Una truth machine
Una noche de marzo de 1971, después de la que para muchos fue la mejor pelea de boxeo de todos los tiempos, Larry Merchant, periodista deportivo estadounidense, formuló la frase que pasaría de inmediato a la historia de la crónica pugilística, refiriéndose a por qué el campeón y favorito había perdido el match frente al retador, Joe Frazier. Traduzco a discreción: “Muhammad Ali peleó anoche contra una máquina de realidad, y la realidad que saltó a la luz fue dolorosamente clara”.
Recordé el pasaje de Merchant hace unos días a propósito de varias preguntas que andan rebotando como bolas de ping-pong dentro de mi cabeza. En específico el concepto de truth machine.
Ocupado en sintetizar las razones por las que Ali había sido detenido en seco, Merchant definió a Frazier como una máquina hecha para separar lo real de lo retórico, una truth-machine, término de alta precisión poética que trasciende el contexto del que surgió y que funciona como un lente útil para examinar uno de los malestares de nuestro tiempo: la obsesión con la-verdad, lo-verdadero, ser-verdadero. La decisión aquí de traducir truth como realidad no es accidental ni secundaria, creo que lo que sucede o se disputa en ese tránsito de matices entre los conceptos verdad y realidad es el detonante de las preguntas que mencioné. Sé que las horas que dedico a estas derivas mentales son las que no empleo en resolver, no sé, mi supervivencia material. Pero bueno, también leo poesía.
No soy filósofo, ni académico, ni intelectual, no pretendo ni puedo hablar de verdad y realidad en términos absolutos del ser o la psique, tampoco desde dialéctica materialista y mucho menos, primero me serrucho una pierna, desde misticismos. Me limito aquí al sarpullido que me genera cierta zona de la discusión sobre verdad y realidad en la —sepan disculparme— literatura.
De un tiempo para acá, se ha alimentado el fuego tanto por los suplementos culturales —instrumentalizados por la industria editorial— como por la, llamémosla, movida-hippie-purista (puritana sería la palabra precisa, pero no se trata de ofender tan temprano en el texto) extendida en redes, talleres, clubes y publicaciones periódicas independientes de nicho, se instaló a fuerza de repetición la expectativa devenida en exigencia de que la literatura (no me obliguen a definirla) tiene que fundarse en la verdad. No se iba a escapar este arte a los parámetros morales de la época. No se ha llegado al punto de prohibir la ficción confesa, pero el favor de lectores genéricos va para escritores/as que escriben desde-la-honestidad, desde-la-verdad. Criterio totalizador que llega al extremo de asumir que lo que se dice en un texto (novela, cuento, crónica, poesía) es lo que piensa y defiende un autor o autora.
Evado el papelón de discutir sobre los mandamientos morales de estos tiempos. Me quedo, sí, en la obsesión por la verdad en la literatura. Basta un argumento para zanjar de un saque esta postura: pedir honestidad y verdad a la literatura es asumir que su propósito o fin último es la pedagogía, que la literatura tiene que enseñar algo. No se me ocurre nada más conservador que querer convertir la literatura en un espacio tranquilizador, menos aun edificante o, para usar la nomenclatura dominante, empático. Para eso hay otros lugares: terapia, religión, holística, cada quien con lo que le funcione.
Sé, por supuesto, que es una opinión, como sé que no hablamos de ciencias exactas. Y no a pesar sino justamente por eso me niego al silencio como forma de tolerancia. A mi parecer, si hay algo valioso en las artes en general y en la literatura en particular es el atributo de ubicarnos adentro —no afuera— de la confusión, la ansiedad, la vergüenza, la belleza, la compasión, lo genuino, lo falso, la esperanza y el desconsuelo de estar vivos, es decir, de colocarnos desnudos frente a un espejo. Para palmaditas en la espalda hay muchísimas otras opciones.
Hay muchas formas, no crean que me refiero a dramatismos y miseria (otras formas de la solemnidad). Si en serio se busca algo real, la truth machine de la literatura (o de las artes) está al otro lado de lo bienpensante, en la acera opuesta del buenismo, más cerca de lo que señaló Larry Merchant.
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