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En alma y en lo otro

En alma y en lo otro

Entonces, antes de comprender, 
mi corazón encaneció como
encanecen los cabellos

G.H. 


Alguna que otra vez durante mis ratos de ocio (y admito con cierta vergüenza que no son pocos) me he encontrado rumiando en torno a la idea de la precocidad literaria. No me refiero a la escritura joven ni a sus desesperos por ser publicada, sino a ese lugar obstinado y brumoso que suele ser el mundo de la lectora joven, digamos ultrajoven, y de sus lecturas. Por experiencia nos consta que como lectoras, como lectores, muchas veces llegamos a los mejores libros demasiado pronto y sin saberlo; sin embargo, en uno de sus ensayos más perspicaces, Virginia Woolf declaró que el verdadero lector es en esencia joven. Esta sentencia no debemos tomarla tan literalmente —si lo hiciéramos, no sabríamos leer a Woolf—: cuando dice juventud está hablando de cierto estado anímico, de cuadernos repletos de citas preferidas y listas infinitas de libros por leer, y, «lo más interesante de todo», añade, «allí hallaremos listas de libros que en efecto hemos leído, como testifica el propio lector con una vanidad característica de la juventud a través de una marca en tinta roja». Y quizás es cierto que nunca volveremos a leer con tanta vivacidad como lo hacíamos entre los diecisiete y los veinticuatro años, ni tendremos tanto por leer como entonces. Pero si perdemos aquel primer impulso fructuoso es solo para ganar algo todavía más perfecto: un poco de humildad. Y puede que esta humildad, este perdonarnos por no haberlo leído todo ya, nos retorne a cierta edad de la inocencia y volvamos a ser lectores esencialmente jóvenes. De pronto nos encontraríamos con que nuevamente tenemos todo por leer: lo no leído y lo mal leído. Podríamos, entonces, caminar sin culpa en busca del tiempo perdido, pues qué podría decirnos Proust cuando todavía no nos encontramos nel mezzo del cammin y de lo único que sabemos es de haber perdido la infancia. Aunque, ¿no es eso ya haberlo perdido todo? Y así la contradicción. Somos precoces por necesidad, porque se nos arrebata también demasiado pronto y porque no podríamos aprender nada de los libros si primero no jugáramos a haber aprendido. 

Consideremos La pasión según G.H., un libro al que se suele llegar temprano, quizá por ser la novela más conocida de Clarice Lispector. No es, según me parece, su novela más difícil, pero es una novela de madurez que requiere de nosotros cierto camino andado para apenas comenzar a comprenderla en su misterio infinito. Hace algún tiempo me reencontré con notas dispersas, en uno de mis cuadernos viejos, sobre la primera lectura que hice de G.H. y descubrí sin sorpresa cómo estoy lejos de las impresiones de aquella lectora infatti muy joven. En su momento creí entender la novela, aunque Clarice indicaba expresamente que ese libro no era para mí ni lo sería en algún tiempo. Lo advierte en la primera página después del título. Ni siquiera nos permite leer el epígrafe sin antes decirnos que preferiría que su libro, aunque «es como cualquier otro libro», solamente lo leyeran «personas de alma ya formada». ¿Qué son, Clarice bendita, personas de alma ya formada? Un comentario similar lo encontramos en El anticristo de Nietzsche: este libro es para quienes entienden mi Zaratustra, o algo así decía. Y bien sabemos que no se trata de un precedente intelectual lo que nos está pidiendo el filósofo y mucho menos una edad cumplida, sino también, como Clarice, una cierta disposición espiritual. «Hay que ser probo en las cosas del espíritu», o algo por el estilo. Se abre entonces una brecha enorme entre lectora y texto y el libro se erige como una derrota sin siquiera haberlo comenzado. Y sin embargo entramos, secretamente humilladas, ostentando una fingida autoridad, como quien entra a un bar con cédula falsa. La advertencia es dulce, como todo en Clarice lo es, y nos pide casi de rodillas una humildad, sea la de retroceder si no se tiene el alma ya formada, sea la de avanzar con cautela si se la tiene. Pero es una humildad que no estamos dispuestas a darle, precisamente porque somos de alma no formada y estamos hambrientas. Anhelamos la pasión. 

El paratexto, cuando sale de la mano de la propia autora, como concepto teórico resulta un oxímoron: en sentido estricto, no hay paratexto posible. Lo que hay es umbral, zona liminal, si se quiere. La advertencia de la autora y el epígrafe de Bernard Berenson (que no nos importe que Clarice haya confesado más tarde, en una crónica del Jornal do Brasil, que escogió el epígrafe después de acabada la novela y tal vez sin que tuviera mucha relación con esta, pues sabemos que los procesos que rigen la escritura son primordialmente inconscientes, más lo que pueda decirnos cualquier teoría seria sobre la intencionalidad autorial, etc., etc.) contribuyen a la creación de sentido y son tan parte de la novela como lo es la cucaracha. En la nota a la lectora está condensado todo el secreto de G.H.: «que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima», tal y como debería ser nuestro acercamiento al texto, tal y como es la experiencia interior de G.H., quien se adentra penosamente en el desierto a través de esa herida simbólica que abre el contacto con la cucaracha. Pero tengo que corregirme: no hay un único acercamiento a G.H. Al inicio la veremos hacer sin entender apenas la experiencia vital y visionaria que tiene lugar en ese microcosmos que es el cuartito-minarete. A fuerza de insistir en ella, volveremos para probar juntas la cucaracha, pero nos quedaremos ahí y nuevamente la veremos hacer. Permaneceremos atrapadas en el ritual sin ser capaces de dar otro paso. Y volveremos una vez más, quizás ahora plenamente conscientes de lo que significa perder una tercera pierna, dejar de ser trípode estable y así redescubrirnos en lo abyecto, y entraremos, ahora sí, en el desierto para hallarnos, en palabras de Rosi Braidotti, «en lo perfectamente vivo». Nos despertaremos una mañana intuyendo parcamente lo que significa ser de alma ya formada y correremos, quizá, a escribir algo al respecto, solo para muchas mañanas después reconocer nuevamente nuestra altanería. Pero es a fuerza de engaño y desengaño que podemos aspirar a la humildad en nuestras lecturas, como quien busca acercarse a lo verdadero por el tedioso descarte de lo falso. 

El gig de sicario: sobre The Killer, de David Fincher

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