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Río abajo

Río abajo

En la introducción de su hondo ensayo sobre Emily Dickinson, la poeta Susan Howe cuenta que a Thoreau le gustaba mirar el paso del río Concord desde la ribera porque a su juicio era un emblema de progreso. Luego dice Howe sobre el río: «El viento del agua movía la cizaña bajo la superficie doblándola suavemente río abajo». 

Susan Howe nació en 1937 en Boston; es poeta, académica, crítica y ensayista. El libro que mencioné antes se titula Mi Emily Dickinson. Volvamos a ese momento en el que dice: «El viento del agua movía la cizaña bajo la superficie doblándola suavemente río abajo»; la traducción es de Ana Rosa González Matute, narradora y poeta mexicana que, en mi opinión, mejora el original (Weeds under the surface bent gently downstream shaken by watery wind). «El viento del agua» es más profundo que «watery wind», también más transparente: es invisible, una fuerza invisible. En inglés se trata de un viento con una cualidad (watery); en la versión de la traductora, en cambio, siguen siendo dos elementos autónomos, separados: viento y agua. Uno puede pasarse la vida buscando escribir esas palabras, en ese orden, con ese movimiento; la representación de esa fuerza delicada que responde a la gravedad y a la física, pero también, y con la misma relevancia, a una intuición sutil que solo se puede transmitir, en este caso, con el lenguaje, con palabras colocadas en una secuencia específica, elegidas con una precisión que no necesariamente resulta del cálculo y el método sino del orden de lo asimétrico, del espacio esencial de las fisuras, del cortocircuito de lo aleatorio. Más que traducción, González Matute activa una transferencia. El viento del agua que dobla los juncos, la cizaña, los tallos de lo que crece debajo de la superficie cediendo –sin quebrarse– al cuerpo líquido en su paso río abajo, hacia el mar. El viento del agua trabaja con o sin testigos. 

***

Varias semanas atrás, una mañana de sábado después del desayuno, y a raíz de una conversación de sobremesa, mis hijas quisieron ver fotos y videos de cuando eran más pequeñas. Todo digitalizado. Se sentaron frente a la computadora y sin observar una línea temporal, más bien entregadas al azar, abrieron archivos de épocas que se les hacen lejanas. En su mayoría, fotos y videos mal centrados, tópicos y con poca o mucha iluminación: desconocidos lamiendo un helado detrás de los primeros pasos de LaMayor; el escape libre de una moto sepultando los monosílabos tempranos de LaMenor; un dedo borrando medio escenario de una obra de teatro escolar; siempre alguno con los ojos cerrados o, peor, semicerrados. La vida retratada en modo amateur.

Recordé el video de una mañana, también de sábado, cuando LaMenor tendría acaso dos años y LaMayor siete. Una escena en el patio de la casa de Zapote: una tienda de campaña armada con sábanas y sillas, unos peluches y juguetes reclutados como parte de eso que se forma siempre debajo de un techo. Ya había filmado el momento por unos minutos cuando comenzó a llegar, como un murmullo, la canción que sonaba dentro de la casa. 

En el video estaban las chicas, los personajes inanimados, las sábanas, las sillas, el árbol de cas, el sol colándose por donde podía y el registro grave del cantante de la banda que llegaba desde el interior de la casa.  El archivo del video no estaba grabado en ningún disco duro local o externo, ni subido a espacios de almacenamiento virtual, ni en esos anticuados CD. No apareció por ningún lado. Nada. Se perdió, desapareció. Las chicas no recuerdan aquella mañana sabatina y soleada que pudo suceder en la fecha aproximativa en que la ubico o uno o varios años antes o después. 

El momento está en mi mente como un video breve que grabé y que ahora no aparece en ningún soporte digital. Ahora existe solo en el formato que nos ha acompañado a los seres humanos desde siempre. 

Al igual que unos rubíes y esmeraldas, desconocidos hasta entonces, en las páginas de un libro infantil; los ciempiés enroscados en la sombra húmeda de unas macetas; el lento paneo del ventilador en la penumbra de una cabina en Puntarenas; el olor de la pulpería de Tulio que por extensión era el olor de las vacaciones escolares; las imágenes –en cámara subjetiva– del primer manoseo sexual detrás del gimnasio en sétimo año del cole; vistas desde la ventanilla, unas liebres que –como los delfines acompañan a los barcos– corrían a la velocidad del avión que aceleraba antes de despegar; el cabello largo, lacio, negro y luminoso que, como en un poema de Watanabe, bajaba por la espalda de Carmen Brenes Pana, mi abuela materna y mestiza; el nombre Phoebe leído por primera vez en una novela de Hawthorne; el estruendo metálico de la lluvia sobre latas de zinc; la puerta cerrada del cuarto de mi madre; el vinil hirviente de los asientos del Datsun 120Y cuando se quedaba al sol;  la forma de un gajo de mandarina entero dentro de la boca; la pistola calibre 22 que escondía mi padre en su lado de la cama, su peso frío en mi mano izquierda; la orina roja por medicamentos; la mañana que abrí la ventana y conocí la nieve; la descarga eléctrica, potente y liberadora –nunca más fue así– de la primera vez de una droga; el ritmo y trayecto de la luz en el parque Centenario en Buenos Aires en días de semana; los patos tristes de su lago artificial; la vez que cruzaba temprano el centro hacia el trabajo y un indigente, horizontal entre cartones, decía desde el sueño «te perdono, carepicha»; el calzón húmedo que me dio una pareja en la sala oscura de tanda de cuatro; las respuestas que busqué sentándome en la esquina de la cama para ver a mis hijas dormir; el reflejo de una moneda sola al fondo de una piscina vacía; esa parte del amor que es el miedo a las hijas cuando son bebés; el sobre que contenía un conteo de plaquetas; ciertas tardes que se convirtieron en noches a la velocidad de la miel.

Nada de esto es transferible. Una vez fuera de la mente, los recuerdos dependen de que los crea quien nos escucha o nos lee. Necesitan un acto de fe. Como con el viento del agua, se mecen suavemente, se doblan con la corriente que avanza río abajo. Las partes que nos guardamos, los detalles que consideramos irrelevantes para el relato central, el decorado, la utilería, los personajes secundarios o extras tienen todos su propósito. Por ejemplo, si cuento qué canción llegaba desde el interior de la casa aquella mañana, siento que ese recuerdo –que no está en ningún otro lugar– pasará de ceder a quebrarse. 

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Fotografía de Annie Spratt.

La vez de Rolo

Episodio 7: « El sexo en la literatura funciona cuando sale muy mal»

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