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Lo vivido, lo visto, lo oído

Lo vivido, lo visto, lo oído

Sobre Peregrinas de Liliana García Carril.

Al morir Mirta Rosenberg, en junio de 2019, Liliana García Carril, si hacemos caso de las fechas que nos ofrece bajo los versículos epilogales tomados de Jeremías (“te harán la guerra, mas no podrán contigo / pues contigo estoy yo / para que sola te salves”), se adentra en un poema unitario, compacto y a la vez diseminado a lo largo de sus versos fugaces, lacerantes, que caen página tras página como el agua de una pequeña fuente al final de un pasillo. Adentrarse en ese poema que llevaría por título Peregrinas es adentrarse en el duelo, en la experiencia concreta, como la piedra o la respiración, de una ausencia. Esa ausencia que es la de la amiga y, sin duda, la de la maestra. 

Pero no es arduo describir un poema cuando ya está empacado en su forma libro. Decir que es unitario o compacto o diseminado, o que sus versos semejan un hilo de agua, es decir nada respecto del poso que lo puebla y del cual, de alguna manera, brota. Más que las “verdes señales” del “arbolito japonés” que nos saldrá al paso en algún momento del poema, habría que pasar antes por la raíz, el curso invisible de lo que llega a nosotros, finalmente, en la palabra escrita. No sería ocioso recordar uno de los poemas más célebres de Mirta Rosenberg, “La consecuencia”, singular arte poética que deja muy claro lo que intento decir cuando describe las palabras como “solteras y sociables”, dadas a la comunión en el sentido —que en una poeta como Rosenberg está lejos de significar transmisión de un contenido hecho y se acerca más al sentido del oído, un sentido que se hace audible más que legible: “Ahora soy toda / Oídos, // la que escucha tu respiración / y la cuenta / como una verdad prolongada”, se lee en uno de los poemas de El arte de perder—, de ellas, de sus raíces, brota el árbol de las palabras, que bien podría ser el “arbolito japonés” con sus “verdes señales”. Una señal por definición alude a otra cosa y si el poema acabado —en apariencia siempre— se muestra, oculta esa otra cosa que sería, de algún modo, su materia verdadera o experiencial. Todo poema, podríamos decir, es consecuencia de otra cosa. 

No es este el lugar para explayarse acerca de las relaciones de larga data entre poesía y experiencia. Me limito a unas palabras de la propia Mirta Rosenberg: “No escribo sobre cosas que no conozco, que no me ocurrieron o que no viví. Por lo menos hasta ahora nunca escribí cuestiones imaginarias, sino sobre lo que me pasa, sobre lo que vi. Experiencia pura”. Yo mismo suscribo sin miedo estas palabras en lo que atañe al ejercicio poético: el poema, que no es un texto sino un espacio, una morada, un habitáculo, rechaza a priori cualquier falsedad. No existe poema a medias. Existe o no. Además, habría que abrir otro paréntesis aquí y preguntarse si escribir “sobre lo que me pasa, sobre lo que vi” sería solamente narrar lo vivido cotidianamente o lo recordado como un relato de pormenores. Para mí, es este un punto de radical diferenciación ya no entre un género y otro, sino entre escrituras asumidas como métodos de conocimiento y escrituras ornamentales. Escrituras poéticas como las de Mirta Rosenberg o Liliana García Carril, como la de Olvido García Valdés, que tanto peso tiene en la obra de ambas, arraigan poderosamente en la conciencia de ser formas de conocer, más que formas de evocar, embellecer o deleitar. Y aun así ahí anida la belleza, en cada verso, la belleza entendida como algo dado, en relación con la gracia y la rareza de lo vivo, algo no entendido que germina en el poema. Al conocer el mundo, estos poemas revelan. Ese conocer y revelar ocurre en las palabras, es decir, en el lenguaje. Por lo tanto, escribir “sobre lo que me pasa, sobre lo que vi” va más allá de las formas que narran y se entrega —como diría Tamara Kamenszain— a la suspensión. Es en los intersticios, en las ranuras de lo vivido, donde aparece la mecha todavía no encendida de lo que será un poema. La suspensión pone de relieve el tiempo que, en la lírica, es el tiempo llameante del instante, de la fugacidad, de lo radicalmente irrepetible. Para escribir semejante cosa se necesita, vuelvo a lo mismo, un método. Podría aventurarme a decir que ese método implica huir de toda literalidad, de toda monotonía evocativa, o sea, de la servidumbre de la anécdota. 

El nudo de Peregrinas sería precisamente algo relacionado con lo anterior: la muerte. ¿No es el duelo un estado de suspensión frente a la muerte? El poema ¿puede suspender el instante de la muerte? Una de las citas que abre el librito, tomada de las notas sobre escritura poética de Olvido García Valdés, dice que el poema, como el paisaje, es un lugar donde se nos permite hablar con los muertos, y continúa: “Ambos se traman de duración, el tiempo ensimismado en la contemplación de la cosa perdida. Así caracterizaba Benjamin el luto”. Un tiempo ensimismado, es decir, suspendido. El poema de Liliana García Carril asume esa suspensión a través de repeticiones y regresos cíclicos, no a escenas concretas de la vida compartida por dos mujeres poetas y amigas, como si reconstruyera narrativamente lo que fue, no, sino a través de frases, de versos que se repiten a lo largo del poema, versos o palabras que aparecen una y otra vez como boyas en esas corrientes circulares que pueblan el tiempo suspendido del duelo. En esas repeticiones, de nuevo, el sentido del oído. “No hay emociones / en estos días / de mediana intensidad” son los primeros versos del poema, que se repetirán una y otra vez a lo largo de él, volviendo al punto de partida y escuchándose siempre de fondo a manera de mantra o plegaria. Hay también aquí técnicas de respiración, posiciones paliativas: “mecerme en el suelo / que no es agua / sobre las lumbares / en posición fetal / alivia / el falso movimiento / algo errado / en la distribución / del peso irradia / dolor y desahoga / por los ojos”, y lugares que vuelven: la cocina, el bar, calles, lugares familiares que, sin embargo, dejan de serlo, pues ahora hasta en ellos hay extravío. El extravío en un peregrinaje que se prolonga como la conversación entre los vivos y los muertos. 

Es medular esa palabra en el poema que nos ocupa: conversación. Ya desde el libro anterior de García Carril, El mérito (2020), Peregrinas iba tomando forma. Se evidencia en la pequeña y hermosa nota final del libro con el título “Agradecimientos”: “Se cierra para mí, con este libro, un ciclo de más de dos décadas y media de complicidad y confianza de familia, de compartir vida y poesía con Mirta; una conversación que será infinita porque sigue fluyendo en mi propio ‘paisaje interior’”. Como una promesa de sobrevivencia (“un juramento / nunca hecho / pero cumplido”), el poema es el itinerario de esa conversación que no termina. Al llegar a la última estrofa solamente nos topamos con una serie de puntos que se prolongan, gotean, como el hilo de agua de la fuente al final del pasillo: “hablar del clima / del poema / proseguir con la lectura”. Pues la lectura no sería otra cosa que conversar. Ese “paisaje interior” mencionado en un momento de gratitud remite a uno de los libros de Mirta Rosenberg y también reincide, a través de ella, de la reaparición de su voz en otras voces, en la certeza del poema como un espacio que habremos de volver habitable, locus amoenus

En 2015 aparece en España, de la mano de la editorial Pre-Textos, una antología de la obra de Rosenberg con el título El arte de perder y otros poemas. Su antóloga fue Olvido García Valdés, que ya había propiciado, junto a Miguel Casado, una lectura de la autora en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. El prólogo a dicha antología es una pieza fundamental para comprender la obra de Mirta Rosenberg y, ante todo, y es esto lo que más me interesa, en él es posible distinguir el hilo que une en conversación ya no solo a García Carril y a Rosenberg, sino a García Carril, Rosenberg y Olvido García Valdés —conversación abierta, expansiva, donde aparecen voces que siendo de otro lugar son de aquí: Lorenzo García Vega, Hugo Padeletti, Arnaldo Calveyra…— en un “clima” poético que no hace más que seguir escribiendo, conversando. 

En un momento del prólogo, al describir la transformación que a lo largo de los años se hace evidente en la obra de Rosenberg, la poeta asturiana espiga la elusiva definición de lo que podría ser ese “paisaje interior”, lugar del diálogo: “No sólo las pruebas cruciales (muerte de la madre, por ejemplo, que da lugar a un ciclo extraordinario), las asperezas y fricciones y el saber que conllevan, sino un núcleo o herida a que hacer frente, (al) que contemplar en todas sus facetas —porque sin serlo, es cristalina, cuaja dolorosa con esa densidad—, ahí el yo se mide y se conoce, ahí aprende —el arte de perder— que se está solo, algo que siempre se supo, pero que toma otra acuidad, y engrandece, o permite tocar cuerdas no antes alcanzadas, ser para uno mismo un extraño exterior, eso que produce la intimidad más verdadera”. Y en Peregrinas, una y otra vez, vienen la pregunta “¿qué hago con mi yo?” o las constataciones: “yo / sin voz”, “duele yo”. En un poema perteneciente, precisamente, al libro Paisaje interior, Rosenberg le habla directamente a García Valdés; el poema se titula “Con Olvido”: “Que en mí queden arraigadas esas cosas / que llevan para mí tu nombre en nuestra lengua”. Las palabras entonadas por una voz ajena, voces ajenas, que echan sus raíces en la voz propia y moran en ella. He aquí la conversación. 

Y esa conversación es con los muertos, y haríamos bien en no olvidarlo. Peregrinas es un libro del itinerario entre la vida y la muerte, de esa ruta llena de baches —Barthes aparece como epígrafe: la discontinuidad del duelo— hacia el tema, cuestión que rehúye y se eclipsa: “pierdo el nombre de la autora / pero resuena el tema / del poema”, y esa pérdida de nombres, ese eco, vendría a ser consecuencia de la comunión de voces que lo transitan: “el quiebre de la voz / en el poema es coral”. Me resulta iluminador en este sentido un pasaje de John Burnside que bien podría dilucidar ese “clima del poema” que inunda Peregrinas: “[…] la cualidad misteriosa del mundo natural y los momentos de revelación que a veces se presentan a los que parece que vivimos al margen de ese mundo […]; las nociones de identidad como individuo aislado con una consciencia cambiante del yo y como miembro de una comunidad de vivos y de muertos”. Esa enorme comunidad de vivos y de muertos es lo que emerge, se revela, en el poema. Acuciada esa revelación cuando el poema asume, de manera explícita, el duelo como su “clima” o, mejor, su tiempo, su manera de suspenderse. En relación con la poesía de Burnside, señala Jordi Doce la nostalgia por una presencia, por algo que vendrá y que no es posible saber qué es. Una cierta luz, un aroma, una aparición que jalonee desde lo más remoto de la maceración del recuerdo eso que se anhela. La insistencia del poema de Liliana García Carril en la continuidad de la conversación, de la escritura, del rito, en la sobrevivencia a ultranza de la palabra desplaza el eje de ese duelo poco a poco. El vacío, el cansancio, la desorientación parecen dispersarse cuando, por fin, esa presencia anhelada ya no significa solamente la desaparición de una persona, pues esa persona trasciende en el poema coral, en la escucha del poema coral. En el poema prometido, por un tenso instante en que se oficia la lectura, la muerte queda, en efecto, suspendida. La promesa de salvación contenida en el pasaje de Jeremías se cumple. 

La poesía suele evocar, el poema siempre invoca. Si nos vamos al Diccionario de la Real Academia y consultamos las acepciones de los dos verbos, es posible notar que en la tercera acepción de evocar aparece como sinonimia invocar. ¿Es realmente así? No creo que sea posible obviar el orden de las acepciones, una especie de gradación en la frecuencia con que puede usarse o no una palabra. En este caso, para llegar del evocar al invocar hay que pasar por un movimiento que, me parece, compromete esa institución que desde hace siglos llamamos, por convención, poesía. Las dos primeras acepciones de evocar aluden a traer eventos u objetos a la memoria, hacerlos presentes de una manera que describe o narra. La poesía se ha entendido por demasiado tiempo como una operación que hace presente lo pasado, sí, pero ¿qué tipo de pasado? Porque el pasado no es un depósito de eventos convertidos en cosas, cristalizaciones de algo que fluye sin dirección posible. La poesía que se entrega a la convención suele flotar con tranquilidad en las dos primeras acepciones del evocar: narra un evento encapsulado visto en una luz presente, describe un objeto puesto por un momento en la certeza de las palabras. Es una ceguera voluntaria acerca de lo que implica la escritura, su intervención desordenadora de las cosas, la insalvable distancia entre el mundo y la palabra. Un poema no reconstituye a través de la escritura algo que yace abandonado en el depósito de la memoria, y la memoria, por lo demás, no es un depósito. El recuerdo-cosa es ajeno al poema. La tercera acepción de evocar habla de llamar a los muertos, pero el itinerario hasta ahí implica una forma distinta de leer, otro método. La poesía evoca, el poema invoca. El poema invoca por la sencilla razón de que, si se toma como la unidad mínima de composición, no tiene sobre sí el peso del libro y de lo que el libro en tanto redoma de la escritura implica. Sobre el poema no pesa todavía institución, sigue abierto. Chantal Maillard habla del poema como una especie de último reducto, inconquistable. Es así: el poema es el lugar de la conversación infinita, la morada, el habitáculo. Un espacio, más que un texto. En ese lugar es donde uno puede acogerse, pedir ayuda, sentirse parte de aquella comunidad de vivos y muertos. Y en ese lugar está la memoria entendida como único presente, no un depósito ni una línea que corre indetenible hacia la clausura de la muerte, sino una confluencia que hace posible, a través de las palabras, una pequeña resurrección. Por eso Peregrinas no corta el hilo, se nos presenta como un poema continuo y a la vez fragmentado que duda de lo sagrado solamente para encontrarlo de nuevo: “para escribir / aislarse/ y conversar / en el poema / con los muertos / ¿es eso lo sagrado?”. Lo es, puesto que lo sagrado es la tarea del poema, y el poeta, en palabras de Burnside, “debe encontrar formas de expresar esta sensación de hallarse vinculado, ligado al mundo”. 

Por eso aquel “arbolito japonés” se convierte, en el poema de García Carril, en una manera palpable de la trascendencia hecha ahora voz: “solo / un espíritu libre / que se ejercita / en la formación de sí / vi en estos días / unas tímidas bolitas / verdes señales / del ciclo de la vida / que sigue y se renueva”. He aquí el nudo entre la vida —escribo “sobre lo que me pasa, sobre lo que vi”— y el poema, la búsqueda de las formas que acerquen el poema a lo que, vivido, le es propio y verdadero. No necesariamente anecdótico ni confesional, no evocativo: invocativo, escrito siempre como en tiempo de duelo: “La lengua, raíz de los afectos, casa compartida, es la medida / en que las cosas cobran realidad, y en ella tus versos, / vida vivida, vida de tu vida y de la mía, que se pueda, que se abra su lugar”, escribió Mirta Rosenberg. 

Notas: La declaración de Mirta Rosenberg fue tomada de una entrevista con Osvaldo Aguirre en Revista Ñ, 2018: “Mirta Rosenberg, el verso como pura experiencia”. Los textos de John Burnside pueden consultarse en la antología poética Conjeturas y esperanza, traducción y prólogo de Jordi Doce, publicada por Pre-Textos en 2012.

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