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1924: muere Lenin. Muere Lenin, y Maiakovski escribe. Muere Lenin, y Maiakovski canta. Verto filma, Manizer esculpe, Maiakovski canta: ha muerto Lenin. Se enfermó y se murió ese Vladimir: se le acabó, por así decir, el futuro. Y este otro Vladimir, el poeta, el futurista, compuso en versos un futuro para él: un legado y una inmortalidad, una continuación y un para siempre.

Epitafio o elegía, epopeya o réquiem. Donde había un hombre de acción, ahora hay otro hombre, que escribe; donde había un hombre, ahora hay palabras, un largo poema de Vladimir Maiakovski llamado «Vladimir Ilich Lenin». Esas palabras no pueden sino decir, a un mismo tiempo, su potencia y su impotencia: quieren ser, y acaso serán, definitivas; puede que tan definitivas como el propio Lenin. Pero existen porque existe una falta, existen porque Lenin ha muerto, porque Lenin ha muerto, porque Lenin no existe más.

Se suceden las palabras, en potencia e impotencia; son poesía. Evocan esas otras palabras, las políticas, las de Lenin. Maiakovski escribe así: «Yo conocí a un obrero./ Era un analfabeto,/ no había visto/ jamás la cartilla./ Pero oyó/ hablar a Lenin,/ y lo comprendió/ todo enseguida». Y escribe así, un poco después: «Para sus palabras,/ el terreno es el más apropiado:/ caen como la semilla/ y, al instante,/ en acciones germinan». El obrero analfabeto, primero, y el terreno más apropiado, después, se disponen en un «al instante». La palabra Lenin es instantánea, es eficaz, es inmediata. Produce conciencia y produce acciones: es conciencia y es acción.

La literatura, en cambio, por su parte, incluso la revolucionaria, la de agitación, la de compromiso, ¿qué otra cosa es, sino espera? Nada mejor que su voluntad de incitación para probarlo, para poner en evidencia la ineluctable dilación de su condición mediatizada. György Lukácks dirá «realismo», Bertolt Brecht, «distanciamiento», Jean-Paul Sartre, «situación»: para todos será evidente, a sabiendas o a su pesar, que, como diría más adelante Adorno, «nada de lo social en arte es inmediato ni aun cuando lo pretenda». Meditaciones: la conciencia, las formas artísticas, la institución-arte, las propias palabras, no expresarán otra cosa que eso: la imposible inmediatez, o lo imposible de la inmediatez, precisamente porque se fundan en esa ambición tan enorme: ser impulso para el paso a la acción, traspasar desde el lenguaje hacia la plenitud de la revolución política.

Nada de lo social en arte es inmediato, en efecto. Maiakovski, poeta y vanguardista, evoca con sus palabras a esas otras palabras, las de Lenin. Lenin habla y el obrero, que no lee, comprende «todo enseguida»; Lenin y habla y sus palabras suscitan acciones «al instante». De entre tantas hazañas de Lenin, son estas, las verbales, las que Maiakovski canta con un fervor particular. Porque sus palabras en los versos se disponen para decir lo que ellas mismas no pueden hacer. O para decir que su decir no es exactamente un hacer.

¿Y qué implica, a todo esto, que Lenin, en su enfermedad terminal, perdiera, como perdió, su capacidad de habla? ¿Y qué implica, a todo esto, que Maiakovski, en abril de 1930, tomara un arma, como la tomó, para pegarse un tiro en el pecho? Las palabras de Lenin y las palabras de Maiakovski se acercan y se apartan, difieren y se evocan, se restan y se completan, se agregan y se quitan, se aúnan y se bifurcan, entablan su correlato, se leen unas en otras, trastornan sus respectivos mundos. Pero tanto más se trastornan, superpuestos o divergentes, extremos y absolutos, cercanos en la historia, la afasia de Lenin y el suicidio de Maiakovski.

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Texto incluido en 1917. © Ediciones Godot, 2017. Todos los derechos reservados.

Fotografía de Karl Karlovich Bulla.

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