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Esteban y Esteban

Esteban y Esteban

Les voy a contar algo que termina bien, digamos final feliz. Diría que es una historia de coincidencias, de cómo nacen vínculos. Estoy seguro de que ustedes tienen una similar. La detonaron dos eventos no simultáneos: el pasaje de una película y el anuncio de una obra de teatro.

Uno de los mejores cuentos de Jesus’ Son (1992), de Denis Johnson, se titula “Two Men”. Subrayo: uno de los mejores de un libro descomunal. Recordé el relato de Johnson mientras buscaba título para lo que vine a contarles. Me encanta ese atributo arcano de la literatura, uno está ocupado en cosas pequeñas, triviales, y aparece desde el fondo y llama con un gesto de mano y cabeza como diciendo, aquí estoy, aquello que leíste hace años no se fue nunca, mirá cómo respira, palpita y crece. O como si dijera, aquello que leíste es más grande que autores y lectores, está por encima del tiempo, tiene vida propia, decide adónde ir, decide dónde quedarse. En fin, recordar el título del cuento y levantarme para buscar el libro en la biblioteca de mi sala para releerlo fueron todas prácticamente una sola acción. Van a disculparme pero me siento obligado a compartirles el párrafo inicial (nadie vigilaba así que intervine un poco la traducción de Rodrigo Fresán):

Conocí al primero de los hombres cuando volvía a casa tras un baile en el Salón de Veteranos de Guerras en el Extranjero. Me sacaban del lugar mis dos buenos amigos. Había olvidado que ellos me habían acompañado, pero ahí estaban. Una vez más, volví a odiarlos. Los tres habíamos formado un grupo basado en un error, uno de esos malentendidos básicos que todavía no se había hecho del todo evidente, así que seguíamos juntos, íbamos a bares, conversábamos. Por lo general, estas falsas coaliciones morían después de un día o día y medio, pero esta ya duraba más de un año. Tiempo después, hirieron a uno de ellos cuando estábamos asaltando una farmacia y el otro y yo lo dejamos tirado y sangrando en la entrada trasera de un hospital, de modo que lo arrestaron y todo vínculo se disolvió. Pagamos su fianza más tarde, y todavía más tarde fueron retirados todos los cargos en su contra, pero habíamos abierto ya el pecho para mostrar nuestros corazones cobardes, y no es fácil seguir siendo amigos después de algo así.

De ahí en adelante solo sigue ascendiendo en una espiral de deriva, rencor y violencia común para quienes la sociedad deposita en el territorio del miedo y la marginación. Pero venía a hablar de otra cosa.

En diciembre de 1994 o 1995, tal vez 1993, no recuerdo bien, fui de mochilero a unas cuantas ciudades de Europa. El viaje obligado del buen salvaje autopercibido pequeñoburgués. Enterada de que iba a visitar a su hija, doña A. me pidió llevarle un encargo, misión que completaría al llegar al pueblo menos pequeño que discreto en los alrededores de Florencia donde estudiaba moda o algo similar. El encargo resultó ser una piña de tamales empacados al vacío. Italia era el último destino del itinerario; es decir, por tres semanas cargué en la mochila, envuelto en hojas de plátano, el corazón simbólico de, digamos, mi precolombinidad. 

Con la ventaja del tiempo, muchos años después entendí que sin formularlo conscientemente, necesitaba ese viaje (la distancia física y mental) para asumir una decisión que ya había tomado, un golpe de timón que, no cabía duda, mi entorno recibiría con alta resistencia. Ojo, nada de esto le quita lo del viaje obligado del buen salvaje autopercibido pequeñoburgués. 

En la era preinternet crucé el charco con las guías de ciudades de rigor (Michelin, por ejemplo), abrigo, guantes y bufanda prestados y hasta —ahora piezas de museo— un par de cheques de viajero. Una vez allí, me desplacé siempre en trenes: Madrid, Barcelona, París, Roma, Florencia, Empoli (destino de los tamales) y el regreso a Madrid vía Barcelona.

Aquí quería llegar: fuera de fragmentos nubosos, la esquina de un mueble de madera, el granito frío de los lavatorios, ventanas dobles (pieza exótica para toda criatura tropical), una almohada húmeda, las gradas innumerables que ascendían al hostal Montserrat de Barcelona, no recuerdo ninguno de los lugares donde pernocté, tampoco si en ellos tuve frío o insomnio o si me irritaba el ruido de los camarotes vecinos, tampoco recuerdo nada de lo que entonces me maravillaba por nuevo: dormir en los trayectos de trenes-cama. Nada, cero, vacío total. Como si no hubiera sucedido, como si el viaje fuera una ficción. 

Prácticamente todo el espacio de memoria del viaje está reservado para los hechos y derivados del hostal Le D’Artagnan, cerca de la estación Porte de Bagnolet, en París (estoy casi seguro de que así se llamaba). No al inmueble propiamente, aunque sí hay clips mentales cortos (esos recuerdos en movimiento) de la mesa larga del desayuno, los azulejos claros (celestes, creo), las paredes de madera del bar en el sótano. Pero más que eso, el peso de lo que quedó registrado en mi cabeza corresponde al vínculo de cercanía y complicidad particular, por potente a la vez que pasajero, que puede activarse en contextos así. No se da siempre, de hecho, no me pasó en ningún otro momento del viaje. No se puede planear ni calcular tampoco. Como la memoria, no opera a voluntad.

En todo caso, en Le D’Artagnan fui parte de una de esas típicas pandillas fugaces que duró lo que estuvimos en el hostal. Con una argentina, un chileno y un argentino armamos el cuarteto inseparable que deambuló por aquella ciudad con poca plata, cero responsabilidades y ciegos y sordos para lo que no fuera el presente absoluto, como las otras criaturas del reino animal. En esa parte del disco duro cerebral lo que siempre encuentro son risas, siestas, pain au jambon, vino barato, poses frente a cámaras analógicas, tabaco, una ciudad que funcionaba sin nosotros, o una ciudad que veíamos funcionar desde el lugar de observadores interplanetarios. Ahora que escribo, me viene la forma de ellos tres tirados en la zona verde de un parque una noche convertida en madrugada a la velocidad de la ficción. Los recuerdos aparecen bajo un brillo extraño, como ajenos y próximos a la vez. Me doy cuenta también de que no recuerdo la voz de ninguno.

De la pandilla, conecté más con el argentino, Esteban B. Alto, blanco, con anteojos de alta graduación y de una agilidad notable para el humor. Alguna noche en el bar del hostal, cruzada ya la frontera del joie de vivre, le conté que estudiaba Economía Agrícola (o que acaba de terminar, no logro precisarlo) pero que en realidad solo me interesaba leer, leerlo todo y, algún día, escribir, ser escritor. Esteban B. confesó que estudiaba Derecho como se esperaba en la familia pero que su sueño era ser actor. Si se le dedica un minuto de reflexión, es perturbador eso de recordar frases y pasajes de conversaciones del pasado y no tener registro alguno de la voz de las personas. 

En fin, una tarde nos despedimos los cuatro en la boca de la estación de metro Argentine y no nos vimos nunca más. Yo fui a Italia, llegué a Empoli y me liberé por fin de los tamales (en realidad, los agradecí al consumirlos la noche del 24 de diciembre). Una semana después estaba en San José.

Por un par de años, con Esteban B. mantuvimos contacto epistolar (sí, cartas a mano, sobre aéreo, estampillas, oficina de correos), recuerdo escribir Hurlingham en cada sobre que le dirigí y preguntarme cómo lo pronunciarían en su país, ¿con su fonética inglesa o la adaptación al castellano sudaca? Pero bueno, supongo que cada vez había menos que contar y nuestras conversaciones no daban para adaptarse a lo que, visto hoy, podemos llamar virtualidad rudimentaria. Nos perdimos el rastro para siempre, lo normal. Sí me acordaba medio segundo de Esteban B. cada que leía o escuchaba en alguna parte el nombre de su ciudad allá en el oeste del Gran Buenos Aires, Hurlingham.

Siempre es un término que nos queda grande. Nos queda grande siempre. El año pasado, en la fórmula sala-Netflix, mis hijas presenciaron mi salto de resorte-en-el-culo cuando reconocí a media película a Esteban B. en la superproducción La sociedad de la nieve, de J. A. Bayona. No entendieron nada  hasta que, terminada la peli, les conté la historia del mochilero, trenes, hostales, mi amigo de Hurlingham. Por afuera, un hombre de cierta edad le contaba anécdotas a sus hijas; por dentro, ese mismo hombre veía, en el bar del sótano de un hostal, a dos jóvenes que, sin saberlo, ya eran de alguna forma lo que temían no llegar a ser.

Me alegré muchísimo de ver a Esteban B. en la pantalla, ver al actor Esteban B. Y como suele suceder en estos casos, luego lo vi como parte del elenco de otras películas, celebré entonces lo que sugería ser una presencia importante de mi compa de Hurlingham en el cine de su país. Me gustó mucho su papel de coprotagonista en Los delincuentes de Rodrigo Moreno, largometraje en el que también participa brevemente el querido Fabián Casas.

Es justamente a Fabi a quien le debo el nexo con el segundo Esteban de esta historia, Esteban L. Hará un par de años que en la era pre-Musk de Twitter, con la conocida foto veraniega de libro, piernas y mar al fondo (todos la tenemos) me taggeó alguien que, por recomendación de Casas, leía un libro mío. En mi experiencia, se parte de que a nadie le interesa lo que uno hace, de modo que gestos así se reciben siempre con sorpresa y gratitud, sobre todo si vienen de una persona que no conocemos. El gesto desinteresado fue de Esteban L. Lo empecé a seguir como forma de agradecimiento y, de a poco, me enteré  de su don, su arte: actor de teatro, cine y televisión. Con el tiempo y ya en otra red social interactuamos con likes esporádicos. Esa forma rara, virtual, de “conocerse”. A la distancia, con acceso limitado a sus trabajos en cine (salvo El estudiante, El cuaderno de Tomy y El sistema Keops) fui viendo la escalada veloz de su carrera de actor. Películas, entrevistas, televisión, series. Qué bien, Esteban L. me decía mentalmente. Hoy, por su papel coprotagónico en una serie exitosa de Netflix (Envidiosa), amigos y muchas más amigas lo tienen, digámoslo así, muy presente. 

Llegamos. Días atrás el algoritmo me tiró el anuncio de Sombras, por supuesto, obra de la escritora y dramaturga argentina Romina Paula. La promoción de la misma está a cargo del elenco principal: Pilar Gamboa, Susana Pampín, ¡Esteban Bigliardi y Esteban Lamothe! Se conocen, pensé en voz alta y aguda solo en mi apartamento. De pronto, mi amigo perdido por más de 30 años estaba a menos de dos grados de separación. Claro, esto si me animaba a contactar a Esteban L. 

Se anticipa lo que vino, ¿cierto? Los detalles dan el tono: le escribí por privado a Esteban Lamothe, era la primera vez que le hablaba directamente, le conté la historia que leyeron ustedes más arriba, mochila, hostal de París, amistad con uno que le perdí rastro hace tres décadas hasta verlo en cine, promoción obra de teatro donde lo vi a él (Lamothe) y al otro él (Bigliardi). Como nunca lo había contactado personalmente y en sus redes tiene cientos de miles de followers, pensé que Esteban L., de hacerlo, respondería en un par de semanas. 

Sin embargo, Esteban L. contestó apenas unas horas después por mensaje de audio que celebré porque me habilitaba a hacer lo mismo y yo escribo lento en el celular, tengo dedos gordos, visión deteriorada y, en buena parte de la vida, una tendencia general al esfuerzo mínimo. En el audio agradeció la anécdota y señaló la coincidencia de que hacía poco, en una librería pequeña en Bariloche regentada por una poeta, había encontrado un libro mío "de una editorial chilena” (es el sello Overol) y que se lo había regalado a su novia. Me contó también que la amistad con Bigliardi viene de tiempo atrás, son parte de una compañía de teatro, trabajaron de meseros en Puerto Madero hace años. Cosas así. 

Un día después, en otro audio, confirmó haberle transmitido todo a Bigliardi, me compartió sus saludos, celebración y promesa de tratar de vernos si volvía a Buenos Aires. El ciclo, aleatorio pero ciclo al fin, se había cerrado. 

O más o menos. El martes anterior cayó del cielo la noticia de haber sido seleccionado para una residencia de escritura (REM) en el MALBA, voy para allá a finales de abril: somos tres amigos prontos a reunirnos. Estamos listos, no habrá heridos, vamos a asaltar una farmacia.

Dana

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