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La duende

La duende

Después de salir corriendo del último bar abierto en Pérez, me detengo unos segundos frente a un espejo para corroborar que mi disfraz siga intacto. El verde de mis medias no es el mismo de mi blusa, pero me siento increíble. 

Nos paseamos por lo que él confunde con su barrio, pues insiste en que conoce muy bien este lugar. Incluso, me da una visita guiada por las aceras y caminos, explicándome las rutas como si conociera mejor que yo donde nací, como si creyera ser dueño de las cosas por tan solo saber observarlas. 

Las personas construyen casas donde pueden protegerse de lo que ocurre allá afuera, nosotros sin aparente espacio en ese momento, nos dedicamos a correr bajo los efectos del alcohol por todo barrio San Andrés, sin que importe mantenernos sin protección ante la vida, sin un hogar. 

Subimos una calle empinada y cruzamos un puente lleno de hojas secas de guarumo que anunciaron nuestros pasos con notas crujientes sobre el pavimento. Era agosto y entraba el invierno. Las luces de la noche se reflejaban en los charcos y cada salto sobre ellos distorsionaba un poco más el efecto de nuestra realidad. Seguirlo parecía una buena idea hasta que perdí el registro de donde estábamos, entonces tomé su mano y de pie frente a una casa desconocida peleamos de nuevo. 

Insistió tanto en afirmar que esa era su casa nueva, que yo solo pude mirarlo fijamente y esperar a que pudiera leer mi mente. Indignación. La sangre fluía con fuerza hasta llegar al centro de mis cejas, entonces mi cuerpo reconoce la escena. El aire caliente lleno de humedad, las casas, el lodo, una cerca de alambre de púas que parece tan fácil de manipular, que no protege esta casa porque da la sensación de que cualquiera podría entrar. 

Su voz dormida emerge del zacate mojado de una lluvia que hubo a las 5 de la tarde. 

—Sandra, mirá la luna. Con razón no nos perdimos. 

Me señala una franja de oscuridad y me pide que lo acompañe al borde de la cerca. Ahí me dispongo a construir pequeños planes, donde calculo que tan peligroso sería dirigirme sola a la esquina donde está la escuela y esperar a que pase un taxi que me lleve a la casa de mis papás. Al final de cuentas, mi hora de llegada son las 12 media noche y ya casi son las 2 de la mañana. 

Comprendo en ese momento que de nada sirve meditar entre semana, si el sábado voy a barrer con mis respiraciones la suciedad de las personas hasta quedarme sin aire. Entonces rendida, sigo sus huellas hasta llegar a la parte de atrás de un árbol de limones. Encuentro sus ojos en la luz entrecortada de la lámpara de la calle que penetra las ramas del árbol. Siento su aliento a cigarro demasiado cerca, sus pestañas tienen las puntas quemadas y su escaso bigote es un símbolo que lo detiene forzosamente en la pubertad. 

—No puedo creer que arruinaras mi cumpleaños, le dije molesta. Principalmente asqueada con mi decisión de pasarlo con él en ese lugar de mierda. 

Habíamos discutido demasiado en el bar, estuvimos por mucho tiempo en la banca de afuera, rechazando a lo que hubiésemos accedido con facilidad otro día.

Era tarde para arrepentirse, ya habíamos huido a su casa. Él se encoge y se acuclilla en la tierra, escarba un poco entre las raíces del árbol y saca un objeto redondo y brillante. Corto el trance con una expresión de aburrimiento y corro al borde de la carretera, me persiguen mis miedos. En este juego yo voy perdiendo, mis manos buscan sostenerse de una señal de alto donde doy dos giros sin medir mi velocidad y me lastimo. Ya debería de haber vuelto mi conciencia. Caigo sentada en el caño y procedo a sacar un dulce de la bolsa de mi jacket, mientras lo abro también encuentro un plástico vacío de algo que probablemente consumí más temprano y el recibo del súper donde compramos de camino las cubas que obviamente pagué yo. 

Marcos me sigue con la esfera y se sienta a mi lado en la calle. Lo odio por ser tan frágil, por no permitirme ser tan dura con él como lo soy conmigo misma. El alcohol que aún queda en mi cuerpo no me deja hablar con fluidez, sigo intentando explicarle por teléfono, al señor de la central de taxis, la dirección para que me recojan, porque ni siquiera yo misma la entiendo. 

Tal vez hoy no es mi cumpleaños y es solo un día más de agosto en un lugar de Pérez. Quiero pensar que si fuera hoy, mis amigas estarían aquí o mi mamá ya me habría llamado para ver dónde estoy. Noto que pequeñas gotas de sereno caen de los árboles, regulo la temperatura de mi cuerpo con mis manos. Los pájaros aún no despiertan, las flores están por brotar lejos de aquí y el cusingo quizá planea ir por papaya al comedero de la casa de mis papás. Nada de eso quiero perderme. Él me da la esfera mientras me observa y afirma que si me quiere. Me gustaría reclamarle algo pero no sé bien qué, entonces me despido con un abrazo y un “todo bien”, pues ambos estamos incómodos. Subo al taxi y me despido pensando que probablemente más tarde su novia va a ver huellas sembradas en el patio de su casa y se pregunte de quién podrían ser.

Un asesino

Tres poemas de Esteban Rodríguez

© Samoa,