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Sobre 'Oración por el duelo'

Sobre 'Oración por el duelo'

La verdadera gran novela de la pandemia (o “¡Qué está haciendo, Román! Ah no, qué librazo…”)

En Kick-Ass, serie de cómics escrita por Mark Millar y dibujada por John Romita Jr., conocemos la historia de Dave, una suerte de moderno Quijote quien, motivado por sus extensas lecturas de cómics, decide convertirse en un superhéroe real y combatir el crimen. En su aventura, conoce a Big Daddy (Damon) y Hit-Girl (Mindy), un dúo de padre e hija que, mediante la violencia extrema, hacen su propia carrera como vigilantes. En determinado momento, los villanos asesinan cruelmente a Big Daddy, por lo que Hit-Girl (quien cuenta apenas con doce años) y Kick-Ass se ocupan de vengarlo. Tras la batalla final, encarnizada y ultraviolenta, MIndy, bañada en la sangre de los asesinos de su padre, se vuelve hacia Dave y exclama “¿podrías abrazarme?, mi papá acaba de morir”.

Es un momento humano y profundo que recuerda que, a pesar del súper heroísmo, de las exageraciones, de la crueldad del mundo ideado por Millar, del absurdo de que una preadolescente haya sido entrenada para ser una máquina de matar y de todos los otros que la historia plantea, estamos ante una integrante muy joven de la raza humana que acaba de perder a su padre, trauma que está ahí, en la historia de todos, en nuestro pasado o en nuestro futuro, pero ahí, ineludible y definitivo. Sencillamente, es imposible no identificarse y conmoverse. Hit-Girl es una asesina, ha operado al margen de la ley, víctima de un padre loco que, como Dave, quería vivir su historia de cómic y la terminó arrastrando a su espiral de demencia pero, con todo, sigue siendo humana, sigue siendo, en el fondo, Mindy.

Dice Alan Moore, en Writing for Comics, que ese núcleo humano es imprescindible en toda historia, por fantasiosa, exagerada, inverosímil o irreal que sea, pues en su ausencia estaremos ante un montón de pirotecnia sin ningún anclaje que conmueva los engranajes profundos de quienes la lean, un montón de lustre sin queque que, irremediablemente, terminaría empalagando. 

Y es que cuesta imaginarse algo más humano que esa lucha no tanto por atravesar la pérdida de un ser querido, sino por continuar viviendo a pesar de ella, volver al trabajo, al estudio, a la casa, ver a los amigos, a la familia… y eso, seguir. Porque lo único cierto es que todo sigue, inclemente y cínico el mundo continúa su frenesí como si nada hubiera pasado. Y lo peor es que, en efecto, nada ha pasado. En escala mundial, la muerte de un ser humano no significa nada. Miles mueren todos los días. Pero a escala personal es otra cosa. En esa discrepancia, justamente, está el horror.

Bueno, Kevin Román escribió un libro sobre esto. Tras su debut poético La juventud es una ofrenda, afirmó estar trabajando en una “novela” sobre el duelo por la muerte de su padre, quien falleció en 2021 a causa del covid-19; y cumplió: Oración por el duelo (Alexa, reza conmigo) se publicó finalmente bajo el sello de Feliz Feliz.

Creo que conozco a Kevin (Román jr., en adelante) lo suficiente como para percibir que hay mucho de él en el texto (que él es el texto) pero sin caer en el sentimentalismo de leer a un compa cercano con quien hubiera vivido hombro a hombro su tragedia. Siendo franco, no soy muy afín a esta llamada “literatura del yo”, denominación bajo la que se producen (aquí mismo y por montones) obras burdas y mediocres sin estructura, trama o algo que las justifique. Iba, pues, con precaución hacia este libro que, al menos por lo anunciado, parecía de esa estirpe.

Lo cierto es que el texto no tiene una trama, lo que haría a muchos cuestionar su carácter de novela, pero tiene otras cosas. Se trata de una serie, diría yo, de cuadros en los que narra desde las particularidades más simpáticas y curiosas de la relación con su difunto padre (Román sr. en adelante) hasta los momentos más amargos que pasó tratando de vivir el duelo que su ser no estaba preparado para procesar. Todo de la mano de un humor que, cuando se conoce a Román jr. en persona, se sabe que es totalmente sincero, parte indisociable de su personalidad y, por qué no, quizá un mecanismo de defensa (in)voluntario.

Podría decirse que el eje temático del texto se manifiesta desde ese momento en el que, considerando que Román sr. falleció un día antes del título 36 del Deportivo Saprissa, su hijo bromea con que “si hubiera aguantado un día más en la UCI habría dejado este mundo con 36 campeonatos” (p. 13). Todo el libro sigue ese mecanismo, mediante el cual la narración nos lleva de una situación absurda y/o graciosa a otra solo para recordarnos eventualmente que quien nos guía por las páginas perdió a su padre y no sabe cómo reaccionar más que haciéndonos reír, distrayéndonos de esa realidad implacable con la que ahora le toca vivir, en un mundo que aún ríe, ve fútbol, se emborracha y llora las muertes de cantantes y otras celebridades como si fueran duelos personales. Román jr. es parte de ese mundo, no le queda más que serlo, pero él perdió a su padre y esta realidad lo acompañará el resto de su vida, como el hecho acompaña cada sección.

Resulta arquetípica la titulada “Me acordé de algunos apodos”, en la que se enumeran nada menos que ochenta apodos de compañeros de trabajo de Román sr., los cuales él en su momento contó, reservándose, claro, su propio apodo. Me resultó inevitable identificarme aquí, puesto que no sé si hablaré por todos o por muchos, pero mi tata también me contaba los apodos de sus compañeros de trabajo, en una escena que algo me dice que se repetía en muchos hogares. Ya se imaginarán los epítetos: Voslaiyir, Pablo Mármol, Burro Enano, Gelatina, Leñador de Bonsái, Amor de Madre (que parece que no puede faltar en ningún lado), Quico en Acapulco, Vocho abierto, Zanahorio… “Salchichonio” me resultó particularmente interesante, puesto que no se me ocurre qué debe hacer un ser humano, o cómo debe… ¿verse?, ¿vestirse?, ¿OLER?, para ser llamado así. En fin, tras carcajearme varias veces (como me volví a carcajear ahora transcribiendo los apodos) llegué al final de la sección, en la que el narrador nos pinta la muy probable escena de “Burro Enano llegando todo ahuevado a la casa y diciéndole a la esposa: —Diay, no ves que se murió *CUALQUIERA QUE HAYA SIDO EL APODO DE MI PAPA*. / Covid, sí. / Esposa y un hijo. / Qué pecado.” Y ahí se acabaron las risas.

El tema del triángulo especular entre autor, narrador y personaje en un texto como este se complica aquí, pues es inevitable (para mí, al menos) preguntarse si Román jr. recordará todos esos apodos. ¿Los tenía apuntados?, ¿le consultó a alguien?, ¿habrá inventado algunos? Quién sabe, pero al final importa poco. Ficticios o no, son totalmente creíbles y, como diría Burro (el de Shrek, no Burro Enano), las risas no faltaron. La licencia, de haberla, sería aceptable…

…aunque a esta altura (tal vez, desde antes de iniciar la lectura) el pacto con el lector pareciera ser que lo que nos da es verídico, pues de no serlo, perdería ese peso que da sentir que estamos leyendo, directamente, a Román jr. Porque estamos leyendo a Román jr., su registro de habla (coloquial hasta las obscenidades), su saprissismo, sus constantes referencias a Los Simpson, a Bowie, a Camilo Sesto, José José y Juan Gabriel… ¡es él, carambas! Que algo de lo que me cuenta, desde sus devaneos pancistas hasta la experiencia psicotrópico-espiritual con una suerte de fantasma de su padre, pasando por su “constipación del llanto”, sus oraciones (a las que invita a Alexa, el asistente virtual de Amazon) y el peso de ser el único familiar que le queda a su mamá, la sola posibilidad de que algo de todo eso sea ficción me resulta intolerable… y es por eso que concluyo que Román jr. se jaló un gran libro, quizá lo mejor que en términos literarios nos dejó la pandemia. Pues a pesar de que nos cuenta algo tan personal e íntimo como su experiencia con el duelo, consigue que nos importe, que sea desgarrador ese momento, tantas veces repetido, en el que luego de vacilar con él, de sonreír ante la desfachatez con que nos cuenta sus borracheras, sus ligues y sus anécdotas colegiales, tras el asombro jocoso con que nos dejan sus travesuras infantiles y adultas, lo cierto es que Kevin, como Mindy, acaba de perder a su padre y quienes lo leemos terminamos necesitando ese abrazo.

Sin ese eje catalizador del duelo el libro sería, como muchos, una serie de anécdotas sin demasiada trascendencia, más allá de lo graciosas o simpáticas que pudieran ser. Gracias a él, la ausencia de una trama pierde relevancia. Y no lo digo porque un tema pesado y triste como la muerte de un familiar directo mágicamente eleve la calidad o la cohesión de un texto, sino porque Román (a quién ya le quito el jr. porque, como él mismo dice, las cosas tienen que liberarse eventualmente) consigue ponernos en su posición, transmitir, mediante un recurso bien sostenido y repetido, como un buen riff de guitarra, esa desazón de ya no ser el mismo en un mundo que sí es el mismo y ante el que parece que el cambio, ese cambio de ser ahora huérfano de padre, no es aceptable o significativo. 

Todo esto sin poses ni sin pretensiones, siendo él, Román, el de las incontables páginas de memes, el morado, el fan de Twin Peaks, el que una vez me llamó “soplagaitas de la academia” sin ofenderme, él dejándose en las páginas como traduciéndose a sí mismo, pero con eficiencia y talento, así como con una franqueza que estaba empezando a perder de vista en las letras nacionales y que me alivia que no hayamos perdido. 

Ateísmos frágiles y otros

© Samoa,