Secciones


Autores

Reiniciar en modo seguro

Reiniciar en modo seguro

1. La última vez que escribí esta columna fue en marzo del 2020, en las primeras semanas en las que nos fuimos a teletrabajar y a comprar algunos víveres de más para pasar lo que creíamos sería un par de meses en aislamiento, mientras se controlaba la pandemia. Han pasado casi dos años. DOS AÑOS. Lena escribe detrás del grueso vidrio del pasado y no puede oírme, no oye mis advertencias. No sabe que debería estar más lista para lo que viene, ser más fuerte, prepararse para una larga marcha de días y días, de soledad, muerte e incertidumbre en el largo plazo.

2. Hace un año, en cuestión de tres semanas, pasé de tener dos abuelos a no tener ninguno. Se murieron los viejos y no de COVID, sino de cosas de viejos. Por casualidad estuve en Costa Rica en esas fechas, porque se había abierto la frontera y a pesar del caos institucional las cosas estaban más o menos bien, o debería decir, lo peor estaba aún por venir. Pude ir al entierro de sólo uno de ellos (el que más quería, no nos pongamos con vainas). Lloré en cualquier momento en un cementerio lluvioso, un entierro veloz de aforo limitado. Lloré sobre todo cuando lo vi en su ataúd tan pequeñito como el de un adolescente, y no el de un hombretón de bigote blanco con manos gigantes de campesino, que siempre se tragaron las mías. La verdad es que yo ya había empezado a llorar mucho antes de que se muriera porque desde hacía meses, perdido en la neblina de su conciencia, ya mi abuelo me había olvidado.

3. Ellen Ullman escribe en Life in Code sobre su vida de ingeniera de software en Silicon Valley desde los años 90. Me reconozco a veces en sus notas ya consideradas antiguas. Recuerdo estar rodeada de hombres-niños-genios de comportamientos tribales, felices de ser finalmente recompensados por sus fijaciones. Recuerdo el optimismo sin reserva del que fuimos presa (y del que todavía algunos somos) corriendo locamente hacia la democratización de la información, la participación constante y absoluta, la disolución de las barreras en la comunicación, la revolución pendiente. Simpatizo con sus preguntas sobre las inteligencias artificiales y las preguntas inevitables que nos obligan a hacernos, interpretando sus movimientos como si fueran gatos (solo que los gatos se nos mueren). Me identifico con el tono que usa al hablar con algo de cariño de su computadora nueva y de la vieja, de su sistema operativo, de los componentes físicos (la memoria, el espacio en el disco, la resolución del monitor). Ullman explora nuestra proximidad con las máquinas en una dimensión íntima e histórica, y las implicaciones de llevar con nosotros un récord imperfecto de los detalles de nuestras vidas.

4. Hubo un par de semanas en el último verano en las que se suspendieron algunas medidas sanitarias en San Francisco y todos salimos a los parques como desesperados, a ver a los amigos y a hacer tímidas fiestas infantiles al aire libre, a enamorarnos de cualquiera con intensidad suicida, antes de que el aire se volviera amarillo por los incendios forestales. En esas dos semanas corrí por la ciudad con euforia, caminé por barrios donde nunca camino y pasé horas aspirando el olor alucinógeno de las brugmansias, deseando con todas mis fuerzas que fuera el fin. Por supuesto no lo era.

5. Llegamos a Costa Rica otra vez a finales de julio, justo para que empezaran las lluvias más serias. Desde un apartamento de San José vi llover absolutamente todos los días a eso de la una de la tarde, viendo la humedad escalar las vigas y meterse por las rendijas microscópicas de las ventanas. Semanas y semanas de aguaceros, alcantarillas inundadas, ríos que amenazan los puentes, sombrillas vueltas inútiles por el viento, partes de la vía pública desapareciendo ante nuestros ojos, cuadrillas de mantenimiento dedicadas a la lucha contra el agua, que es mucho más antigua que la lucha contra el COVID y a veces a despropósito. Truenos, rayos y explosiones de transformadores que había que explicar en las videoconferencias, “es que aquí nos están castigando los dioses”. San José está llena de mis fantasmas mojados, de cosas ordinarias que me pasaron en cada barrio, una ciudad por fin algo más limpia gracias a la hidrolavadora climática. Me sequé el pelo con un paño en la entrada, comí comida caliente y me deshice en abrazos cuidadosos con mis amigos. Cuánto cariño en el agua tibia que cae del cielo.

6. A estas alturas en la que todos estamos hartos de las decisiones estúpidas de los demás (nunca de las propias), se ha puesto de moda entre gente muy correcta decir cosas que rayan en la eugenesia, por ejemplo que deberíamos negarle el acceso a la salud a las personas no vacunadas. Aún no se pronuncian sobre los gordos o los fumadores, pero ya veo venir sus sabios juicios. Exigen que la policía ponga orden, ¡cárcel para los inconformes! Más de un pequeño autoritario ha brillado durante la emergencia, feliz de poder ejercer su microscópico feudo de poder: ni me hable si no se ha lavado las manos, ni cruce el umbral de mi puerta sin poner los pies en una bandeja con desinfectante, arriba las manos mientras le apunto con un termómetro-pistola. Las medidas que eran de salud pública (el parque cerrado, los bares cerrados, no a las fiestas, la circulación restringida) cada vez se parecen sospechosamente más a los de la moral pública.

7. A muchos meses de la pandemia las condiciones de vida en la casa de San Francisco se deterioran. Se mudó nuestro vecino favorito a Berkeley, que bien podría ser Siberia. Se enfermó el árbol del patio y tuve que remojarlo con un remedio natural que todavía huele horrible cada vez que voy a visitarlo. Los vecinos de al lado empezaron una larga y tortuosa renovación de su casa que ha significado martillazos y taladros todos los días empezando a las siete de la mañana. Se murió mi planta carnívora favorita porque se descompuso la calefacción, y su cuerpo tropical como el mío no aguantó el frío. Una familia de ratas encontró cobijo en la bodega de las cosas viejas, así que mientras se van las ratas las cosas viejas están amontonadas en la sala y me obstaculizan el paso para llegar a los libros. Todo está sucio, permanentemente. Mientras tanto tratamos de vivir ahí un hombre, una mujer y un perro, haciendo pequeñas coreografías diarias que consisten en cerrar y abrir puertas y divisiones estratégicamente, como si pudiéramos evitarnos la incomodidad de vivir juntos.

8. La semana pasada un equipo de análisis genético anunció que midiendo miles de proteínas en el ADN humano se puede estimar estadísticamente el 5% de la población que tiene más posibilidades de morir. Se estima la cantidad de vida como si la vendieran por minuto. Usando una muestra de sangre, se puede comparar a cientos de miles de personas, como si hubiera comparación entre nuestras vidas individuales. Estos análisis estadísticos, aún en etapas más o menos rudimentarias, ya son usados para tomar decisiones éticas cuando los recursos son escasos: se acaban las camas de hospital, las dosis de la vacuna, los anticuerpos monoclonales. Los activistas con discapacidades son los primeros en levantar la alarma: estas medidas “objetivas” sin duda se utilizarán para negarle el cuidado a las personas que según ellas morirán de todos modos. Creo que necesitamos que alguien les recuerde constantemente a los científicos, a los aseguradores, a los pequeños autoritarios, que no importan sus comportamientos o el índice de sus proteínas: ellos también se van a morir.

Sobre dos libros cortos releídos recientemente

Tal vez el otro año

© Samoa,