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Manual de instrucciones para a(r)mar un país de mierda

Manual de instrucciones para a(r)mar un país de mierda

Take a little walk to the edge of town and go across the tracks
Where the viaduct looms, like a bird of doom as it shifts and cracks
Where secrets lie in the border fires in the humming wires
Hey man, you know you're never coming back.


Nick Cave and the Bad Seeds: «Red Right Hand» 


Para ser alguien que nunca estuvo preparado 
para vivir en este mundo, creo que lo voy a extrañar.

Felipe Granados: «Último día de mi vida»

 


Para los que lo conocimos, no es un secreto que Felipe escribía como si supiera que todo iba a explotar. Y, sin embargo, en lugar de correr, se quedaba con el cigarro en la mano, contemplando el estallido. Escribía como si se le fuera el cuerpo en ello. Como si con cada línea tuviera que confirmar su existencia ante un jurado invisible de dioses malcriados. No tenía un método, pero sí un instinto: caminar, mirar, fumar, quejarse, reírse fuerte, odiar con precisión y amar con desastre. Todo eso lo volcaba en las crónicas. No por disciplina, sino porque en algún momento supo que lo vivido solo vale si se escribe.

Martín Caparrós en su libro Lacrónica habla de que el «Yo» del cronista siempre está presente, como una situación de la mirada antes que como pronombre. Las crónicas de Felipe quizás no sean parte del cuerpo esencial de la crónica narrativa latinoamericana, pero lo son de la nuestra: relatos breves, ejercicios quirúrgicos de precisión que no se hacen responsables de quién sostiene el bisturí, es decir, no se hacen responsables de su mirada. El «Yo» de Felipe es caprichoso, antojadizo, inestable.

Quizás, desde allí, podemos dejar claro que estas crónicas no nacieron para denunciar ni para informar. No tienen moraleja, ni tesis. Lo que tienen es rabia lúcida, una compasión que se disfraza de burla y un amor a destiempo por todo lo que este país le prometió y nunca cumplió. Por ello, piden otro filo. Menos elegía y más navaja. Más ciudad, más ironía, menos nostalgia por la pérdida y más complicidad en la caída.

Este libro es un recorrido por los lugares donde el periodismo no llega —más por falta de trascendencia que de compromiso— y donde la literatura tiene que inventar sus propias reglas para sobrevivir. Está Mariana, cuyas tetas auténticas, venidas a menos, son las únicas capaces de amamantar el tono de estos textos. Hay gallos peleando como dioses griegos, vendedores de piña, madres con más hijos que opciones, un Pérez aspiracional buscando brete con camisa americana, choperos tatuados que aún creen en el rock como última redención, un Niño Dios desempleado y un equipo que nunca será campeón ¿Qué tipo de cronista convierte una stripper y a ese Niño Dios en alegorías del país? Solo alguien que se toma en serio lo que la mayoría desecha. Felipe convertía los restos en centro. Lo marginal, en canon personal.

Y a pesar de eso Felipe no pretendía representar a nadie. Nunca se propuso ser la conciencia de nadie. Ni de los buenos, ni de los marginados, ni de los poetas. Solo contaba lo que veía, lo que vivía, lo que le dolía. Lo hacía con el oído educado de un melómano, un estómago habituado al ceviche, y una voz que aprendió a narrar desde la trinchera de los perdedores. Y eso era, uno de los pocos capaces de escribir desde la vergüenza sin volverse cínico. No buscaba reconstruir un país, sino confesarse con sus ruinas. No se puede hablar aquí de «crónica periodística» sin reducirlo todo: Felipe escribió como vivió, y esas crónicas son escenas de lo que lo sacudía y lo quemaba.

Cada uno de estos textos se escribe desde el centro de la herida, no del margen. Desde esa mezcla imposible de ciudad y limbo. Desde la calle, el bus, el bar, el night club, el estadio, la feria, la gallera, la casa con goteras, cada crónica es una pared en la arquitectura de los vencidos. Desde ahí escribió —y edificó— esta imagen de país.

Aquí se recoge ese rumor sucio y hermoso de las ciudades que lo parieron y lo despidieron. San José, sobre todo. Pero también esa Cartago que cargaba como un resentimiento y ese México que se inventó con tequila y fotocopias. Crónicas donde el café es religión, el alcohol es cláusula y la política es un fondo de pantalla roto. Crónicas donde lo importante no es lo que pasa, sino cómo lo mira quien lo cuenta. Y Felipe miraba todo como si lo fueran a robar.

No se puede leer este libro sin oír su voz: irónica, ligeramente impaciente. Como si supiera que no había tiempo. Como si supiera que este sería su testimonio final sobre un país y una ciudad sin épica. Porque eso fueron para él las calles: un teatro sucio y glorioso donde nadie recordaba el guion, pero todos improvisaban con estilo.

Felipe no escribía para complacer. Escribía para resistir. Y si su poesía era el grito, estas crónicas son la risa. Una risa afilada, harta, a veces cruel, pero siempre sagaz. Una risa que no se chanza del otro, sino del mundo que permitió que así fueran las cosas. Esta es la bitácora de un náufrago urbano que prefirió perderlo todo antes que volverse neutral.

Pero no es fácil imitar su voz. Porque no era una voz «literaria», era una forma de habitar. Felipe no narraba para epatar. No necesitaba adornar, subrayar ni elevar: sus frases venían sucias, hirientes o ridículamente tiernas, y nunca en el orden que esperábamos. Uno podía reírse a carcajadas y, dos líneas después, sentir la humillación de saberse reconocido. Usaba el humor como bisturí, la ternura como trampa, la rabia como contrato. No con sus lectores —le daban igual—, sino consigo mismo. Esa ética bastarda, esa fidelidad al daño, está en cada texto.

A veces parecía que no escribía para el archivo ni para la posteridad, sino para alguien que se le había escapado. Una mujer, una ciudad, una época que ya no volvería. Y sin embargo lo dejaba todo ahí, disimulado entre frases filosas, cuerpos de feria y apodos imposibles. En esas escenas hay gente que existe solo porque él la contó. Y eso también es una forma de justicia.

Estas crónicas fueron publicadas en una revista para hombres que se hacían los machos mientras lloraban leyendo. Lo leían porque él decía lo que ellos no podían decir. Lo leían porque los retrataba mejor que una selfie sin filtros. Lo leían porque hablaba de putas, fútbol, política, pobreza y religión, y la compasión que se le escapaba estaba cruzada por una sospecha permanente. «El que se conmueve, pierde», parecía pensar. Pero igual se le notaba el temblor. Lo traicionaba una palabra, un gesto, un silencio entre paréntesis. Porque por debajo de la crónica había algo que no quería decir y que decía igual. Ahí está el milagro.

Tal vez por eso no se puede leer este libro sin sentirlo vivo. No como recuerdo, sino como réplica. Como eco terco que no se va. Yo, por ejemplo, releo sus textos en voz alta, lo he dicho. A veces, para probarme que están bien escritos. A veces, para invocarlo. Otras para escuchar cómo me corrige desde adentro del párrafo. Todavía lo oigo reírse entre dientes o putearme por haberlo citado sin permiso. Entonces sé que sigue ahí, no como monumento, sino como advertencia.

Este libro, entonces, no pide reverencia. Pide lectura. Pide que uno lo agarre como él agarraba las cosas: con la certeza de que todo puede ser usado para armar —o desarmar— un país de mierda. Más que un homenaje, es una coartada. Para seguirlo leyendo. Para seguirlo extrañando. Para seguirlo encontrando en los rincones de una ciudad que ya no existe, pero que él ayudó a inventar.

Porque si no hay palabra, no hay ciudad. 

Y si no hay Felipe, no hay testigo. 


Prólogo incluido en Textos reunidos. Felipe Granados. Ediciones Perro Azul. 2025.

Poemas de Felipe Granados

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