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Vainilla

Vainilla

En la mañana, dos cápsulas de Xeloda (capecitabina), una tableta de sulfato de morfina 30 mg, una cápsula de Blopress (candesartán cilexetilo) 8 mg y una cápsula de Prozac (fluoxetina) 20 mg. Antes de almuerzo, metformina 500 mg. En la noche, una cápsula de clonazepam 2 mg y media cápsula de quetiapina 25 mg.

Cada vez que voy a la refri para sacar el cuarto de pinta de helados de vainilla, me topo con esa tabla de Excel. Es lo primero que hago cuando visito: entro directo a la cocina, busco una cuchara, voy a la refri, abro una de las puertas verticales, saco el cuarto de pinta de helados, como directo del envase mientras repaso el cóctel químico que le recetaron los científicos.

Es un misterio lo de los helados. Siempre hay. Algo en el fondo del cerebro, un lugar ahí adentro, cruzado por tejidos y minúsculas descargas eléctricas, mantiene encendido el motor del Orden Doméstico. Ni la bruma química que la separa de casi todo (de nosotros, de los vecinos, de la fecha y la hora, de los puntos cardinales, de esa cara en el espejo) logra sepultar por completo su único reino. La imagino, entre pastillas, en un mínimo momento de cable a tierra, pidiendo que compren el cuarto de pinta de helado de vainilla.

Pienso en el personaje de una novela que leí hace mucho. Una madre que da órdenes en su lecho de muerte en un segundo piso. Uno de sus hijos, abajo en el patio, construye el ataúd donde la van a enterrar. Ella lo corrige, lo increpa, le habla mal, le grita que así no se hace, que empiece otra vez, inútil. No estoy seguro de esto último, no sé bien, ahora, qué estaba en la novela, qué viene directo de aquella lectura y qué me fui inventando yo, qué fui añadiendo y, sobre todo, para qué.

Tampoco recuerdo casi nada de la infancia. De la adolescencia, menos. Luego está ese periodo totalmente en blanco de cuando me fui a vivir solo por primera vez, ese interregno (palabra que define, para ser precisos, ese «período de tiempo en que un estado o país carece de soberano»). Por dicha hay fotos de todas esas épocas. De cuando era pequeño, dos: usted sosteniéndome, inclinada sobre el queque, para que yo soplara las candelas. Otra donde estoy parado en media playa, solo, la sombra saliendo de mis pies y formando un reloj de sol en la arena. Siempre que veo esa fotografía, esta última que menciono, la imagino a usted tomándola. Tal vez la tomó una tía, no lo sé.  O una amiga. No es grave.

Cada tanto, pienso también en el peso de las cosas. No de los objetos, no lo físico y tangible, más bien del peso del tiempo que pasa. De los años o, para ser precisos otra vez, de las cosas que pasan en los años.

Me pregunto algo: ¿quién se va a quedar con la refri? A nosotros nos vendría muy bien. Tenemos un perol que gotea, hace escarcha y en la noche pareciera que funciona con motor fuera de borda. Además, los imanes nuevos que trajimos del viaje, muy de diseño, no van con las puertas torcidas y herrumbradas. Y tampoco pegan. La nuestra es de ese metal triste en el que no se pegan los imanes.

Otra cucharada de helado mientras continúa la división anormal de las células. Tampoco cierro la puerta mientras como de pie. Al fondo del congelador veo una piña de tamales de quién sabe cuándo. El espíritu navideño petrificado bajo cero. Y suena una alarma electrónica que avisa que la puerta está abierta. Una refri de primera.

Una de estas noches, mi esposa soñó que quien moría era yo. En el sueño, usted me enterraba. Como si, al final, lo que crecía adentro suyo todo este tiempo me afectara sólo a mí. Esa misma noche del sueño de mi esposa, yo soñé que me llamaban de la universidad para decirme que se cometió un error con mi título, que me faltaba cursar dos materias más. Los sueños. Salí de la universidad hace 22 años. Ahora tengo 46. Tengo 46 y frente a usted solo puedo comer helado.

Una vez la vi fumar, tendría yo unos siete años. Primera y única vez. Me sorprendí, no tanto por verla con un cigarro en la boca o prensado con elegancia entre sus dedos índice y medio, sino porque botaba el aire por la nariz, como una experta. Estábamos tirados en el zacate de un terreno inclinado. Tipo un picnic con familia. Botaba el humo y sonreía conversando con alguno. Me incomodó pensar que usted tenía secretos.

Ma, me estoy encorvando.

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Fotografía de Matt Hofmann.

La inutilidad de los libros

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