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Los sueños, la electricidad

Los sueños, la electricidad

Un sábado de agosto del 2022, con tres premios estelares en el prestigioso Festival de Cine de Locarno (mejor dirección, mejor actriz y actor principal), Tengo sueños eléctricos dio inicio al recorrido internacional que resultó en más de treinta premios y reconocimientos en festivales como los de San Sebastián, Biarritz, Mar del Plata, Tesalónica, Bogotá, Leeds, Cineuropa, Quito y Reikiavik. Se sabe que un premio es una lotería, un acontecimiento azaroso. Pero más de treinta, en lugares y eventos tan diversos, sugieren otra cosa.

En una entrevista publicada por el diario francés Libération, Valentina Maurel comenta que, a diferencia de la solemnidad asociada a las artes en Francia, la aproximación candorosa y pasional a la literatura y la música con la que creció en San José –donde, dice, es común la mezcla de referencias culturales altas y populares– le dio la seguridad que necesitaba para no dejarse intimidar: no solo desoye la idea de que la poesía es algo obsoleto o cursi, sino que levanta su primer largometraje sobre las espaldas de un poema. 

«La rabia que nos atraviesa / no nos pertenece». Así termina el poema central de Tengo sueños eléctricos, largometraje que nos permite escucharlo por primera vez en los minutos finales; poema que Eva, incrustada entre los adultos reunidos en un taller de poesía, había presenciado en voz de Martín, su padre, hacia la mitad del film.

Este gesto, que le revela al público a posteriori algo que ya conocía la protagonista de la película, añade otra capa de espesor a la historia que acabamos de ver. La analepsis como pala que nos entrega Maurel en la salida para que, antes de apurar una opinión o juicio tranquilizador, cavemos un poco más profundo. 

Anca (la madre) lidera la mudanza a una nueva casa motivada por el divorcio; Eva quiere irse a vivir con su padre; Martín se adentra en el túnel de los progenitores sin domicilio (incluso Kwesi, el gato, se siente descolocado en su nuevo entorno). Ellas y él son perdigones lanzados por la explosión de la familia. Se impone aquí recordar aquel inicio monumental de Tolstói en Ana Karenina: «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera». Si convenimos en que las familias felices existen solamente en Instagram y en los anuncios de yogurt, en Tengo sueños eléctricos asistimos a la mitosis íntima de una familia. Así: sin adjetivos. 

En «Los hongos», un cuento magistral de Guadalupe Nettel, la narradora expone que cientos de miles de organismos con dinámicas vitales muy diversas se catalogan todos como hongos y que «con las emociones ocurre algo semejante: muy distintos tipos de sentimientos –a menudo simbióticos– se definen con la palabra amor». Por la manifestación física de la violencia, muchos podrán distanciarse de las particularidades de esta mitosis, pero, habría que aceptarlo, sí conocemos perfectamente todo lo demás: el vértigo, la derrota, el redoble amplificado de la rabia y el rencor; así como el refugio, la descarga eléctrica del deseo, la complicidad, el cariño, el álgebra de la música y el lenguaje. 

Permitámonos un desvío de dos paradas: (1) Es de Alejandra Pizarnik el apotegma «cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa». (2) Hay un video corto de la audición de Los 400 golpes en el que un Jean-Pierre Léaud adolescente responde a las preguntas de rutina. Con la ventaja que da el tiempo –vimos la película y sabemos algo de la infancia del director–, se sospecha algo contrario debajo de la vivacidad de ese joven que viajó 200 kilómetros en tren para hacer el casting, como si la materia prima de sus palabras joviales (las que se esperan de todo adolescente) fuera un elemento fracturado, dañado. Como los celulares o las tenis de marca. 

De Locarno a la India, de Reikiavik a Bogotá hubo una constante en el recibo de Tengo sueños eléctricos: la interpretación vibrante de Daniela Marín Navarro en el papel de Eva y de Reinaldo Amién en el de Martín, su padre. Sin duda es un resultado del trabajo conjunto de la dirección actoral de Maurel y la capacidad de Marín y Amién para excavar dentro de cada uno y acercarse al territorio nuboso e inestable que compartían con los personajes que encarnaron. Aquella materia prima de las palabras de Jean-Pierre Léaud. 

Actuaciones potenciadas indiscutiblemente por la fotografía de Nicolás Wong –si no el mejor, uno de los mejores cinematógrafos de la región cuyo trabajo ha sido reconocido internacionalmente por esa mirada precisa e intuitiva en partes iguales–. Combinación ideal y poco frecuente que en Tengo sueños eléctricos comprendió la intención de Maurel y resolvió con una cámara en mano prioritaria que multiplica el devenir pulsional y errático de los protagonistas, como también el de Anca (interpretada por Vivian Rodríguez) y los personajes tributarios que funcionan como síntoma de Eva y Martín: Palomo -(José Pablo Segreda) y Sol (Adriana Castro). El crítico de cine Mario C. Gentil lo señala muy bien: «en un momento dado (Eva) se sienta al lado de su padre, al que atienden en una camilla del hospital tras realizarse un corte accidental. La cámara pretende enfocarle a ella, pero con el giro de una silla que rota sobre sí misma, entra y sale del encuadre por un lateral. Este es el máximo exponente de la principal característica formal de Tengo sueños eléctricos: los personajes huyen del objetivo, rara vez aparecen centrados en el encuadre, ocupando con frecuencia posiciones cercanas a los márgenes… No es sino una muy certera decisión de estilo… para transmitir con el lenguaje cinematográfico el corazón de un relato en el que los personajes no encuentran otras maneras de manifestar su amor que no sean mediante la ruptura y la violencia, donde la polarización gobierna los comportamientos de todos y marca a fuego la película».

En el mundo del ciclismo se le llama plano inclinado a los trayectos que no parecen oponer mayor resistencia pero se extienden a lo largo de una pendiente solo perceptible para los ciclistas que los cruzan. El plano inclinado es un ascenso. Algo así ejecuta en el montaje Bertrand Conard. A partir de un rodaje cronológico (así se filmó este largometraje), Conard entrega una edición dinámica y progresiva que con pulso fino nos transporta en modo ascendente al menos inesperado que poderoso movimiento narrativo final. La producción estuvo a cargo de Felipe Cordero en Costa Rica, responsable del andamiaje y la logística del rodaje que meses después, en Locarno, empezaría el largo camino de reconocimientos internacionales.

El poema central de Tengo sueños eléctricos lo armó Valentina Maurel a partir de tres textos de su padre, César Maurel, publicados en los libros Zapping (2005) y Patio trasero (2012). Con olfato de editora literaria, eligió versos de diferentes poemas, los editó y añadió un cierre de su autoría. Todo esto antes de escribir el guion del que, años después, sería su primer largometraje. 

Ya lo había hecho en el cortometraje de 2019, Lucía en el limbo, y ahora, con el largo aliento que le permite el largometraje, Maurel repite y se adentra aún más en el perfil de la capital donde agoniza el contrato social de mediados del siglo pasado. Calles y avenidas atravesadas por el ruido y el monóxido de carbono de taxis, buses y Hyundais; los barrios de casas enrejadas con el genérico panzón sin camisa que manguerea el carro; el interior de la casa Anca y de Palomo como pesadilla para personas con TOC. Y el contrapunto: la torre de apartamentos de precio inalcanzable y el domicilio de Sandra (presunto ligue de Martín), una casa de barrio privado sin rejas, en la que irrumpen Martín, Eva y Sol para desentonar aparatosamente con el orden pulcro, provinciano y aspiracional del quintil que prefiere mantenerlos al otro lado del muro. 

Pero a la vez, fiel al gesto dialéctico en el que prefiere colocarse Maurel a través del ojo de Wong, entrega una declaración de amor a ese mismo San José atravesado por el tendido eléctrico (de hecho, es ese el primer plano de la película), el de aceras angostas, de calles sin nombre ni numeración, de huellas en los pasamanos de los buses, de parques modestos. Un amor que vuela por encima del abandono administrativo y nos regala momentos cinematográficos memorables como los muchachos que, flanqueados por la guirnalda de luces municipales de las calles del sur de la capital y vistos por Eva y Martín desde la cabina del carro, se deslizan de noche en sus BMX paqueteadas, dejando atrás una estela de júbilo y dignidad. O las escenas en las fiestas de Zapote, tradición denostada de unos años para acá por la República de los Condominios, lugar que Maurel elige como escenario de sucesos y posiciones cardinales de la película. Es en medio de los juegos mecánicos mal engrasados, los puestos de comida fluorescente, la revelación ambigua y estroboscópica frente a la bestia de La Horrorosa, las luces multicolores y la música seriada donde –aunque brevemente– vemos a Eva entregada a la libertad y pulsión de vida. Como si de repente todo lo fisurado brillara o dejara de brillar bajo las luces intermitentes. Como si al bailar y cerrar los ojos desapareciera todo menos dos cosas: los sueños, la electricidad.

Una ciudad de ruido y olores entretejidos con el volumen creciente de las discusiones y, peor, de los silencios, con los cuerpos transpirados de todos los personajes, así como con los reflejos socialmente desterrados a la clandestinidad: el olor que los dedos llevan del sexo a la nariz.

En definitiva, una película de mirada aguda que transita a contravía del mandato moralizante contemporáneo. Una ópera prima levantada con criterio sólido, entendiendo el criterio como lo contrario a la sensatez porque el criterio incorpora al cien por ciento la confusión, como bien lo dice Rodrigo García en la obra Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta.

Un 22 de marzo del 2021, en el corazón de la pandemia, recibí un correo electrónico de Valentina. El asunto era «Guion y poema robado». Por medio de César y por los cortometrajes que había dirigido hasta entonces (Paul est là y Lucía en el limbo) conocía su trabajo, así que esperaba leer un buen guion. Pero unas horas más tarde aquel texto me había dejado emocionado y, no era para menos, desconcertado. ¿Quién se atrevía a hablar con tal soltura y desfachatez sobre la violencia que atravesaba a una joven de 16 años? ¿Quién mostraba una relación impropia, para decirlo sutilmente, y además exhibía de forma explícita una escena sexual de consentimiento dudoso sin convertir esto en el centro de su película? ¿Quién se negaba a tomar una posición pacificadora? ¿Quién se animaba a colar humor en pasajes de aquella historia? 

Pensé en Medea (2017), de Alexandra Latishev, referente indiscutible del cine costarricense. Pensé en «El sermón de Ginger Rogers», cuento de Claire Keegan. Pero este guion se extendía aún más. En aquellas páginas estaba el fin de una época y el inicio de otra. De eso estaba seguro. Se sabe que entre guion y película hay mucha distancia, no es garantía de nada. Dos años después, Valentina Maurel me volvió a sorprender.

La noche del estreno, salí de la sala de cine con una sensación difícil de nombrar. Imaginemos la escena de las fiestas de Zapote, las luces de los juegos mecánicos, el olor de las fritangas, el zumbido apícola del gentío, el latido uniforme de la música lejana, un globo se pierde en el cielo de la noche. O tal vez trataba de ponerle nombre a lo que me pareció que vi en Tengo sueños eléctricos: una forma de mirar, de tocar, de oler, de escuchar y, sobre todo, una forma de procesar lo mirado, tocado, olido y escuchado.

Ahora que llego al final de este texto pienso que más allá de que sea difícil encontrar y precisar esa o esas palabras es, sobre todo, un esfuerzo innecesario. Regreso más bien al comentario final de mi respuesta a Valentina después de leer el guion, una noche de marzo de 2021: vi ya una película profunda sin solemnidad, provocadora sin amargura, inteligente sin altanería y –esto lo subrayo porque es difícil de encontrar–  vulnerable sin subordinación.

Una historia de guaro

Una biblioteca, una familia

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