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Raval pandémico

Raval pandémico

Esquina: avenida de les Drassanes con carrer Nou de la Rambla. Domingo 22 de noviembre, 6:56 p. m. - 7:56 p. m.

Esquina elegida al azar, solo buscaba una banca para saciar un ataque de hambre. Pasé la tarde en Barceloneta, viendo partidos de volley (ver y no jugar, porque hace un mes me quebré un dedo justo aquí recibiendo un balón). Un cielo despejado, celeste uniforme, como salido del tarrito de Paint, el sol dándonos de lleno pero a unos 13 grados, la arena enfriándose, humedeciéndose con el paso de las horas. No tiene sentido, pero es uno de los clichés que tengo del primer mundo: playa con abrigo, una escena de Laguna Beach.

Cuando ya el frío inquietaba, Stefania me invitó a cenar a su casa. Haría un risotto de setas. Pero le dije que hoy quería obligarme a comenzar este despropósito, dejar de posponerlo como pospongo todo. Quería retomar un ejercicio que hace algunos años practicaba en San José: sentarme una hora en una esquina y anotar lo que veía o creía ver. Y así comienzo a caminar hacia el Raval, avanzo a lo largo del puerto y al llegar a Colón me encamino por la avenida de les Drassanes, solitaria ya a esa hora. El hambre, muchísima, me hace doblar en la esquina con carrer Nou de la Rambla, en dirección al olor a tomate que desprende ese bullicioso local llamado Circus, con su vitrina de pizzas gigantes, algo célebres y que aún no he probado. Con dos slices en mi poder (margarita y bacon), me devuelvo a la esquina, no sin antes hacer parada estratégica en Carrefour (dos birras), y me siento en una de las sillas de la plaza de Pere Coromines. Una placita sin alma, bancas sobre concreto, nada de jardines ni fuentes. ¿Qué pensará Coromines desde el más allá viendo este triste homenaje? En la calle de enfrente, un restaurante hindú al lado del bar Hollywood. Recuerdo que una vez leí que en el Raval se hablan unas sesenta lenguas.

¿Qué me encuentro en la plaza? No gran cosa. Una pareja que también come pizza de Circus mientras él, español, le enseña a ella, ¿japonesa?, castellano. «Tu-pi-zza-es-tá-pi-can-te». Ha de ser una cita de Tinder, como las muchas que se ven por estos días en la ciudad. Sería divertido tener una cita de Tinder y jugar a encontrar citas de Tinder y ponerles diálogos. ¿Y qué más? Niños jugando, perros paseando con sus amos… En una pared, pancartas con mensajes que parecen negar el covid o al menos criticar las restricciones. Debería acercarme a leerlas, pero mi curiosidad yace enterrada bajo la caja de pizza en mi regazo.

Cada mordisco es una maniobra de alto riesgo: bajarme la mascarilla, cuidar que no se me caiga la caja de la pizza ni se riegue la birra, y sobre todo, vigilar que no haya ningún policía, muy usuales en esta zona. Renuncié al risotto casero de mi amiga italiana por venir a hacer esto, por convertirme en un delincuente que apura unos pedazos de pizza al aire libre. ¿Es esto amor al arte? Me imagino un meme de perritos: «policías antes del covid / policías durante el covid». A la izquierda, el perrito fuerte: «Suelte el puñal y deme la droga»; a la derecha, el perrito débil: «Guarda la pizza o te multo :(».

Acabada la pizza, me llama mi padre desde Costa Rica. Llevamos dos semanas sin hablar. Me cuenta que salió a caminar un par de horas con don Carlos, el vecino del piso de arriba, por Villas de Ayarco, llegaron al Walmart y luego subieron por calle vieja. La imagen se dibuja en mi mente: mi padre, largo como es y con su caminar algo renqueante, subiendo la cuesta al lado de las torres del ICE, parando quizá por una pipa fresca en la verdulería antes de iniciar el descenso hasta casa. Me pregunta cómo está el covid por estos rumbos. Le digo que todo bien, que mañana reabren bares y restaurantes. Me dice que va a cocinar arroz con pollo para el almuerzo. Me pregunta dónde estoy, qué hago. Le digo que me vine a sentar en un parque a comer pizza. Me pregunta a qué distancia estoy de la casa. Le digo que a unos 15 minutos en bici. ¿Qué se imaginará? Estas conversaciones cambiarán cuando él finalmente pueda visitarme y conocer Barcelona, cuando tengamos una cartografía en común. Le diría, por ejemplo: «Me vine a comer una pizza en una placilla del Raval, aquel barrio donde nos mandamos aquel kebab buenísimo, ¿se acuerda?». Nos despedimos. Le recuerdo que Luis –su hijo, mi hermano– cumple años hoy. Me agradece el recordatorio. Duración de la llamada: tres minutos con cincuenta segundos.

A las 7:24, un perro ejemplar, pelo café, lustroso, lleno de energía, irrumpe en la plaza y, sin indicación de su amo, a quien ni siquiera localizo, da un brinco para subirse a una maceta y orinar en la tierra en lugar de hacerlo sobre el concreto. Con la reapertura de bares acabará la pesadilla de encontrar dónde liberarse si surgen ganas cuando uno está en la calle, con cañas en un parque o en la playa. Me emociono de pensarlo.

A las 7:36 Spotify me tira Shark Smile, de Big Thief, y me inyecto un toque. «Me inyecto un toque». Me da risa la expresión. ¿Cómo la neutralizaría hablando con mis amigos de aquí? A veces cansa estarse traduciendo. Con Big Thief se me vienen imágenes amplias de los seis meses que viví en el Raval, cómo disfrutaba caminarlo por las noches. Sentarme a ver a los skaters, ojear novedades en La Central, vermús en la Montse, pelis en la Filmoteca, tipos susurrándote al oído su catálogo de drogas. La palabra pandemia solo se escuchaba en boca de los guías turísticos cuando hablaban de la peste negra.

El tiempo se acaba, 7:56 p. m. Del hambre pasé a la nostalgia. Busco una playlist que se adapte al estado mental y camino tranquilo a casa. Es temprano, hoy no debo correr para evitar el toque de queda.

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