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Un asesino

Un asesino

Podría decir que alguna vez conocí a un asesino. Pero dicho así, en esos términos, resulta mucho más áspero de lo que realmente fue. No es lo mismo un asesino que alguien que ha matado a otro. El asesino es, si se quiere, aquel que ha hecho de esa circunstancia un modo de ser y de estar en el mundo. Como un transeúnte desprevenido que maja un chicle y lo arrastra en su marcha a todas partes. Un hombre que mata a otro hombre es cosa distinta. Es simplemente un hombre al que, debido a insospechados azares, le corresponde el aciago destino de hacer cumplir destinos ajenos. 

No estoy seguro si Chente era un asesino o un hombre que mató a otro hombre.  

Lo conocí en la vela de mi abuelo. 

Me dio el pésame, le agradecí y se fue sin saber que yo sabía casi todo sobre él. 

Lo primero fue un rumor: se decía que había estado preso. 

Solo eso. 

En aquellos tiempos los delitos no eran precisamente objeto de esa presunción escandalosa que caracteriza nuestros días. Eran cosas íntimas. Se cometía un delito como se yacía en la cama con la esposa: rodeados de silencio y suspicacias. 

El rumor se remontaba a mucho tiempo atrás. Yo tendría unos 10 años y entonces, no sé por qué, le pregunté  a mi abuelo si había matado a otro hombre. Y él, que fue un hombre derecho como pocos, me contestó sólidamente que no. 

"Pero conozco a uno que sí", me dijo. 

Ese era Chente. 

Según mi abuelo, fueron muy amigos. Solían salir juntos a montear y a coger pájaros. Una vez, mientras el mozotillo predilecto de mi abuelo lanzaba estrepitosos picotazos a través de la jaula trampa, Chente le dijo: "Memo, usted sabe lo que dicen por ahí, no me diga que no ha oído, porque uno no es tonto. Usted es mi amigo y se lo voy a decir. Es cierto. Yo lo maté". 

Casi puedo imaginar el afectado batir de alas de los mozotillos hecho inmensidad por obra y gracia del silencio. 

Un silencio furioso, una puntuación inapelable. 

Una batalla insustancial: un pájaro preso, a través de los alambres, provocando la cólera de un pájaro libre. 

Charrales nerviosos que recibían la embestida del viento y los perros. 

Y el río Aguacaliente con su murmurante necedad. 

Casi puedo imaginarlo. 

Salvo por el silencio enorme. 

Mi abuelo me contó que no volvió a hablar con Chente desde aquella vez. 

La cosa, según me dijo, siguió como si nada aquella mañana. 

Cogieron dos mozotillos. 

Tomaron café. 

Echaron perros en el bajo, por los zacatales de los Pirie. 

Pero casi no hablaron más. 

No se trataba de un enojo en sentido estricto. 

Era, tal vez, vergüenza. 

O congoja. 

Si se topaban, se saludaban.

Si podían hacerse los chanchos, mejor. 

"Cuando aquella mañana Chente me contó, yo ya sabía. Todo el mundo sabía. ¿Pero sabe que fue lo me molestó? Que me lo dijo como rajoneando. Está bien si fue algo accidental. Pero fanfarronear por haber matado a un carajo, eso no". 

Leer para habitar el mundo

La duende

© Samoa,