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Volverse anacrónico

Volverse anacrónico

Mi televisión ahora es YouTube, el ruido de fondo que acompaña las horas posteriores a la jornada laboral. Pongo alguna conferencia sobre literatura, algún debate, entrevistas con señores de mediana edad en su mayoría, discusiones sobre las derivas político-culturales de nuestra época, las nuevas derechas, los pleitos y divisiones de la izquierda, ponencias sobre filosofía o historia. A veces les presto atención y a veces no, señal de que me he convertido en mi padre, quien desde siempre ha sido reacio al silencio y no está tranquilo en su casa si no tiene el televisor encendido, una radio sonando en otro cuarto, con atención fluctuante que muy a menudo se convierte en siesta. Yo, exactamente igual, me arrullan los señores de YouTube algunas tardes en que me empieza a dar sueño por ahí de las 6 p. m. Demasiado temprano, pero así son los horarios de pandemia que todavía no he logrado revertir hacia algo más «normal» (al rato ya no va a existir nada «normal»).

En esos devaneos, teléfono en mano, como extensión del cuerpo prácticamente, noto dentro del ruido constante de las redes una tendencia inquietante: las marcas nos sermonean. Las grandes y las pequeñas también, las editoriales, las librerías, las distribuidoras de cine. Todas sermonean ahora, nos dicen que lo bueno es bueno y lo malo es malo. Pero es un sermoneo seguro, con posturas de antemano consensuadas por sus audiencias de clase media educada, lo cual me resulta todavía más irritante. A veces pienso: «Quizás ya no soy ese público», y aunque mis características sociodemográficas están perfectamente alineadas con tales consumos culturales, es posible que me haya ido desconectando de la sensibilidad de la época. Lo que en otras palabras podría definirse como «hacerse viejo».

Ese síntoma se manifiesta con mayor fuerza cuando se conmemora el 20 aniversario de la caída de las Torres Gemelas (y como cada año, ese siniestro eco latinoamericano del 9/11, con Allende pegándose un tiro en el Palacio de La Moneda). Hay algo casi obsceno en el hecho de que tanto tiempo haya pasado, evidentemente con sus consecuencias nefastas para el mundo, «el fin del triunfalismo liberal» y demás frases pomposas que podrían decirse, pero aparte de eso, ya abarca una gran parte de la vida adulta de gente de mi edad (o «generación», si creen en tal cosa). Me llega un tuit que reproduce unas declaraciones del finado Hunter S. Thompson poco después de los atentados, en las que con precisión escalofriante apunta: «La última mitad del siglo XX va a parecer una fiesta de niños ricos comparada con lo que vendrá después; se acabó la fiesta, muchachos». 

Camino a la obsolescencia pienso en que somos gente de las últimas dos décadas y que sea lo que sea que venga ya serán otros, otras u otres los que lo reclamarán como «su tiempo». No es tan mal momento para dejar de estar «en la onda»: los últimos 5 años han sido quizás de los más culturalmente pobres y con los discursos circulantes más estúpidos que recuerde (lo que coincide con la transformación de las redes sociales en verdaderas distopías). Tomando en cuenta la cantidad de películas y series completamente olvidables, comentadas ad nauseam en redes, junto a vacuas discusiones sobre «responsabilidad afectiva», «apropiación cultural» y «privilegio», entre otras nuevas infracciones dictadas por la moral progresista, está claro que no vivimos en ninguna edad de oro del pensamiento o del arte popular. 

También hay otras cosas menos etéreas y discursivas, como la pandemia, el cambio climático, los nuevos autoritarismos y toda la lista de infortunios que se puedan ir agregando. En resumen, una época horrible, al punto de que a veces asumo con cierto gozo ser desde ya un poco anacrónico, sentirme por fuera de las tendencias. 

Quienes tuvimos nuestra formación sentimental en la tríada de cine, música popular y literatura, cada vez estamos más conscientes de que son tres áreas que han ido perdiendo su centralidad cultural, sobre todo en el caso del cine y la literatura, que tienen más que ver con el pasado que con el futuro («Muerto el cine, vivan la películas», me dijo hace poco el crítico Marcos Vieytes). Pareciera que nos queda un museo casi infinito de películas por ver, discos por escuchar y libros que leer, inabarcable para el transcurso de una vida incluso si a partir de ahora la humanidad dejase de producir arte por completo. La tentación de perderse en ese museo es, hay que admitirlo, bastante grande, la idea de dejar al presente e incluso al futuro desatendidos, considerarlos una batalla perdida. Más o menos como los fanáticos de la ópera o de la música sinfónica siguen resistiendo, tercamente, habitando esa rica tradición con la plena conciencia de que su momento de esplendor pasó hace mucho. Ni modo. Tal vez solo asumiendo los anacronismos es como podemos llegar a estar, no reconciliados, pero sí al menos dispuestos a habitar una época, por detestable que nos parezca.

Es probable que yo solo quisiera ser lo que pomposamente se denomina un «esteta» y que nadie me jodiera la vida, una posición, ¡horror!, liberal, individualista, pero qué se le va a hacer. Un esteta en el tiempo del arte con mensaje, del «contenido». Algo casi tan anticuado como disfrutar las corridas de toros. Por eso pienso en un programa mínimo para los próximos años: asumir cierta ranciedad y domar sus peores aspectos, no tratar de montarse en ninguna «onda», no tratar de estar a tono con la época ni intentar «deconstruirse» torpemente. Son objetivos quizás en exceso modestos, reformistas en vez de revolucionarios, carentes de glamour, pero adaptados a las condiciones dadas. Al mismo tiempo, es altamente probable que ya nada sea verdaderamente anacrónico y que en este presente sin densidad, sin conciencia de la historia, todo conviva organizado en diferentes capas de realidad, así como el progresismo más desbordado y woke convive con una derecha cada vez más desvergonzadamente autoritaria y racista. 

Como pequeño consuelo queda la idea de la literatura como lo contrario al sermón y a la idiotez de la «actualidad», un espacio donde todavía las cosas pueden plantearse desde su indecidibilidad, su carácter opaco. Al punto de que alguien que nos parece insufrible o errado en sus opiniones puede, a pesar de eso, escribir una novela, un poema o un cuento potentes, porque la escritura, en sus mejores momentos, es un espacio para desactivar la consigna y expandir la ambigüedad. Es por esa razón que el cristiano conservador de Dostoievski, el estalinista de Sartre o el antisemita Céline nos pueden dar experiencias estéticas, aunque si estuviesen en Twitter es completamente seguro que los tendría bloqueados desde hace tiempo.


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