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Konrad T.

Konrad T.

Los martes, Konrad T. iba a ver a su padre. Lo llevaba haciendo desde que volvió a instalarse en la capital, tras la ruptura después de una larga convivencia. Lo hacía sin alegría, pero lo hacía; se sentía incapaz de no hacerlo.

Este martes Konrad llegó demasiado tarde a casa de su padre. Menos de media hora antes de salir de su casa recibió la visita de su relativamente nueva amiga, Vibeke. Konrad le dijo que debería haber llamado. Ella contestó que había sido una ocurrencia repentina, que tenía algo que hacer por allí cerca. Vibeke lo besó. Konrad tenía con ella una relación poco definida; raramente la echaba de menos cuando no estaba, pero su presencia física solía encender en él un considerable deseo, lo que se debía en parte al cambio que tenía lugar en ella cuando también lo sentía: de ser una mujer serena y equilibrada pasaba a mostrarse frívola, tanto en palabras como en hechos.

Se acostaron.

Esa fue la causa de que llegara media hora tarde. Se inventó una explicación. Su padre no podía ver que su hijo le mentía. Era ciego. Unos años antes, uno de sus ojos había enfermado de glaucoma. Se negó a que lo operaran, alegando que le bastaba con un ojo. Luego su otro ojo enfermó también y la operación fue un fracaso.

Su padre había cumplido setenta años. Konrad sabía que tenía una asistenta. Cuando iba a verlo, le llevaba siempre un par de periódicos del día; el hombre quería que Konrad le leyera en voz alta comentarios y cartas de lectores sobre temas actuales. Pero sobre todo tenía que leerle las cotizaciones bursátiles de dos fondos en los que el hombre tenía un número desconocido de acciones.

Konrad era incapaz de interpretar las reacciones de su padre, ya que el hombre carecía de mirada. Y no le preguntaba. Lo había hecho una vez y en aquella ocasión, tras un repentino movimiento impaciente de la cabeza, su padre le respondió: Sin cambios.

De vez en cuando su padre le preguntaba cómo estaba, y cuando Konrad tenía algo que contar, el hombre parecía escucharlo pacientemente, aunque sin hacer preguntas al respecto, lo que solía dar lugar a una larga y opresiva pausa antes de que el padre la rompiera con un lacónico: Bueno, bueno. Esa tarde el padre estaba más callado y ausente que de costumbre, y cuando Konrad empezó a hojear uno de los periódicos, le dijo: No, hoy no.

¿Ha ocurrido algo? le preguntó Konrad.

No, contestó el hombre.

Luego se quedaron callados un buen rato hasta que el padre dijo: No eres precisamente hablador. Supongo que lo he heredado de ti, dijo Konrad algo forzado.

Puede ser, dijo el padre, aunque tu madre tampoco es que fuera muy habladora.
Mi madre sí, dijo Konrad, ella hablaba mucho.

No, dijo su padre, te equivocas.

Se quedaron callados de nuevo.

Cuando a Konrad le pareció que ya llevaba allí el tiempo suficiente, le preguntó a su padre si estaba cansado. El hombre no contestó, sino que dijo: ¿Te vas ya?

Simplemente te he preguntado si estás cansado, dijo Konrad.

¿Cansado? dijo su padre. Y luego, tras una pausa: Pero antes de marcharte haz el favor de traerme una botella de vino y una copa.

Konrad se levantó.

No he dicho que vaya a irme ya, dijo.

Había cuatro botellas de vino tinto en la parte de abajo del aparador; Konrad cogió una, fue a la cocina, la abrió y se acercó a su padre con la botella y una copa grande. Tras echar el vino en la copa y dársela, dejó la botella en la mesita que había al lado de su sillón.

El padre palpó con la mano libre para averiguar dónde se encontraba exactamente la botella.

Gracias, dijo.

Konrad vaciló; su padre había adquirido un aire de humildad que le hizo sentirse desconcertado; de repente le resultaba más difícil marcharse que quedarse. Dijo: ¿Puedo hacer algo más por ti?

No, gracias, contestó su padre, ahora está todo bien. Todo está bien.

Konrad estaba de pie muy cerca de él, su padre volvió la cabeza y lo miró. Eso sintió Konrad, que su padre lo estaba mirando, y pensó: Creo que no le he hecho nada malo.

Mientras Konrad se limitaba a dejar que su padre lo mirara, el hombre soltó la copa. Konrad tuvo la clara impresión de que la había dejado caer, no de que se le cayera. La copa acabó en el regazo del hombre, lo mismo que el vino. Konrad cogió la copa y la dejó en la mesa. Su padre se puso de pie, pero se quedó quieto.

Un momento, dijo Konrad.

Fue a toda prisa a la cocina y cogió un paño y un rollo de papel. Su padre seguía en el mismo sitio, con la boca entreabierta. Konrad limpió el vino del hundido asiento de cuero.

Ya puedes sentarte, dijo.

El hombre se sentó. Konrad apretó el paño sobre los muslos húmedos del pantalón de su padre y pensó: No había estado tan cerca de él desde que era un niño. Notó que los muslos estaban mucho más delgados y duros.

Bueno, ya basta, dijo su padre.

Konrad arrancó un trozo largo de papel y limpió el vino del suelo. Oyó que su padre volvía a llenarse la copa.

El hombre dijo: De repente todo se iluminó.

¿Se iluminó? preguntó Konrad.

Sí, contestó su padre, por un momento todo se iluminó.

Konrad fue a la cocina y tiró el papel al cubo de la basura, luego se lavó las manos. Se tomó mucho tiempo; estaba desconcertado.

Cuando volvió al salón, su padre tenía la copa en la mano. Konrad le preguntó si quería que se quedara. No, no, contestó el hombre, ya me encuentro muy bien. Y gracias por limpiarlo todo.

Faltaría más, dijo Konrad.

Bueno, tal vez, dijo el padre, pero gracias de todos modos.

Konrad apagó las luces, luego dijo adiós y se marchó.

Abajo, en la calle, Konrad vio que quedaban quince minutos para la salida del siguiente autobús, y echó a andar hacia el centro. Pasó por delante de dos paradas, y se detuvo en la tercera. Tenía marquesina y un banco. Se sentó.

Una mujer sin ropa de abrigo salió de un portal a unos diez o quince metros más abajo; se quedó parada en el borde de la acera, de espaldas a la calle. Al poco rato un hombre salió del mismo portal, también con poca ropa. Caminó lentamente hacia ella. Por un instante permanecieron en silencio cara a cara. De repente el hombre abofeteó a la mujer, Konrad lo vio y lo oyó. La cabeza de la mujer fue desplazada hacia un lado, pero no salió de ella sonido alguno. El hombre volvió a abofetearla, y luego una tercera vez. La mujer estaba con los brazos colgando a los lados del cuerpo, dejando que ocurriera. Luego dio un paso hacia delante y lo besó. El hombre la cogió del pelo con una mano y la llevó hasta el portal. Justo en ese momento llegó el autobús.

La escena que Konrad había presenciado le produjo una reacción sexual, y en el autobús, camino de su casa, se acordó de repente de un cuento de Anaïs Nin en el que, según recordaba, la autora describe una escena en la que, mientras contempla una ejecución pública, una mujer es toqueteada por un hombre que está justo detrás de ella en medio de la multitud. La mujer no hace nada para oponerse a que el desconocido acabe penetrándola, y en el instante en que el hacha baja y la cabeza es separada del cuerpo del condenado, ella alcanza el orgasmo.

Cuando Konrad llegó a su casa llamó a Vibeke, pero ella no contestó. Como compensación, Konrad sacó el libro de Nin de la librería y leyó el cuento. Durante la lectura, pero sobre todo después, se extrañó de lo mal que lo recordaba.

Dos noches después tuvo un sueño. Nunca había intentado interpretar los sueños, sabía que no era posible, pero no negaba que pudieran dejar huellas. Soñó con su padre. En el sueño no había ninguna acción, solo una cara, una cara retorcida, de rasgos duros. No se parecía en nada a la cara de su padre, pero sabía que era la suya. Aparecía y desaparecía una y otra vez. Se despertó con esa cara presionándole los ojos, intentando entrar en él.

Se levantó, eran las tres y media. Bebió un vaso de agua, luego fue al salón y anotó el sueño con palabras clave: «Padre, no padre. Cara. Quería entrar dentro de mí».

Esa misma mañana salió a hacer fotos. Hizo cuatro de dos troncos de árboles, una con una playa, otra con el mar, otra con el horizonte y otra con el cielo de fondo. Un motivo lineal con aproximadamente un setenta por ciento de nubes. No podía dejar de pensar en el sueño. Tenía la sensación de no querer olvidarlo. Siguió andando, pasó por delante de los pinos y bajó hacia la orilla del mar, adentrándose en el motivo, por así decirlo. Luego dio media vuelta y se dirigió al café en el que había quedado con Vibeke.

Vibeke dejó en la mesa Viaje al fin de la noche y encendió un cigarrillo. Él se sentó.

¿Bien?, preguntó ella.

Sí, contestó él.

¿Mar?, preguntó ella.

Sí, contestó él, eso también, pero lo que más cielo y playa.

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Cuento incluido en El precio de la amistad. © Nórdica Libros, 2020. Todos los derechos reservados.

Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.

'El amigo', de Sigrid Nunez

La vez de Rolo

© Samoa,