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Mientras agonizo

Mientras agonizo

La única y verdadera privacidad es dormir. No un lugar o un modo o serie de condiciones; no, un verbo, una acción que, dispuestos a discutir, llega a considerarse un estado.

Eso pensaba a altas horas una noche de estas, adentrado ya en cuatro semanas de confinamiento, mortificado por la vorágine de los zancudos, el calor de abril, el televisor invasivo de los vecinos, el rencor de clase, la sensación de desempleo, el tridente miopía-astigmatismo-presbicia, el sobrepeso, y todos y cada uno de los síntomas de este virus y de otros, así como de enfermedades terminales (que perdieron protagonismo, pero siguen ahí como enemigos silenciosos). 

Derrotado, me levanté a deambular en piloto automático por la casa en penumbras. Las mujeres de la casa dormían y me invadía el odio de los insomnes hasta que escuché el golpecito fino del hielo contra el vidrio y sentí en mi mano el peso frío del vaso de Cacique. Un trago en silencio y soledad. Pero somos parientes y les tengo aprecio, entonces brindé por la privacidad que ejercían ellas en aquel momento. Tan hartas debían estar como yo, como buena parte de eso que llamamos nosotros (consciente de que es un plural de pocos), de haber perdido eso sin lo cual es difícil hacerse una idea de sí mismo. O tal vez solo dormían a pierna suelta porque tienen conciencias tranquilas y un sueño pesado. 

En fin, atomizado en OFF! me senté en el patio con el trago, tabaco picado y el celular. Bajo una luna enorme y rosada googleé cosas tipo «funerales baratos en San José» / «es legal enterrar a alguien en el patio de su casa» / «cómo adelgazar sin esfuerzo ni cirugía» / «goleador histórico del Club Sport Herediano» / «síntomas cutáneos del Covid-19» / «homemade + middle-aged + swingers».  

Agotada la batería del teléfono pero sin sueño y abandonada la farsa del vaso con hielo (ahora pegándole besos a la botella de Cacique), llegué en pocos minutos, todavía debajo de una luna inmensa ahora amarillenta, a la idea del inicio de este texto. Envidié la privacidad absoluta que vivían en aquel momento las mujeres de la casa. Yo estaba solo, nadie interrumpía lo que hacía –continuar vivo debajo de la luna– ni nadie me pedía o preguntaba nada (cosas que en general no puedo dar ni contestar), pero el rotor al fondo del cerebro estaba encendido como siempre. La conciencia de lo inmediato, las responsabilidades, las evasiones, las pantomimas, la culpa, los temores, la ira reprimida, los duelos postergados, la vergüenza. Claro, a esa hora también tenía casi un litro de aguardiente entre pecho y espalda.

Terminado el guaro hacía ya un buen rato, la luna ya desaparecida de la bóveda nocturna, oriné en el patio: la aventura ecológica. Por un momento sentí que el chorro, como una línea ininterrumpida que iba de punto A a punto B, me conectaba a la tierra. Qué ridiculez.

De la nada, recordé un pasaje de As I Lay Dying, de Faulkner, en el que Addie, a su vez, recordaba que su padre –uno de aquellos personajes faulknerianos menos rudos que brutales– solía decir que el sentido de la vida era prepararse para estar muerto por mucho tiempo. De nuevo sentí envidia por las que dormían. 

A una cuadras, se oyó ese túnel móvil histérico de ambulancia o policía o ambos, y sacó a la superficie el pasaje o momento de un sueño reciente. No el sueño completo (si eso fuera posible), nada más un instante (¿largo, corto, hondo?). No voy a entrar en los detalles del sueño, por supuesto. Quiero contar solamente que fue corto el camino de ahí al de la idea de dormir como privacidad verdadera, etc.

Tanta gente dormía a esa hora; la respiración sincronizada al tempo de los sueños. En las habitaciones de mi casa, en las de los vecinos de arriba y de al lado. En el barrio, en el distrito, el cantón, la provincia. Personas habitando ese ¿modo, estado? de privacidad ulterior. 

Pensé también en ese lugar maravilloso por el que cada tanto nos toca transitar, ese interregno entre vigilia y sueño que es breve y se cruza en ambas direcciones: entrando o saliendo del sueño. Y de inmediato llegué al documental La Dixon, de la cineasta costarricense Adriana Cordero. Una película bella en su generosidad y transparencia que homenajea, sin demagogia, la trayectoria de Déborah Dixon, cantante costarricense que hizo carrera –de alto nivel– en Argentina. En el documental aparece la cantante Miriam Jarquín y ese fue el nexo con lo que sigue. 

Hace mil años escribí uno de esos textos tópicos (todes tienen uno, como ahora todes tienen un diario de la peste), titulado «La banda sonora de mi vida». Nada, uno del montón. El texto cerraba con el recuerdo de un niño de primaria que, después de la escuela, doblegado por la marea alcalina y el sobrepeso (el problemita viene desde ahí), en la privacidad de su cuarto entraba en el sueño mientras en la radio sonaba una canción titulada, precisamente, «Alguien apagó la radio mientras me estaba durmiendo». Canción del grupo nacional Igni Ferroque que se grabó en mi memoria con la voz potente y versátil de Miriam Jarquín. 

Todo equivocado: la versión de Igni Ferroque es de 1986, mi último año del colegio. La canción original es de 1979, de la banda pionera del rock nacional Hebra. Pero eso lo supe después, de hecho hasta hace poco que Fo León, amigo y eminencia en el tema, me compartió detalles del origen y el devenir de dicha composición.

Algo comparte la memoria con los sueños. O mejor digamos que el territorio de la memoria comparte algo con el territorio de lo sueños. La información fáctica que me dio Fo no anula ese recuerdo. Sé que no pudo ser así, pero a la vez siento que fue mejor como se registró en mi cabeza. Hay algo privado ahí. 

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