Una ingravidez atroz
En Costa Rica la casa se empieza a construir por el microondas. Esta tesis no tiene relación alguna con lo que sigue pero hace días anda dando vueltas en la cabeza y quise ponerla aquí.
El 17 de marzo del 2020, a 10 mil metros de altitud y 850 km/h, LaMayor y yo cruzábamos los dedos para que no cerraran los aeropuertos de Panamá y/o Costa Rica. Regresábamos a casa desde Buenos Aires en pleno estallido de la pandemia. Diez días después, Bob Dylan lanzó “Murder Most Foul”, canción principal del álbum Rough and Rowdy Days. Pasó la fecha, pasaron semanas, pasaron meses y no le presté atención. Primero porque afuera de las casas estaba la muerte pero también porque giraba alrededor del asesinato de John F. Kennedy y ya para entonces tenía bastante tiempo de tolerancia cero para con el ombliguismo yanqui.
Todas las noches de un periodo de tres meses en el 2003, en un cuarto de la casa genealógica de Zapote, soltero, sin hijos (pero nombrando en los textos sin darme mucha cuenta una paternidad retórica del futuro) escribí compulsivamente mientras sonaba también compulsivamente (es decir, en repeat) el disco Moon Pix de Cat Power (nombre artístico de Chan Marshall), particularmente el track "Colors and the Kids". Fueron muchos poemas, tantos que después armé el libro dejando un tercio por fuera. Siempre he pensado que fue trabajo de equipo pero en una sola dirección, Cat Power colaboró sin enterarse. Nunca más me pasó eso, esa escritura frenética, textos tras textos sin parar cada noche en el espacio de tres meses. No digo que fueran buenos, ese es otro tema, uno del que ni siquiera me corresponde hablar. La peor opinión de una obra es la del autor o autora, no hay que prestarle atención alguna. A lo sumo interpretarla en signo contrario, es muy probable que la obra sea todo lo contrario a lo que afirma el autor.
Los temas, el fondo si queremos ponernos corbata, eran los dos o tres de los que escribo siempre. La forma, en cambio, la dio aquella música que se reproducía en loop. Quiero decir la cadencia, el ritmo, incluso la atmósfera. Cuando elegí los textos que formaron el libro y valoraba títulos posibles supe que tanto le debían esos poemas a Cat Power que lo más honesto y justo era titularlo con su nombre.
Esto ya lo he contado varias veces, perdonen quienes tuvieron que escuchar al señor que repite siempre las mismas historias. La traje aquí porque en estos días estoy comprobando eso de que los libros (en este caso canciones, considerando las diferencias obvias, claro) tienen su fecha justa, su tiempo preciso. No se leen ni antes ni después.
Anteayer, sentado aquí frente a la compu, editando unos textos mientras de fondo sonaba un playlist aleatorio (mi protesta menos inofensiva que ridícula es usar Youtube Music) apareció "Murder Most Foul". Concentrado como estaba en la edición, no la noté hasta que a los dos o tres minutos de iniciada (dura 16 minutos y pico) eso que estaba sucediendo ahí en la canción se interpuso, se impuso mejor dicho, y exigió foco exclusivo. Había llegado su momento. El momento de conocernos, no antes, no después.
La primera vez, los dedos ya fuera del teclado, la escuché completa sin entender muy bien la letra, Dylan tiene su dicción particular. De todos modos, las canciones se levantan sobre los pilares de armonía y melodía, las palabras no son su componente central (si no habría cientos de miles de poemas universales adaptados a canción, y no es así). Esa primera pasada fue dejarme arrastrar por una letanía casi ininteligible transportada por la música sencilla y austera del piano, violín y una percusión, digamos, introvertida. Y, hay que decirlo, por la música de esa voz (eufonía) que enunciaba cosas que yo no descifraba. No fue menor presenciar a un Dylan que parecía guiñar un "por si creían que ya no cantaba".
La puse en repeat y las veces siguientes iba leyendo la letra conforme avanzaba la canción. Entendí de nuevo quién es este artista complicado, incómodo, enigmático, arrogante. Es todo eso y tal vez el artista que, en su territorio musical, ha tenido la suerte de componer más obras en estado de gracia. Lo primero que tuve que reconocer fue que sí, lo que canta gira alrededor del asesinato de John F. Kennedy, pero que lo juzgué muy rápido aquel marzo de 2020 porque el señor Robert Zimmerman está hablando siempre de otras cosas. Básicamente del nombre propio a la condición humana, sin solemnidad, lúcido, en contra de la ingenuidad o el “buenismo” al tiempo que profundamente vulnerable, desolado y agradecido con lo que hay que agradecer.
La narrativa de la historia política gringa no me conmueve en lo más mínimo. Me interesa pero no me conmueve. Lo contrario a la latinoamericana, por supuesto. Pero en esos 16 minutos y 56 segundos, "Murder Most Foul” me implica, me jala hacia adentro, me involucra, me lleva a la sala de los espejos.
La letra es parte del ADN de la música, y es algo que solo puedo definir como una voz en off. Una canción con voice-over ingrávido y atroz y otra vez ingrávido. Me sale decir que todo junto es una especie de coming-of-age al revés. No de un adulto que se hace niño, ese cliché demagógico y cursi por partes iguales; no, más bien el coming-of-age de un muerto que vuelve a mirar hacia la vida, hacia el mundo de los vivos, hacia este lugar, el nuestro (hasta nuevo aviso). "Snow is the afterlife” dice Dorothea Lasky en un poema que asocio ya como pariente de este tema. "Murder Most Foul” es realista y sensible a la vez, tanto que a pesar de los números rojos de la contabilidad final, enumera la música, canciones de otros músicos (Dylan homenajeando a colegas no es un dato cualquiera) en los pasajes balsámicos de sus casi 17 minutos. Como si dijera que la música es la parte buena de todo lo malo. La música toda. Ese ente o fenómeno o milagro o sustancia etérea superior que ha acompañado desde el inicio de los tiempos a una especie fallida.
La tengo en loop. Estamos trabajando en equipo.
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