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Arroz amarillo

Arroz amarillo

A pot of yellow rice with fish.
Ernest Hemingway, The Old Man and the Sea


I

No leí mucho en el colegio. Como a muchos de mis contemporáneos, la mayoría de los textos que nos exigía el sistema educativo me resultaban pesados y aburridos en el mejor de los casos; ilegibles en el peor. El recuerdo de horas infructuosas arrastrando los ojos sobre impenetrables crestomatías aún me acecha de vez en cuando, como el lastre de una época en la que ignoraba que la lectura ocuparía gran parte de mi futuro.

Igualmente, aunque se podrían contar con los dedos de una mano, fui capaz de terminar algunas novelas en aquellos años. Una de ellas, El viejo y el mar, de Hemingway. A pesar del buen cuarto de siglo que ha pasado, nunca la he releído, no porque la recuerde perfectamente o haya desarrollado alguna aversión en su contra, sino porque simplemente no ha nacido el impulso de revisitarla. Creo que la razón está tanto en la inspiradora belleza del relato como en un detalle inesperado que nunca pude olvidar.

En las primeras páginas, Santiago, el viejo del título, regresa de una faena de pesca junto con un muchacho. Al llegar a su vivienda, el joven le pregunta qué tiene para comer, a lo que Santiago responde que “arroz amarillo y pescado”. Más adelante, el joven le pregunta si puede tomar prestada una red de pesca, a lo que el viejo accede; todos los días tienen el mismo diálogo, pero lo cierto es que la red fue vendida hace tiempo. El muchacho insiste en pedirle la red en un intento por conservar la rutina de Santiago, por impedirle perder más de lo poco que le queda. De hecho, él sabe que el arroz amarillo y el pescado también son ficticios. Y eso es lo más interesante: el narrador llama “ficción” (fiction) al montaje, colocando una ficción dentro de la ficción que ya de por sí es la novela.

Pero no me interesa tanto el juego de ficciones contenidas que esto puede representar, sino el simple hecho de que el mentado arroz amarillo siga en mi memoria, probablemente a despecho de muchos otros detalles de la novela de Hemingway que tenían más derecho de perdurar. La razón de tal resistencia es, en verdad, muy sencilla: mi abuela solía preparar el arroz con achiote, lo que le daba un hermoso tono amarillo que a la fecha me llena de entusiasmo. Al leer aquel pasaje, vi un fragmento de mi propia realidad retratado en la novela, lo cual de alguna forma homologó los dos mundos, el que me rodeaba y el que las palabras iban generando en mi imaginación a cada línea. De pronto, mi abuela y su arroz y mi mundo entero eran posibles en aquel mundo que se suponía otro, en un intercambio de certezas que pocas veces había presenciado. El hecho de que el arroz fuera doblemente ficticio (tanto para mí como para Santiago y el muchacho) solo fortalecía la empatía, pues que el viejo fantaseara con una taza de arroz amarillo indicaba que aquel le era familiar, probablemente preciado, quizá porque alguien se lo preparaba así en su infancia…

Esa familiaridad fue lo que grabó el dato en un recuerdo que, repito, perdura hasta hoy, sin que haya releído nunca el texto más que para buscar el epígrafe que añadí a este ensayo.

II

En mi primer semestre como profesor, tuve a un estudiante que venía de una zona alejada y, según me contó, al terminar la secundaria se vio obligado a trabajar durante algunos años, pasados los cuales se incorporaba a la enseñanza superior. Su sueño era titularse en Educación Física en la Universidad de Costa Rica y, tras varios intentos, finalmente había conseguido ingresar. Nos acercábamos a la mitad del período cuando surgieron los problemas: sus compañeros de trabajo me indicaron que no aportaba mayor cosa, que se perdía y no parecía comprometido. Sus primeras evaluaciones tampoco auguraban éxitos, por lo que el caso se volvía preocupante. Finalmente, el muchacho me abordó: no sabía si por falta de práctica o por incapacidad, pero la lectura se le hacía imposible. Y claro, llevando un curso integrado de Humanidades, aquello era un problema de proporciones jurásicas. Desesperado, me pedía algún consejo para lograr concentrarse, algo que lo ayudara a que los textos no se le volvieran fortalezas impenetrables entre las manos. Me vi a mí mismo, quince años atrás, con una crestomatía en la mano, tratando de leer la Odisea a dos columnas y con márgenes diminutos. Probablemente la escena se repetía con este chico, quien luchaba diariamente contra mi antología en el pequeño departamento que alquilaba, lejos de su familia y amigos, en busca de un sueño que tenía muy poco que ver con literatura.

¿Qué podía decirle? Pocas veces me he sentido tan impotente ante alguien a quien entiendo por completo. Claro, podía contarle cómo a mí me pasó lo mismo, y cómo los años y la práctica me permitieron reencontrarme con los textos en mucho mejores condiciones… pero ese muchacho no tenía años, tenía si acaso un par de meses para ponerse al corriente y salvar un curso obligatorio en el que tendría que leer muchísimas páginas. Repito, ¿qué podía decirle? Tras algunos balbuceos, conseguí esa extraña sinapsis que aflora en mis momentos de mayor tensión y comencé con las recomendaciones prácticas: no leer en bloque ni por periodos prolongados, ir una línea a la vez, un párrafo a la vez, una página a la vez, luchar por concentrarse y comprender, poco a poco… el muchacho tomaba apuntes pero seguía a la espera; lo podía ver en sus ojos: nada de lo que le había dicho resonaba con el tono adecuado, faltaba el secreto que lo sacaría finalmente de la traba y le permitiría avanzar con las lecturas. Entendí que la sinapsis lograda no era suficiente y tendría que darle algo más. Así que, sin pensarlo demasiado, le dije lo que se me ocurrió: “busque qué hay de usted en el texto, lea pensando en qué le dice específicamente a usted; cuando encuentre algo, todo será más fácil”.

La cara fue de franco desconcierto. El muchacho asintió, agradeció y se fue, prácticamente con el mismo ánimo. Me quedé ahí, abatido, asumiendo mi responsabilidad por haber condenado a uno de mis primeros estudiantes al ineludible fracaso. Me escudé en esa suerte de expiación a la que nos aferramos quienes nos dedicamos a la docencia o al superheroísmo: no podemos salvarlos a todos. Había hecho lo que había podido. Ahora habría que ver si resultaba.


III

Las razones por las que un texto resulta memorable son tan variadas como quienes leen y lo que leen. Ahí radica la dificultad de tratar de que la juventud lea. Pero si algo hay cierto en esa maraña indescifrable de arbitrariedades que es el gusto por la lectura, es que solo cuando el texto parece hablarnos directamente, cuando efectivamente vemos algo nuestro ahí, en esas palabras que alguien más ordenó por nosotros, solo entonces ocurre el milagro y la persona es capaz de comunicarse con el texto, al cual, nunca hay que olvidarlo, le decimos tanto como nos dice. El punto es encontrar esa grieta a través de la cual podemos filtrarnos y significar todo aquello que, bien lo planteó Barthes, no tiene sentido hasta que se lo damos.

Mi estudiante consiguió aprobar el curso. Poco a poco comenzó a involucrarse en las clases, a participar y a trabajar en equipo, con lo que sus calificaciones fueron mejorando. Aún recuerdo el singular análisis que presentó de un poema de Gioconda Belli, no del todo correcto políticamente, pero meritorio como esfuerzo personal. Su calificación final no fue sobresaliente, pero bastó y sobró para que pudiera continuar con su carrera.

No me interesa el mérito por ese éxito. Habría que ser muy egocéntrico para atribuirse lo que seguramente fue producto de la voluntad de un muchacho que venció muchos obstáculos para poder estudiar lo que quería donde quería. Más que eso, lo que me gusta pensar es que fue mi experiencia con el arroz amarillo y la novela de Hemingway, si bien inconscientemente, lo que me llevó a decirle al joven que buscara su reflejo en las páginas.

La lectura, como cualquier acto humano, no es pasiva. Lleva consigo la inmensa responsabilidad de que lo que leemos, o mejor dicho, lo que nos dice lo que leemos, se lo dijimos nosotros antes, por lo que hay que estar muy conscientes de qué llevamos al hombro cuando nos enfrentamos al texto. Encontrar la grieta, el arroz amarillo de cada quién, será el momento en que ambos lenguajes coincidan y, por fin, podamos leernos y dejarnos leer por aquello que leemos.


Romper el agua

Dos poemas de María Musgo

© Samoa,