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La vez de Rolo

La vez de Rolo

Me enamoré de Rolo al bajarme del tren, en esa acera angosta que queda justo después de las gradas de la estación. Me lo topé sin plan, así sin nada, y le pedí el teléfono. No me acordaba cómo se llamaba porque soy buena para las caras pero no para los nombres y guardé el teléfono así nomás, fingiendo que algo me urgía.

Al llegar al carro de César, que me esperaba frente a Rafa’s, le conté del amigo al que le pedí el teléfono y cuyo nombre no recordaba. A esas alturas aún no sabía que me había enamorado.

Yo me enamoro fácil y rápido. Me enamoro en un solo viaje de Uber, en una conversación. Me enamoro facilísimo, pero esta vez me costó darme cuenta. 

Me puse a buscar en Whatsapp los números guardados sin nombre y la verdad es que bateé porque tenía varios. Adiviné que Rolo era el que tenía la imagen de Magritte y le mandé un “Hola, ya estamos en contacto”. A esas alturas no sabía que ya me había enamorado, pero en retrospectiva y conociéndome, ya había pasado el punto de no retorno.

Me contestó preguntándome detalles genéricos sobre una clase de italiano en que nos habíamos reencontrado. Y nos mensajeamos, porque así es que una se relaciona con la gente en estos tiempos. Pero a él lo había conocido hace rato, años atrás, cuando tocaba clarinete y tenía más aspiraciones musicales y periodísticas. Mi profe de clari se inventó un campamento musical que fue un total fiasco. Se suponía que incluía a estudiantes de música de Centroamérica, pero los únicos extranjeros que llegaron estaban puteadísimos porque les tocó irse a meter a Turrialba, demasiado aburrido y alejado de la capital, con aquel calor pegajoso y zancudos, a aprender casi nada y a conocer a unos pocos aspirantes a intérpretes que apenas y nos comprometíamos con los ensayos. Pero entre los ticos que no estaban en la Escuela de Música y que venían de «afuera» de Turrialba, había dos Rolandos… Recuerdo bien. Estaba el blanco que era percusionista y el otro moreno que tocaba fagot. El del fagot era el más interesante porque yo nunca me había acercado a un fagot. Me encantaba el sonido de aquel bicho, y aunque Rolando era menor que yo, por alguna razón hicimos amistad y me regaló una caña que en realidad es como una boquilla extraña y que todavía no hallo cómo botar. 

Rolando era muy amigo de otro, que no me acuerdo cómo se llama y que era clarinetista, que terminó ensayando con nosotras las que éramos de Turrialba, probablemente porque le gustaba Liz, la más guapa de las clarinetistas. Eso lo recuerdo bien porque era muy bueno y porque en aquel fraude de campamento no recuerdo que alguien nos diera una sola clase valiosa excepto en los ensayos con ese mae.

Pero el Rolando que después se hizo Rolo era el otro, el percusionista blanco. 

Recuerdo que tocó en el concierto de cierre como solista el xilófono y recuerdo que decían que era una bestia de lo bueno. Recuerdo que se peinaba como para atrás y era flaco y guapo. Tengo solo una imagen de él, caminando con otros frente a la escuela y como que volvió a ver y se cagó de risa y pensé algo. Tuve que haber pensado algo importante para que se me grabara la imagen de él riéndose, pero ya no sé que era. 

En una foto vieja del chivo de cierre de ese campamento estamos a la par, casi abrazados y muy sonrientes. Él dice que nos llevábamos bien, que éramos amigos, que yo le cuadraba y que yo andaba en el tobillo una cinta roja. Yo solo me acuerdo de la cinta roja que tenía en el tobillo.

La cosa es que él me vio en una clase de italiano, como 12 años después, se acercó y me saludó. Rarísimo. 

Intercambiamos saludos y de dónde nos conocíamos y esas cosas. No nos volvimos a ver porque él abandonó el curso, hasta que nos topamos en la parada del tren, a la vuelta de Rafa's. 

Y empezamos a chatear y rápidamente me contó que no tenía novia sin que yo le preguntara y yo le dije que yo sí tenía novio. Me deseó suerte y felicidades. 

Lo impresioné porque me gustaba Sigur Rós y supongo que como músico a uno lo impresionan esas cosas. Pero ya al rato de chatear, de compartirnos el gusto por los gatos y las películas de Tarantino, sentí cómo él iba perdiendo el interés en la conversación, que no iba para ningún lado. 

En una movida desesperada por mantener aquella sensación lo invité al cine, a un chivo, a comer. Nada. Decía que no podía, pero en realidad no quería. Ahí sí me di cuenta que estaba mal yo. Empecé a stalkearlo, porque eso hacemos los periodistas. Pero este mae era un fantasma, no tenía Facebook ni nada. Logré encontrar unas fotos antiguas donde ya no estaba etiquetado e indicios de una novia suiza. Aprendí mucho de su cuenta de Spotify, claro, por ser músico. Pero eso nada más alimentó la curiosidad. El mae por su parte se volvió inmune. No lo volví a impresionar con nada y no me volvió a hablar de la cinta roja de mi tobillo. Me obsesioné con que fuera mi amigo, con que comiéramos shawarma de pollo o un cuarto de libra de McDonald’s, algo. 

Un día de tantos me bloqueó el hijueputa. Recuerdo que le mandé el emoticón del pato y luego de eso se fue, sin más. Me bloqueó. Indignadísima estaba yo, ¿cómo se atreve? Lo bloquee de vuelta y borré el teléfono. Me desenamoré, por supuesto, porque yo me desenamoro rápido y sencillo. Una vez que desbloquee todos los números bloqueados del Whatsapp, creo que por el cambio de aparato, ni supe cuál era el tel de él y cuál era el del chavalo extraño que conocí en un aeropuerto. 

La cosa es que hace unos días me escribió. Lo supe por la imagen de Magritte.  

“Tons?”, me puso. 

“Tons”, le contesté. 

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Fotografía de Lucca Lazzarini.

Konrad T.

Río abajo

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