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Osvaldo Lamborghini: romántico

Osvaldo Lamborghini: romántico

(El autosabotaje: fragmentos)

...sólo quedó fijado eternamente en la etapa del vagido. 
Si asume ese idiolecto hasta la decrepitud
(los románticos morían a los 20 años, Lamborghini murió anciano, a los 45) 
lo hace con la vieja autoridad del noble sabio suicida. 

Hector Libertella.

César Aira se preguntó: «¿cómo se puede escribir tan bien?», y Strafacce «¿cómo es la vida de un hombre que escribe así?». Pero a esto habría que sumar: «¿es posible esta escritura?». No tomar pues la escritura como objeto dado o como una totalidad, sino como la fragmentación progresiva y póstuma que es. Osvaldo Lamborghini –romántico, gauchesco, histriónico, perfecto hasta la náusea– es vector de una escritura en la cual el lenguaje está llevado al éxtasis y, en ese sentido, nada puede ser sustraído, niega todo discurso crítico: la escritura está plasmada en el cielo de la página con tal violencia que se fija de una vez por todas.

Que sepamos, Lamborghini no estaba loco de cepa, pero su artificio fue tan retorcido como para hacer de la locura «una segunda juventud». Ahí cuando el intertexto simula abrir la posibilidad del comentario, es porque esa escritura se burla por anticipado del comentarista. Pero tampoco se le puede transcribir, es decir; no puede haber un Pierre Menard autor de El Fiord, pues: «Aquel que cometa un error de imprenta habría, habrá que imprimirle las palabras al espiedo. Fuego lento en su lenta carne equivocada». No se puede entonces comenzar por la naturaleza de una escritura que es todo menos natural y que exige ser pensada en lapsus, lagunas y fragmentos, allí donde la teoría se presta al riesgoso juego de la ficción.

La ironía lamborghínea es algo así como una ironía rastrera. Donde los románticos hablaron de una ironía divina –soplo que irrumpe a cada instante en los grandes poemas–, Lamborghini se trae abajo ese hálito y lo inserta en la boca del áspid. La ironía lamborghínea es una ironía del cuerpo sin ser aún parodia, pues la parodia vendrá luego. Pero ¿qué quiere decir una ironía del cuerpo? Hay que dejar en claro que la ironía divina no deja de insistir, sino que esta es llevada en un paseo por el lodo; Lamborghini ensucia el ala del ángel romántico sin exterminar al ángel, para que su caída se sienta en el cielo. El ingenio rutilante, el Witz romántico, es transfigurado en alcohol de la Comarca: el Gomsterffi o Woms terfítz que beben los personajes en Tadeys. El geniecillo vuelto a embotellar y la inspiración degradada a «una diamantina de gin o ginebra». El acto de ensuciar, de sacar la jeta en la cruda realidad de una escritura que comienza con el desmadre y acaba pariendo una especie ficticia. Lamborghini se juega entero en esa tensión, a veces su pluma alza vuelo e inmediatamente él mismo la somete a tierra: el vértigo de esa escritura es entre lo absoluto y lo mundanal, entre lo divino y lo bestial

Pero ¿cómo puede haber lo mundano en una escritura así? Lo mundano irremediablemente se atenúa en virtud de la escritura y alcanza el estatuto de un órgano metafórico. Mientras Lamborghini quiere ser el más desaforado realista, la escritura le quita peso a la experiencia, les quita peso a los personajes. Toda escritura reniega de su corporalidad verbal y muerde la mano que escribe. La ficción le juega a Lamborghini una trampa, El Fiord es «la matriz rota», pero esa fractura no se siente realmente y deseando ser realista acaba siempre en el medio neutro de la letra. Nadie mejor que Schlegel para hacer patente lo que Lamborghini padece en su escritura: «Como sátira comienza con la absoluta diferencia de lo ideal y lo real, flota como una elegía en el medio y termina como un idilio con la absoluta identidad de ambos». (Athenaeum). Realizado el debido palimpsesto, diríamos: «Como parodia comienza con la más sucia realidad, se purifica en el medio de la escritura y termina como un desidilio en la absoluta ficción». La escritura matiza aquello que Lamborghini quiere mostrar en toda su crudeza: la violencia escatológica del parto en El Fiord aparece como una escena que flota y comienza un despegue hacia la trementina ficción. 

Lamborghini escribe siempre «pegado a la muerte interminable», variación radical de lo confesado por Altazor en su primer Canto: «Voy por la vida pegado a mi muerte». La existencia implica estar envuelto en una «paz apocalíptica», la finitud está presente cada vez que se comienza y se trata justamente de eso: del eterno comienzo. En La Mañana habita una tensión rítmica irrefrenable: cada vez que el significado parece va a concretarse, el ritmo hace su viraje de modo que la lectura brinda una sensación de estafa poética. El sentido se mantiene por la fricción entre el «inicio» y el «final» de lo escrito. En otras palabras, si el relato comienza con un salvaje azotado, este concluye diciendo: «Pero ya se acaba. Por más afines y desafines, por más que trompo en vez de sacramento, lo habían azotado hasta matarlo. O cuasi». Lo que sucede entre el primer y el último latigazo del salvaje es un crujido rítmico de la lengua, una serie de pasajes que son los «colores de la matanza»: destellos, gamas, sonidos, posturas, heridas y nunca significados. No hay significados porque en realidad el salvaje no muere, sino que persiste moribundo, no hay cierre, y por eso el «O cuasi», de ese modo el sentido se desborda y no llena ninguna expectativa. Lirismo puro: «pegado a la muerte interminable». 

Hablemos del cambio de sexo. La mayor frustración romántica, la imposibilidad de mezclar en la novela orgánicamente los géneros y fundamentalmente los órdenes –poesía y prosa– es disuelta en Lamborghini mediante un giro silencioso. La operación es el tajo de la prosa y la reversión del poema. Lo que naturalmente era prosa artificialmente es convertido en poema y lo que naturalmente era poema es convertido artificialmente en prosa. El espacio de la prosa en su devenir tiempo del poema instaura un abismo solar, y viceversa. El tajo es entonces una operación sobre el cuerpo de lo real sintáctico. El corte sobre el cuerpo de la prosa acuchillada justo en los silencios, en los blancos. Esa prosa rebanada deviene poema, pero ese orden, esa versificación violenta de la prosa a fuerza de artificio, «es una desgracia pasajera». La prosa es la negra ceremonia de disponer un cuerpo para el sacrificio, pero una vez la sangre corre, no se puede revertir, y aún así se revierte, se rearma ese cuerpo desnaturalizado ante el anhelo de la prosa, su compacto trabamiento, su ausencia de bordes dentados. La prosa sacrificada es «el clavel del aire», lo irrecuperable e intangible, lo que se sale de las manos: «Oh prosa. Cómo te extraño. Y cómo, cómo es de negra tu ceremonia. Yo te quise, yo te quiero, más no siempre te querré: salida de mi abrazo, ingrato, ya no te querré». De hecho, es en el acto mismo de inscribir que se la extraña, es decir, se la torna ajena. La prosa se fuga del poder y, allí, ni prosa, ni poesía, ni voz media: hermafroditismo del verbo, carne tironeada, jirones y jirones de ese cuerpo salvaje que se rehúsa a comunicar y es insoportable en su incomprensión.

El aristócrata-proletario-homosexualmente-falso que fue Lamborghini, ya convertido en personaje de su obra, marqués y niño humillado, se aleja del desmadre que es El Fiord y emprende una huida hacia adelante. La forma que adquiere su escritura en Sebregondi Retrocede no es la del fragmento especulativo al modo romántico, sino la del fragmento de ficción: relatos amputados como lepra, restos dejados por la incontinencia y aún así acabados, se podría decir, acabados hasta la ironía (y en el doble sentido del acabamiento). La «pequeña vida truncada» de unos cuantos personajes que apenas simulan una parte del cuerpo, que apenas muestran el interior de su manga. La manera de abordar la vida de los personajes es aquella del atraco, un asalto al lector: primero se mencionan unos detalles suculentos («una flor ficticia en la solapa»), se envuelve al personaje en «el humo de sus creencias», se le permite decir una temeridad («—ya no hay poesía que me espante») y se le acuesta a ver «el cielo raso». La flor es ficticia, la fe de humo, la poesía un arte obsoleto y el cielo, raso. Un personaje hecho pedazos y no sólo pedazos de personaje. 

Tal vez la mejor definición de estilo que haya escuchado nunca la esboza Gilles Deleuze en una entrevista. El estilo, decía, es excavar una lengua extraña en la lengua y llevar el lenguaje a un límite musical, una deformación donde la lengua vibre. Ahora, si aquello que escapa al Sistema es la existencia en su singularidad, su modo de expresión, es decir, su estilo, Lamborghini es por excelencia un corruptor de sistemas. Esto no se ha dicho menos, Lamborghini no hace sistema, no hace método, no hace Literatura, sino que deshace la literatura «a solas con el estilo». Muy pocos escritores logran hacer del destello una constante, ya los románticos identificaban el juego de palabras con la mística: «El juego de palabras es la aparición, el relámpago externo de la fantasía. De ahí… lo parecido del juego de palabras a la mística» (Schlegel citado por Benjamin). El juego de palabras es en Lamborghini una mística del grafo, la máxima atención a la letra. Algo así le recrimina el Doctor a su amigo en La idea fija de Valéry: «una exagerada sensibilidad respecto a las palabras», que da rienda suelta a la metonimia y permite alcanzar ese entusiasmo por el lenguaje en el cual se habla por hablar: guiño final de Lamborghini al monólogo de Novalis: «Empezar a comprender, al fin, que se habla por hablar...» (La intriga). En ese hablar por hablar (que no es la habladuría), sino una extraña palabra plena, Lamborghini accede a un Witz sostenido, es decir, logra que el relámpago del ingenio poético no se reduzca a un destello, sino que persista en el posterior estruendo y más allá. Y si esto parece una cuestión volitiva, no lo es, pues se trata de una escritura que ya se corre por su cuenta, de un pensamiento que tortura a su pensador hasta convertirse en otro… 

Hace unos años, mientras escribía un ensayo sobre Lamborghini, apareció algo a lo que no sabía cómo llamarlo, pues no es ni un concepto, ni un tropo: el autosabotaje. Ahora veo que ese autosabotaje, que yo tomaba por paródico, es en realidad una extraña forma de la ironía, tal vez la ironía en su forma última (acabada). Pero una ironía que no tiene como efecto el reforzamiento del Sujeto, sino todo lo contrario: efectúa su desmantelamiento, lo muestra como criatura débil e imposible, aun sin disolverlo en la risa. Paul de Man ha mostrado cómo el discurso literario se distingue de entre la maraña textual, pues en efecto existe una distinción real entre discursos: esa entre la literatura entendida como ficción y el resto. La literatura conoce la imposibilidad de que signo y significado coincidan: «es la única forma de lenguaje que se halla libre del principio falaz de la expresión no mediatizada». Para De Man, la literatura opera como autodeconstrucción, pues no necesita que nadie desmitifique su supuesto privilegio de hacer coincidir signo y significado, sino que ella se desmitifica por anticipado. El autosabotaje lamborghíneo no es otra cosa que un dispositivo irónico que irrumpe a cada instante destruyendo y paralizando la forma con el fin de recordar al lector que lo que tiene entre manos es una ficción, un artificio extremo de la lengua en el cual no cabe la verdad, sino que expulsa a la verdad a cada instante; por tanto, expulsa toda clase de Sujeto (Autor o Lector). 

A diferencia de la ironía material de los románticos, el autosabotaje no consiste en destruir cada momento discreto de la Obra mediante un alejamiento y superioridad del Sujeto ante cada uno de sus productos. El autosabotaje parece estar más cercano a la ironía formal: «el intento paradójico de construir el edificio mediante una de-construcción del mismo (am Gebilde noch durch Ab-bruch zu bauden), y de este modo demostrar la relación de la obra con la idea dentro de la obra misma» (Benjamin citado por De Man). El problema parece estar en la ausencia de Idea, de modo que la obra, una vez destruida su forma ilusoria, no tiene con qué relacionarse; la Idea no la salva, no la torna «indestructible». Mientras el romántico tenía su Idea, Lamborghini habita en el apocalipsis de lo real: «esto que se extiende se llama desierto». Y ante esa constatación, el sujeto irremediablemente vuelve a ser un problema: si la obra no progresa hacia ningún Absoluto y tampoco es un momento discreto destruido por el poder del Sujeto, se aparece en el medio de ambas imposibilidades un sujetillo débil que no puede ni destruir reforzándose, ni disolverse en la esperanza del Absoluto: un sujeto al que solo le queda el estilo –el estilo en el umbral de la fuga–. Ese sujeto es el sujeto que escribe entre el Sujeto que habla y la subjetividad sin sujeto. Una posición aberrante, una suerte de centro miserable que se presta al desplazamiento indefinido: «Uno escribe en función de los textos que ha leído —dice Lamborghini— lo que uno ha leído actúa como sobredeterminación. La vida es un texto, que es una sobredeterminación mayor». Esa sobredeterminación lleva al sujeto que escribe a ya no saber ni quién habla ni por qué habla, y entonces nuevamente se trata del hablar por hablar, escribir es hablar por hablar, soltar al habla pero a costas de perder el cuerpo, perder la voz, perderlo todo, sin poderse perder uno mismo por completo. Más aún, bajo cada inscripción se escucha la borradura de voz que insiste en firmar, que insiste en contar secretamente su secreto –como si el sólo hecho de escribir «mi secreto» no bastara para destazar a su portador–. Del sujeto realmente queda una migaja. De allí la rabia de Lamborghini por reclamar su pulso como suyo. Pero ese sujeto residual, ambivalente y plástico de la escritura, permite operaciones como el cambio de sexo, la identificación falsa, el disfraz, la venta de su verdad como mentira y, en fin, el autosabotaje de desnudarse como histrión moribundo. Y en ese movimiento se produce un campo en el cual el Lector tampoco puede reforzarse como Sujeto (ni disolverse), sino que se convierte en chivo expiatorio de una escritura que lo debilita y lo moldea, que lo hace sufrir con placer y lo pervierte a su antojo.

Toda la parodia política, los Sujetos parodiados, no son más que una cuestión de superficie, pues por debajo de esas fachas corre el brote silencioso de la ironía; un juego a nivel de lo real sintáctico. La parodia es aquello que se ve, lo latente, lo capturable mediante esa lectura que quiere ver en la página un espejo. Sin embargo, nos inclinamos a creer que es la ironía, bajo la marca del autosabotaje, aquello que mejor nos puede aproximar a esta escritura. La contradicción es clara, si la ironía es lo incapturable y el brote silencioso (altisonancias cotidianas),  ¿cómo pretendemos hacer de ella un rasgo definitorio? La respuesta es que no pretendemos nada, estamos únicamente dando vueltas en torno a algo que se nos escapa, caminamos con un puñado de palabras en mano y las arrojamos como granadas a un campo de batalla ficticio, donde el riesgo de morir no es otro que el riesgo de haber dicho sin poder: de haber sucumbido con delicia en la trampa y la sor-presa. Inscrito esto, citemos a Kierkegaard: «...podría parecer que la ironía es la burla, la sátira, el ridículo, etc. [la parodia]. Es natural que se parezca a estas cosas, puesto que también ella presta atención a lo vano; pero se retracta en el momento en que va a hacer su observación, puesto que no aniquila lo vano, puesto que no es lo que la justicia correctiva sería con respecto a lo vacío, ni tiene el carácter reconciliador de lo cómico, sino que confirma más bien lo vano; en su vanidad, hace que lo erróneo resulte aún más erróneo. Esto es lo que podría llamarse el intento de la ironía por mediar los momentos discretos, no en una unidad superior, sino en una locura superior». ¡Aquí! habría que saber detenernos, dejar la cita flotando como si se tratase de un programa que en retrospectiva lo enuncia todo, un manifiesto condensado que nos dejaría ya sin nada que agregar. Por tanto, nos fragmentamos, pero no sin antes haber sombreado unos extractos. 


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