Cuatro funerales y una boda
Es de 1994 aquella película icónica e ineludible de la cultura pop, Cuatro bodas y un funeral, dirigida por Mike Newell (uno de los primeros guiones de Richard Cutis, quien luego se convirtió en una máquina de hits). Llegado uno a cierto punto, ese título cambia de signo y se acerca más a cuatro-funerales-y-una-boda. No me ayudan las palabras pero créanme que pienso en esas cosas sin patetismo, sin drama, diría incluso que lo veo desde la acera opuesta, una reacción inevitable, apenas un tic desde la literatura. Salú salú.
Hace poco falleció Hilda Oreamuno, la madre de dos amigas queridas, dos mujeres de mi familia molecular, Laura e Ito. Hilda, doña Hilda, fue parte de uno de los mejores talleres de lectura que me ha tocado coordinar. Entre 2012 y 2014 más o menos nos reunimos una vez por mes, 11 meses por año, para comentar novelas con ella y diez señoras más, todas pensionadas y lectoras voraces que, por tiempo de vuelo, me llevaban la delantera. Fue una época maravillosa de la que recuerdo la mesa larga de conversaciones enriquecedoras en la Asociación de Profesores Pensionados de la UCR (o algo así), la repostería casera, el café de percolador, las fiestas de fin-de-año-taller y, sobre todo, la risa contagiosa de Hilda. La risa que, todavía hoy, sigo escuchando.
En algún momento de 2023 pregunté algo muy específico en el chat grupal que tenemos varios amigos. Específico pero brumoso a la vez, por alguna razón me había venido a la mente la sensación, porque fue eso, de un poema del que recordaba el autor pero no los versos exactos. El querido Fabián Casas, parte del grupo, lo relató así en una columna suya en mayo de ese año:
Esta semana, Luis Chaves, un amigo y poeta que vive en Costa Rica, escribió en un grupo de wasap que tenemos preguntando si recordábamos un poema de Jorge Aulicino del que él no tenía el título ni sabía en qué libro estaba. Sólo, decía, que era sobre unos motociclistas y que, en el final del poema, alguien decía esta frase: “De lo que no podemos hablar, no hablamos”. “¿Existe este poema?”, preguntaba Chaves. “O los soñé, lo inventé”. Cuando uno lee o escucha un poema, después ese poema se bambolea en nuestra mente como un equipaje en un micro, y lo modificamos de acuerdo a nuestra subjetividad, lo hacemos propio. ¿Por qué estaría Cháves pensando en ese poema? ¿Qué cosa de su vida cotidiana le hizo recordar a esos motociclistas? Pedro Mairal dio con el poema y lo subió al wasap. // Qué regalo hermoso en medio de una noche de luna cálida, poder leer un poema de Jorge Aulicino. El poema está en un libro que se llama “La línea del Coyote”. Y tratando de volverme invisible, es un poema donde un narrador ve en una pareja de motociclistas que paran en un recreo –o un camping– todo lo que ellos –conjetura el observador del poema– no vieron. Puede ser un poema sobre la juventud perdida, el deseo dionisíaco de viajar, puede ser un poema sobre el mal. Como es un gran poema, soporta múltiples lecturas. Ahí va: “Aquellos que se acariciaban bruscamente/ sobre la mesa del recreo junto al río./ Habían llegado en una vieja moto, era fácil confundirlos con el mal./ Pero no eran el mal por lo que aparentaban/ con las camperas raídas y el amor a la nafta/ en combustión y a los ruidos profundos de la máquina./ Si atravesaron la provincia en moto, cualquiera hubiese apostado/ que no se habían extasiado/ni intentado hacerlo con el vuelo de las garzas/ a las orillas de la ruta,/ni con la vida del pantano,/ ni con el movimiento del pasto bajo el viento./ Del mismo modo, tampoco los arroyos químicos/ los inquietaron o modificaron,/ ni la basura en el bosque, ni los neumáticos junto a los arroyos./ Esos ángeles insensibles partieron la naturaleza/ por el asfalto. Fueron perfectamente equilibrados/ sustentándose en su propia velocidad/ y en la vida de sus cuerpos. /Y con lo que no habla no hablaron”.
Jorge Aulicino falleció hace unos días. Otro amigo querido, Sebastián Morfes, me regaló el libro donde aparece ese poema, se titula La línea del coyote y está en mi mesa de noche, releo poemas una noche sí y otra también. Es decir, Aulicino vive cada vez que abro ese poemario.
Un día o dos después de la muerte de Aulicino falleció Ozzy Osbourne, hijo de la clase trabajadora de Birmingham, Reino Unido, que nunca olvidó sus orígenes y que inventó el heavy metal, género que frecuenté en mi adolescencia y que luego abanadoné por las mismas razones. Sobre “El príncipe de las tinieblas” no hace falta extenderme porque no lo necesita, su trabajo está hecho y reconocido. Acá está acompañando mientras escribo.
Como verán, no hay cuatro funerales, tampoco una boda. El título de la película me sirvió para escribir esto que leyeron. También porque sí, soy dramático.
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