žižek y Byung-Chul Han). Más sensata ha sido la posición de Markus Gabriel, filósofo alemán, que habla de un orden «pos-coronial» en donde la convivencia con el virus es un hecho infranqueable y debería ser otra de las muchas incertidumbres con las que solemos vivir en este planeta. Sin caer en una postura negacionista, esta aceptación implicaría un relajamiento de restricciones que no pocas veces fueron arbitrarias o incluso exageradas; en resumen, una resignación ante el hecho de que la vida suele ser peligrosa.

En pocas semanas, un amigo se irá hacia Estados Unidos para cursar una maestría y es probable que no vuelva, como suele pasar con la gente brillante en este país, cada vez más resignado a convertirse en un gigantesco resort turístico. Con los bares cerrando a las 10, quizás los últimos días en que podamos compartir se den bajo ese estúpido «toque de queda», y el bar, ese lugar clave en nuestra relación de amistad, quedará fuera de la ecuación. Al menos lo mejor del bar, ese espacio liminal entre la medianoche y la hora de cierre, en donde la politesse de la vida cotidiana se podía relajar un poco. En fin, son cosas que hemos perdido, cosas insignificantes en la escala de las peores situaciones que pudieron pasar, pero cosas que ayudaban a hacer la vida un poco menos desagradable. Ahora me resulta difícil no pensar que conforme me voy haciendo más viejo, la pérdida de «la noche» con la pandemia de alguna forma se llevó también mis últimas «noches» antes de un digno retiro hacia la domesticidad total. Ahí está algo de ese mundo igual pero peor que predecía Houellebecq. 

Parecen ya muy lejanos los primeros meses de pandemia, con un humor extrañamente bueno de mi parte, mezcla de morbo y curiosidad por vivir algo hasta entonces inédito en nuestra generación de humanos. Traté sin éxito de entrenar con pesas, escuché mucho a Hüsker Dü, Teenage Fanclub y Jorge Ben, empecé a leer los mamotretos interminables de Karl Ove Knausgård, evité pensar mucho en el futuro o en las neurosis habituales. Hablaba por WhatsApp con mi madre sobre sus rituales (a mi criterio fútiles), como desinfectar las compras del supermercado, miraba con cierto pasmo las cifras de contagio y hablaba por Zoom con amigos, acompañado de algún trago.  No era tan desagradable, por un breve momento, esa idea de un mundo detenido. Ahora tengo claro que ese mundo que se detuvo no volverá más, y ya sea que se asuma con resignación estoica o con pena, algo se partió desde entonces y las piezas no volverán a juntarse. 

Contrario a la idea contemporánea de que cada momento desagradable o traumático es una herida incurable que debe arrastrarse durante toda la vida como insignia identitaria, probablemente –y sería lo mejor– la mayoría tendremos una capacidad de memoria selectiva para lagunear los peores momentos de esta pandemia y seguir más o menos «adelante», más o menos con «nuestras vidas». De la manera en que diferentes poblaciones en diferentes momentos de la historia sobrevivieron guerras mundiales, terremotos, desastres nucleares y, por supuesto, otras pandemias. No creo que vengan unos «locos años 20», un nuevo «destape» o incluso algún tipo de correctivo a la violenta desigualdad imperante, deseos más cercanos a lo que en inglés se llama wishful thinking, imaginar lo ideal ante sus escasas posibilidades de concreción a manera de autoengaño. Ya lo dijo un irlandés amargado del siglo XX: «Hay que seguir, no puedo seguir, voy a seguir».

Fotografía de Vitor Fontes

El tacto de lo abierto

‘Otoño', de Ali Smith

© Samoa,