Dana
I
En 1994, mi preocupación principal era el álbum Panini del Mundial de Fútbol. Las mujeres, así en general, salvo intuiciones momentáneas, estaban todavía fuera de mi radar. Sin saberlo, y de manera lateral, se desarrolló una historia que con los años reconstruí a través de mis primos mayores, una historia que formaba parte de un mundo todavía extraño pues, en ese entonces, como decía, mi existencia giraba alrededor de la cancha de fútbol a la par de la escuela, la panadería con horno de barro y su exquisito aroma, el Super Nintendo y los X-Men. Paralelo a esto se desató un revuelo que pasó al lado de mi indiferencia infantil. Los hechos se daban quizás en alguna tarde perezosa que pasé frente al televisor o pateando con torpeza una bola en la susodicha plaza mientras la protagonista se movía por la urbanización con su sonrisa torcida, causando un embeleso para el que todavía estaba inmunizado.
Dana. Apellido judío tal vez, no lo recuerdo bien. Digamos Dana Kasman o Dana Kohan, no importa. Algún vuelo salido de Newark, escala en Miami, la trajo hasta San José, por improbable que parezca. Sin recordar las especificidades, voy a darle forma a la historia con un detalle realista: estudiante internacional de la Universidad de Costa Rica, un año de intercambio, clases de español, ese tipo de asuntos. La casa que la recibió era la de los Vargas, adinerados de la calle principal, un lugar mítico para nosotros, con esas rejas negras tan altas, el frente de unos 5 o 6 metros de profundidad sembrado de árboles, como si la casa estuviese pensada para verse siempre lejana, semioculta.
Allí fue donde recibieron a Dana porque uno de los hijos estaba en la universidad, el “playo”. Desde entonces sabíamos que era homosexual y así le decíamos, el “playo”, pues nos parecía una cosa de lo más sórdida. Claro está que mi comprensión del asunto en la cronología del presente relato era más bien incompleta, pero yo actuaba como si también me pareciese algo turbio. El otro hijo de los Vargas tenía unos 16 años. El hijo, por así decirle, “hetero”: un muchachillo enclenque, de pelo negro hasta los hombros, jorobado, ensimismado y no carente de cierto encanto nervioso. Es válido pensar que, en ese momento (hablamos del año de 1994) mientras yo completaba con diligencia el álbum Panini del mundial de fútbol celebrado en los Estados Unidos, el hijo menor de los Vargas era todavía virgen, e incluso es altamente dudoso que hubiese tenido siquiera un “aprete”, como solíamos decir. Este detalle es importante respecto a la aparición de Dana, que ya a estas alturas es una especie de mito con detalles cuya veracidad no vale la pena corroborar.
La gringa era en toda regla una postadolescente que cayó en un mundo de adolescentes, mundo al que tenía todo el derecho de mirar con sorna, en el peor de los casos, y lástima en el mejor. Su sociabilidad durante la estancia en el país parecía destinada a la universidad, guiada por el hermano mayor durante las primeras semanas, luego cada vez más independiente, pues era una muchacha, digámosle, atrevida, desenvuelta, que no tardó en conseguir ligues fugaces con galanes estudiantiles de poca monta. Casi un ritual obligatorio para una gringa en Costa Rica.
Inimaginables para mí en ese momento los días y noches de Dana en San Pedro, que solo puedo reconstruir con torpeza basado en experiencias posteriores, anécdotas y cierta idea quizás falsa de lo que fueron los años 90. Dana, en una acera frente a un bar extinto, pero todavía recordado con añoranza, fumando Derby suave, alguna canción de Caifanes o Café Tacvba sonando de fondo, jackets de mezclilla Guess, quizás algún puro de marihuana de pésima calidad. Su español al inicio algo macarrónico, después más y más acertado, siempre enrarecido por el imborrable acento gringo. Dana en taxis y buses por un San José con calles llenas de cráteres, el regreso a la urbanización de madrugada, algo ebria, quizás ligeramente pegada, conducida por sus galanes de poca monta en Toyotas de dos puertas, ella con una expresión enigmática, ligeramente irónica ante ese mundo de small town que la ha recibido sin hostilidad.
A veces, después de ir a la plaza, yo escuchaba a los más grandes hablar de la “gringa rica” con un tono de fascinación, pero también de ligero desdén, como si la única forma de lidiar con esa aparición extraña fuese poner una distancia burlona. Se supone que daba vueltas por la urbanización en bicicleta, vestida con shorts y una camiseta, en actitud más bien simpática, quien sabe si con algo de ingenuidad o como provocación deliberada. ¿Qué capacidad tendría yo ahora de reconstruir la psicología de la gringa? Pero algo habrá que hacer para darle forma al relato.
El soccer, Dana era una amante del soccer, se decía, y lo practicaba desde los 6 años, como era más o menos costumbre en los Estados Unidos, donde las mujeres juegan más al soccer que los varones, mientras el football, estúpido y malvado deporte, sería el de los varones. Eso o baseball y basketball. El fútbol o soccer, mejor fútbol, para deshacerme de la fea palabra en inglés, era una cosa de niñitas en New Jersey, de donde venía Dana, que nació a mediados de los 70 y por ende, tuvo una madre pionera en el muy gringo estereotipo de la soccer mom, esas madres jóvenes que no trabajan y se dedican a llevar a sus crías al entrenamiento de fútbol en una vagoneta y asisten a todos los partidos para hacer porras. Mujeres desdichadas, me gusta imaginar, para seguir en el territorio del estereotipo.
Puedo verlas en las gradas de la inmaculada cancha de la escuela con un maquillaje apenas discreto, atractivas, fumando y pensando en su época universitaria, luego la migración a los suburbios con casas idénticas, kilómetros y kilómetros de casas idénticas, un par de hijos, lo normal, lo sano. Los gringos tienen un nombre para eso, el “suburban sprawl” en el que las casas o casotas muchas veces, se expanden y se expanden cada vez más lejos del centro de las ciudades, abandonadas por varias décadas a lo que eufemísticamente llaman “minorities”.
La madre de los Vargas, ahora que lo pienso, pudo ser algo así como el equivalente latino de esas desdichadas soccer moms. Esa casa entre tétrica y fascinante, como si quisiera esconder algo, el matrimonio agriado desde hace tiempo, los baños de sol matinales sin brassier, la mirada algo neurasténica, el eterno semiocio propio de lo que en esos tiempos se estilaba llamar “señora de su casa”. Ya como adulto tampoco puedo descartar que la señora Vargas tuviese su atractivo, y que, joven como era relativamente en esa época, también formase parte de las fantasías de la muchachada. Pero no me la imaginaba haciendo porras de ningún tipo. Su estilo de ser madre era por decirlo de manera caritativa, relajado, bordando lo que podríamos llamar negligente. Los dos hijos, tanto el homosexual como el tímido, habían crecido asistidos por la empleada doméstica, que las pocas veces que entré en la casa hacía de presencia omnisciente, muy discreta y pequeñita pero siempre ahí, como si pudiese aparecer detrás de una puerta en cualquier momento. La señora Vargas estaba muchas veces sentada en el sofá, fumando, leyendo revistas, quizás también absorta en los baladones románticos que escuchaba por la radio. En algún momento Dana la calificó de “glamorosa” y el hijo mayor se rió mucho porque no encajaba a su madre con un calificativo tan rimbombante. Era difícil saber qué pensaba en verdad la gringa, despachaba a sus anfitriones ticos con adjetivos amables pero genéricos, así, la madre era “glamorous”, el papá “gentle”, el hijo mayor “flamboyant”, el hijo menor “painfully shy but lovely”. La gente, así en general, era “very kind”.
II
Una cantidad nada despreciable de varones universitarios afirmaron con el paso de los años haber tenido conocimiento carnal de la gringa, en cantidades que las limitaciones de tiempo y la más básica verosimilitud reflejaban como imposibles. No me extrañaría que en algún bar cercano a la Asamblea Legislativa, un cuarentón bastante pasado de sus mejores épocas esté alardeando, frente a una fila de botellas de cerveza vacías, sobre su conquista exótica de 1994, esa judía gringa, bajita y de ojos acaramelados, de una belleza delicada pero accesible y, que por supuesto, jamás vio en su vida, pero que decidió incorporar a su imaginario de conquistas falsas como si el mito de la gringa fuese un virus expandido entre la muchachada de aquella época, en que las evidencias fotográficas o de cualquier otro tipo eran escasas, y por eso mismo facilitaban muchas elaboraciones mitómanas.
Dana, me cuentan mis hermanos, era una joven experimentada, avispada (alguna palabra así utilizaron), al menos en comparación con los brutos de la urbanización y quizás los brutos de la Universidad de Costa Rica. Una crianza suburbana en New Jersey tampoco delataba un exceso de sofisticación, pero solo el hecho de ser extranjera y un tanto más lanzada que las modositas que pululaban por el país ya la hacía parecer el colmo de la modernidad yanqui. En los años 90, no se nos puede olvidar, los ticos iban a Miami o quizás a algún otro estado en el que visitaban a sus familiares mojados. La clase media podía aprovechar alguna beca, una maestría, un doctorado en alguna universidad con un campus inmaculado e inviernos brutales.
Pero solo lo más top de lo top, la rancia burguesía nacional, podía darse el lujo de largas estancias en San Francisco o Nueva York, de donde parece que no aprendieron gran cosa pues regresaron siendo igual de burros y con gustos culturales bastante rudimentarios; algunos armaron grupos para intentar sonar como Nirvana o Pearl Jam mezclados con las peores cosas del rock en español.
En algún momento conocí a una muchacha de alguna vieja fortuna cafetalera que se dedicó a ir a los famosos raves que se armaban en California, cuando el estado se consolidaba como la cuna del hippismo emprendedor posthumanista. Regresó casada con un chamán libertario y un gusto incorregible por algo que llamaba psy-trance, un estilo poco valorado por los aficionados más puristas del dance y que, con sus empalagosos arpegios, parecía alejarse por completo de las nobles raíces de la electrónica bailable: mezcla de modernidad europea con afro-futurismo estadounidense. La tipa esta me decía, al oír cualquier música que sonara vagamente electrónica, con el genérico pulso de cuatro por cuatro, “es como psy-trance” y yo le decía que sí, que era como psy-trance, sin ánimos de contradecirla.
Dana no sabía qué eran raves, mucho menos psy-trance, pero sabía de fútbol, al punto que seguía los resultados de la Copa Mundial celebrada en su país, con una tradición futbolística menos que ilustre y que en Latinoamérica recordábamos principalmente por los New York Cosmos, equipo crepuscular al que mitos como Pelé y Beckenbauer iban a retirarse. Dana por supuesto seguía al Team USA de manera antipática pero comprensible.
Después de la sorpresa de Italia 90, nuestro país no clasificó a ese mundial y se recuerda como un torneo anticlimático, soso. No así para mí, que estaba muy pequeño como para comprender la dimensión de lo que pasó en el 90 y seguí con fanatismo el torneo gringo, que extrañamente no recuerdo ahora más allá de la final, que me resultó interminable, con ese penal fallado por Baggio. Antes de eso la celebración de Bebeto, la fealdad redneck de Alexi Lalas, el autogol del colombiano, el test positivo de Maradona, cosas así, en forma de montaje incoherente.
También está el sol de junio de 1994. Todos estos recuerdos me aparecen hoy bañados por ese sol. La luz del pasado, me gusta decirle; algo que, como el mundial, regresa apenas con tintes fantasmagóricos. Ahora digo el sol de 1994 y me remite a algo intangiblemente perdido, que yo mismo a veces confundo con imágenes de películas y series televisivas. Calles en buen estado, aceras decentes, casas dignas, ni ostentosas ni pobres. ¿Eran de verdad mi infancia, o una mezcla de esos lugares con algún fragmento de California, huellas foráneas implantadas como recuerdos falsos? Imposible saber ya. Como todo lo que pasó alguna vez, va a ser fetichizado. Inevitablemente, esos en apariencia tranquilos meses regresan con una extraña nostalgia. Quizás el deseo de haber tenido unos cuantos años más para haber entendido mejor de qué se trataba todo el asunto de la gringa.
Por fuentes mayores a mí, queda claro que en algún punto Dana se aburrió del ambiente de la UCR, o al menos frecuentaba menos los lugares aledaños al campus. Eso dio como resultado más vueltas en bicicleta y, también, a partir de cierto momento, mejengas con los de la urbanización, tipos un poco menores, quizás de décimo o undécimo año de colegio.
Es altamente probable que la gringa llegara a la plaza con su excesiva autoconfianza o excesiva candidez, quién sabe, y pidiera jugar, ella que era más bien menuda pero, según cuentan, bastante ágil y rápida, al punto que se ganó el respeto entre la muchachada, que al inicio consideró una broma simpática que Dana jugara con ellos.
Ahora veo una bola elevándose al cielo en cámara lenta, un recuadro de cielo despejado y la bola que imagino sospechosamente limpia. Luego la cara de concentración de Dana, casi beatífica, un salto para cabecear y un choque de cabezas, con ese sonido extraño, más metálico que orgánico, un crac hueco, el pelo de la gringa yéndose por varias direcciones, la cara adolorida del adolescente que también esperaba cabecear el balón, shit dijo ella, fuckin hell, una sonrisa burlona y amarga al mismo tiempo, la posibilidad de una lesión cerebral por una intrascendente mejenga, la sensación de que se le va la luz durante unos segundos, los otros muchachillos mirando incrédulos. Pienso en secuelas de ese choque a futuro, una bomba de tiempo, una tragedia.
Con el paso de los meses, ¿cuánto tiempo habrá estado ella aquí? ¿seis meses? ¿Un año? no podría asegurarlo, la modorra de este país comenzó a exasperar a Dana, que ya había estado en varias playas, en la montaña, en cataratas y hasta en algunas de las cantinuchas más nefastas de la capital.
Este país a cualquiera termina exasperando; y más en los años 90, digo yo, desde mi autodesprecio predecible de vallecentralino. Al menos la exasperación es una interpretación posible. Otra es la confianza, la creciente familiaridad. Algo de eso llevó a que Dana comenzara a actuar como actuó en esos meses, según la leyenda lejana que se fue construyendo.
No iba a tardar que algunas viejas de la urbanización y algunas coetáneas también, porque hay de todo, empezaran a soltar cierto veneno frente a la que veían como una señorita de costumbres laxas, murmullos sobre “esa gringa” que andaba pavoneándose un poco ligerita de ropa, jugaba fútbol, fumaba marihuana, llegaba a veces de madrugada a la casa de los Vargas, donde vive esa señora rara que siempre las veía por encima del hombro y que, además, era borracha, pero de a callado, la mosquita muerta. Esa típica moralina de clase media que siempre tiene un delay respecto a los ricos, estos siempre un poco más libertinos y protegidos por la impunidad del dinero.
III
“Las Brumas” era un establecimiento infame que funcionaba como el bar más cercano a la urbanización, y al mismo tiempo como territorio vedado para la gente de bien. Era, digo, porque desde hace años lo botaron para hacer un mini súper chino. Y era lo que uno podría esperar: fotos añejadas de diferentes alineaciones de Saprissa y de la Selección Nacional colgadas en la pared, una higiene menos que óptima, pocas mesitas con manteles de cuadros y sillas rojas, la barra siempre incambiable, resistiendo los embates de las modas, los cambios sociológicos, el libre comercio y todo lo que pudiese llevar un mínimo tufo de modernización.
Un día, entre esa ranciedad, la gringa, una amiga de la universidad y el hermano mayor terminaron bebiendo Cacique con soda. Imagino el día como feliz, con la alegría pasajera de las transgresiones menores. No podían ser, según las habladurías, más de las 7 de la noche, y ya el trío estaba comportándose de manera errática.
Intentos de bailar salsa, miradas de borrachos empedernidos entre melancólicas y sorprendidas. Ver esa escena de bar universitario en una cantinucha debió de vivirse como una extraña aparición desde un mundo más lejano y vital, un mundo todavía blindado al fracaso.
Dicen que por ahí de las 8, quizás, ya con una cantidad difusa de tragos de Cacique encima, la gringa y la amiga se subieron a una mesa y burlonamente ensayaron una especie de striptease, bastante casto según testimonios, ante la mirada extrañada de los viejos habituales del bar que, de seguro, encontraron todo más cómico que erótico. Sin embargo, la anécdota se exageró al punto de hacerla pasar como un ridículo en donde supuestamente la extranjera había enseñado las tetas y después vomitó en el baño. Aquí es donde todo empieza a difuminarse, pero se tiene constancia de que el comportamiento de la gringa fue volviéndose cada vez más desinhibido.
En esta historia Francisco es una figura trágica. El grandulón de tan solo 17 años se tomó la atracción hacia Dana de forma mortalmente seria, como lo son muchas cosas banales cuando uno tiene esa edad. Nada de lo que sabíamos sobre Francisco nos pudo llevar a intuir un costado sensible o enamoradizo. Sus medidas desproporcionadas de “mamulón”, como se solía decir, le daban un aire de matón de colegio, alguien a quien perfectamente era posible imaginar agarrándose a golpes o metiendo la cabeza de algún niño de séptimo grado en la taza del baño como en una película gringa sobre high schoolers descontrolados. Los comentarios vulgares, despectivos, predecibles, abundaban en las conversaciones de los mayores que yo a veces espiaba con curiosidad incipiente, y Francisco era un ávido participante que prodigaba toda clase de sandeces y narraba improbables hazañas sexuales.
Al parecer, el pobre muchacho fue completamente dominado por el encanto de la gringa, que era un encanto algo distinto al que se podría asociar a esa mezcla de ingenuidad, arrogancia y exceso de confianza con el que se caracteriza a los gringos. Ya apunté, sí, cierto exceso de confianza, pero me faltó dejar claro un rasgo que podía desesperar a los varones adolescentes: el aire de “tener mundo” que Dana aprovechaba para aplicar un comportamiento sarcástico que oscilaba entre muestras repentinas de simpatía y momentos de distancia que se podían comprender a pesar de su no tan perfecto, aunque cada vez mejor, español. Con los 3 o 4 años que le podía llevar a los muchachos, y a pesar del fútbol y el aire despreocupado, Dana era, ante esos ojos inexperimentados, una mujer hecha y derecha.
Las habilidades futbolísticas no muy destacadas de Francisco fueron objeto de mofa para la gringa, que oscilaba entre un tono maternal y despectivo. Cada tiro fallido del adolescente era comentado con exagerada indignación y frases en inglés que casi ninguno entendía pero que sonaban hirientes: Come on you fucking pussy, grow some balls.
Quizás Dana se divertía más con esos semi-hombres que con sus galanes de la UCR, cuyo desarrollo neuronal era apenas un poco mayor que el de los adolescentes, con el punto negativo de que algunos hablaban de política como forma de impresionarla, una sandez que le aburría profundamente, como cuando la invitaron a un café en la Soda de Estudios Generales y el despistado muchacho le preguntó qué pensaba del IM-PE-RIA-LIS-MO.
Esa ligera condescendencia con la que podía actuar con sus menores fue quizás lo que trastornó a nuestro desdichado muchacho quien, en un error de cálculo bastante común, lo consideró una muestra de atracción, una forma velada de provocarlo que se despojaba de la lisonja y la aprobación explícita. O podría ser que desde un orgullo lastimado quisiese probar su valor seduciendo, aunque el concepto suene risible, a la gringa. Lamentablemente sus recursos de seducción eran bastante limitados. Francisco se aposentó cercano a la entrada de la casa de los Vargas, esperando un avistamiento de la gringa, del otro lado de la calle, haciendo una figura lamentable, con sus piernas largas estiradas sobre la acera y el caño, la mirada expectante ante ¿qué exactamente? Quizás una declaración abierta para la que no tenía ningún plan específico, ni siquiera algo similar a una articulación de palabras.
A partir de la tercera o cuarta noche en la que el adolescente se quedaba frente a la casa, Dana empezó a ponerse un poco alarmada, y prefería llegar escoltada por el hermano mayor de la familia. Incluso dejó de ir a la plaza, algo que de todas maneras iba perdiendo su gracia. A pesar de sus bravuconadas y sus historias lascivas, Francisco era un ser completamente inofensivo. Nada realmente iba a suceder más que una noche tras otra de indecisión inepta. La gringa, que era muy irónica pero tampoco una persona cruel, me gusta imaginar, decidió afrontarlo directamente, dejar las cosas claras. La escena la podemos imaginar como un plano general, con cierto distanciamiento, en el que Dana luce decididamente adulta, al menos en comparación a ese infante algo crecido que la espera. Además de adulta, se ve ligeramente conciliadora, como a veces podía serlo, expresando algunas frases suaves en su español ya menos macarrónico que antes; una mujer, a fin de cuentas, hecha y derecha, clausurando cualquier ambigüedad.
Desde ese plano general, como engaño al ojo o como realidad innegable, podemos decir que en la cara de Francisco se vio algo parecido a una lágrima, una lágrima bruta, inesperada quizás para él mismo, vivida como una mortificación inaceptable. Y es que las vidas interiores de esa muchachada eran y son enigmáticas, fuera del alcance incluso de mis habilidades fabuladoras o de la psicología más convencional. La oscilación a veces repentina entre la vulgaridad más absoluta y una sensibilidad casi infantil crean esas situaciones, en donde se aspira a algo con herramientas inadecuadas, como un asalto bancario hecho con pistolas de agua.
IV
La última gran obra de Dana durante su aparición inolvidable en esas vidas adolescentes se dio cuando, por razones misteriosas para nosotros, volcó su atención hacia el hijo menor de los Vargas.
El tono ligeramente maternal podía estar presente, no lo dudemos, pero también cierta conciencia de que podía darle un giro, si se quiere, más erótico a toda la situación. Al inicio el joven se describió de forma escueta como enclenque y tímido, por lo que podríamos considerarlo un personaje secundario o incluso un simple extra en el desarrollo de la historia. De ahí que resulte curioso cómo, casi por descarte, termina siendo el recipiente de la atención de nuestra fantaseada gringa. Eliminados los galanes de la universidad, eliminados los otros adolescentes de la urbanización, quedó el enclenque, de quien quizás percibía la gringa un aire poco amenazador que se juntaba con una desesperada inexperiencia.
Pienso ahora en el estúpido concepto del himen masculino, concepto sobre el que tal vez algún lacaniano haya teorizado. Tenía ya muchos años cuando me di cuenta que lo del himen era puro cuento, más años de lo que me gustaría confesar; es decir, ignoraba que no era la infalible prueba de virginidad que se representaba siempre en la ficción y cuyo rompimiento estaba acompañado de sangre, cuando en realidad la elusiva membrana puede romperse por montar a caballo y otro tipo de actividades físicas, a veces con la total ignorancia de la portadora del himen.
Pero el himen del hombre ¿que sería? Quizás algo que nunca deja de romperse, de la misma manera en que alguna vez escuché o leí que el hombre volvía a ser virgen cada vez que estaba a punto de acostarse con alguien, un estado que se renovaba constantemente en forma de maldición.
El joven Vargas estaba a punto, según se rumoraba, de iniciar la condena. Concluido el mundial de fútbol de 1994, cometidas las pequeñas transgresiones descritas anteriormente, Dana estaba lista para su golpe final, el cual resulta imposible saber si fue tramado desde su llegada o un acto impulsivo, producto del aburrimiento o de la búsqueda de una validación que ya había obtenido de sobra. El muchacho enclenque tenía algo que podía ser una ventaja que entonces le resultaba desconocida: era el que, aunque fuese por accidente, mostraba menos interés por la gringa, el que más por timidez paralizante que otra cosa ni siquiera intentó ganarse sus favores.
En esas tardes de ligero aburrimiento en el que empezaban a intensificarse las lluvias, Dana se quedaba el día entero en la casa de los Vargas, descuidando sus más bien simbólicas obligaciones universitarias, que de vez en cuando consistían en giras de fin de semana a zonas rurales, giras en las que no pasó mayor cosa memorable. Con el hijo menor, Dana se acostumbró a jugar Superstar Soccer, que emulaba el pasado mundial de fútbol y se prestaba para toda clase de movidas inverosímiles, anteriores al cada vez más chato realismo de los videojuegos deportivos. Ahí fue cuando Dana empezó a decirle lil’ brother con ese tono ambiguo entre la broma y el afecto sincero.
Se dio una transición del hermano mayor, confidente, guía y amigo de juergas, hacia el menor, tímido y sin demasiado mundo, pero dócil y fácil de convencer.
No es improbable que las lluvias constantes, monótonas e intensas, tengan un efecto en el ánimo que todavía no se ha estudiado lo suficiente. Todavía mayor puede ser el efecto en organismos jóvenes, precisamente los de este relato, que como hemos tenido la oportunidad de comprobar con el encierro forzado de la pandemia, se llevan mal con el tiempo excesivo bajo techo y de ahí que empiecen a sentirse como animales enjaulados. Dana era quizás un animal enjaulado que estaba retrocediendo hacia una adolescencia que había dejado atrás hace muy poco. Lo que pasaría después de ese paréntesis latino era opaco para ella, más allá de las peripecias que podrían generar dos o tres años restantes de college. Podría culparse por su último acto impulsivo a la insistencia de las gotas de lluvia sobre el techo de la casa, a su chirrido metálico y desesperante cada mes de octubre. Queda bien suponerlo así, como una explicación psicoclimatológica ante un acto del que solo ella (quien no está disponible para preguntarle) el menor de los Vargas, y quizás también su madre, desaparecida hace varios años, conocieron los pormenores.
Puedo imaginar esto ocurriendo un sábado, como ya dije, lluvioso, con caños desbordados de agua y basura, truenos, la cancha de fútbol convertida en un barreal inmundo, la gente resguardada en sus casas y la noche cayendo tempranísimo, como ocurre en los trópicos, una oscuridad total a las 6 de la tarde.
Dana podría estar dándose una ducha nocturna en el baño generalmente utilizado por los hermanos. El padre, como era costumbre, se encontraba fuera del país por “negocios”, el mayor en rumbo hacia algún bar gay del centro de San José, salida de la que se excusó la gringa. La madre estaba en la sala viendo televisión, pendiente de la cena que prepararía con desgano pues la omnipresente empleada tenía el sábado libre. Un día de pereza propicio a romperse con un acto más o menos inesperado en el que Dana estaba abusando de la buena fe que su carisma le había otorgado entre, al menos, los elementos masculinos del relato.
Cuando salió del baño, Dana era una mezcla de olores suaves: el champú con una reminiscencia hiper-artificial a la manzana, uno de esos desodorantes en spray que destruyeron la capa de ozono, alguna crema estadounidense cargada en su maleta y una camisa pequeña, puesta como sin pensarlo, con un descuido afectado, que a pesar de utilizarse varias veces mantenía algunos rastros de un perfume dulzón y juvenil que quizás ninguna mujer mayor de 25 años utilizaría. A la tela de la camisa se adherían también ligeros rastros de una transpiración leve pero no completamente imperceptible.
Estamos ya al borde de las 11 de la noche o en ese rango, según las muchas veces que años después contó esto el hijo menor, dividiendo las opiniones de la muchachada entre los que le creían y los que no. Su relato carecía de florituras y tenía la desventaja de estar contaminado por cierta autoconfianza impostada del tímido que intenta dejar de serlo. Pero hagamos de lado el relato del menor más allá de los detalles simples y así podemos volcarnos a especulaciones, que constituyen la mayor parte de la historia.
Ya establecimos que el menor para Dana era, no sin cierta sorna, su lil’ brother, y quién sabe los fantasmas psicosexuales que ella, carente de hermanos, arrastraba desde los suburbios de New Jersey hasta nuestras tierras, en donde legendariamente los habitantes de Norteamérica se desinhiben y luego culpan al calor, la lluvia, los insectos, el agua, la desbordante sensualidad latina o las bacterias estomacales.
Regresemos a las 11 de la noche o más tarde, a Dana con sus aromas de baño caminando en pasitos cortos, precavidos, hasta el cuarto del menor, a la camisa perfumada que se queda de camino, así como cualquier otra vestimenta. La puerta del cuarto del lil’ brother está entreabierta y podemos reconstruir la cara de horror del adolescente ante la figura de la gringa completamente desnuda, el pelo mojado y el gesto impertinente, dispuesta a meterse bajo sus sábanas, sin pedir un permiso que, a pesar de la estupefacción del muchacho, sabía que era innecesario. La gestualidad de la gringa, su casi omnipresente ironía, le daba a la escena un aire de farsa, como si estuviese haciendo una travesura que contaría a sus amigas con una mezcla de distanciamiento cool y jactancia. Era el otro lado del mito, su costado norteamericano, en donde lo idealizado y lejano sería aquel intento de suburbio josefino y ese grupo de adolescentes embrutecidos por una belleza que la gringa de antemano ya estaba resignada a considerar efímera.
El himen del menor de los Vargas se rompió esa noche para volver a restituirse e iniciar su tortuoso camino por el mundo, según el relato del susodicho, rechazado por algunos como una hipérbole, en donde era más creíble, según lo que se sabía de la gringa, que todo no fuese más que una provocación ante la timidez paralizante del muchacho. No lo sabremos, de la misma forma en que no sabremos si en algún momento la madre, aquella calificada por Dana de “glamorosa”, se asomó entre la puerta entreabierta del cuarto con su mirada tristona, haciendo un breve contacto visual con la joven, y dándose la vuelta avergonzada de inmediato, pero otorgando su aprobación tácita, pues el corto tiempo que restaba de convivencia entre la familia y la estadounidense fue de una amabilidad intachable. Todo pudo ser distinto y una reacción menos indiferente le hubiese traído a la gringa consecuencias disciplinarias que quizás en el momento de su seducción impulsiva ni le pasaron por la mente.
Después desaparece y deja esta leyenda entre cierta generación que hoy empieza su decrepitud. Nunca más una carta, un intento de reconexión mediante posteriores redes sociales ni, que se sepa, ningún regreso al país. Solo una idea, la idea de “la gringa”, que para mí fue solamente algo que sucedió, como decía al principio, de manera lateral a mis intereses pueriles. Hay decenas de Danas posibles que me gusta imaginar ahora, la antropóloga en el sur de México, la soccer mom bien casada, la que sufrió tiempo después las secuelas de una contusión. Tantas Danas, una tan real como la otra, y que apenas se cierre esta frase se desvanecerán por completo pues solo existen en los murmullos que dejo aquí escritos.
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