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Las gradas del Mall San Pedro

Las gradas del Mall San Pedro

Una serie de tediosos procedimientos dentales me ha llevado, luego de muchos años de no poner un pie, al mall San Pedro, una de las mayores aberraciones estéticas de la Gran Área Metropolitana, con esas gradas donde, por ahí del 2001, un guarda me regañó porque estaba “prohibido sentarse” (¿por qué?, me pregunto ahora). Recuerdo que eran las 7:30 de la mañana, o antes incluso, porque estábamos yo y otra gente esperando a que abrieran, en mi caso para ir a la «parte escondida», como me gustaba decirles a todas las oficinas que no son tiendas y están de alguna manera insertadas al fondo de la horrible estructura. En ese laberinto de oficinas me dirigía a la capacitación de un call center de esos que atendían apuestas, en su mayoría relacionadas al deporte. Para eso tuve que memorizar el nombre de todos los equipos de la NFL, NBA y la MLB. Eso hacía una mañana del 2001, en las gradas del mall, pensando en los Green Bay Packers, los Atlanta Braves y los equipos «de relleno», los eternos perdedores, como Los Angeles Clippers. 

Tras pasar varias semanas yendo de lunes a viernes, me familiaricé en exceso con el mall y sus aromas, una mezcla de desinfectante, comida grasosa y un olor dulciento e inexplicable, de origen vago pero que si lo volviera a percibir lo identificaría inmediatamente. Era una época en la que existían cafés internet, regentados en ese entonces por chinos, al menos los que estaban dentro del mall, además de otro tipo de negocio ya extinto: las tiendas de discos. En mi recorrido diario me detenía un momento a ver el escaparate de una tienda de discos pensando en los que me compraría con la plata que supuestamente ganaría en el call center. Alguna vez la música fue algo masivo, rentable, se me ocurrió repentinamente, aunque por supuesto lo sigue siendo, de otra manera. Ya no es algo que uno compra y colecciona, salvo en nichos muy específicos. Incluso, se podían conseguir libros en el local de la Librería Internacional, donde también se encontraban, con cierto retraso, revistas de música gringas como Spin. Todo eso parece de otro mundo ya, tantas cosas obsoletas en 20 años, tan obsoletas como yo me siento algunas veces. Pero basta de lloriqueo. 

En este recorrido 2021 por el mall, todo ha cambiando mucho y a la vez no demasiado: el diseño es el mismo, por supuesto, pareciera que para llegar a cualquier lado es necesario recorrer distancias que invariablemente lo hacen a uno pasar por tiendas, la añorada «compra impulsiva» de la que siempre hablan los expertos en marketing. Si hay algo que mantiene vivo al mall en medio de una economía que viene de capa caída desde hace tiempo, además del lavado de dinero, es la venta de chucherías para teléfonos. Generalmente ubicadas en una especie de kiosco, de alquiler más bajo que un local, supondría, venden palos de selfie, protectores y hasta unas luces circulares que supuestamente sirven para iluminar las fotos tomadas con el teléfono. En mis primeras andanzas por el mall, un teléfono celular era casi exclusivamente de pipis y la apertura del mercado telefónico estaba a una década de distancia.

Además, debido a que mis lecturas adolescentes incluían cosas tan mal envejecidas como No Logo, de Naomi Klein, la misma idea de un centro comercial era la representación de todo lo que estaba mal en el mundo: la más mínima debilidad hacia los encantos vulgares del mall no era solo una falla de carácter, era una falla político-moral. Recuerdo que una vez me llegó el chisme, pudo ser por ahí de la época del referéndum sobre el TLC, de que un grupo de anarcos planeaba hacer una «intervención» en un mall capitalino, durante la temporada de compras navideñas querían tirar una bomba fétida o algo así, porque qué barbaridad el consumismo. Ya desde esa época me parecía una idiotez, y en la actualidad le partiría la cara sin pensarlo a cualquiera de esas mierditas engreídas con pretensiones de contracultura. 

A pesar de su innegable vulgaridad, el mall en nuestra ciudad es lastimosamente uno de los pocos espacios limpios y relativamente seguros, en realidad podría asegurar que mucha gente pasea allí no porque sean zombis alienados, sino porque les resulta cómodo en su esterilidad. Hasta mi alma amargada logró encontrarle un encanto morboso a los malles, un encanto digamos ballardiano, desde esa sensibilidad que no juzga ni aprueba necesariamente. Por supuesto que en el caso del mall San Pedro, esa relación sigue siendo compleja, en parte por la traumática experiencia de ese entrenamiento para call center, pues a pesar de semanas y semanas de estar ahí a las 7 de la mañana, no conseguí el trabajo. Lo que deseaba internamente era no trabajar, pero ese mini fracaso me llenó de encono hacia el lugar por algún tiempo, si bien me salvó de un futuro como estudiante universitario de 30 años que pospone su graduación porque gana suficiente dinero atendiendo apuestas. Está de más decir que me olvidé de todos los malditos equipos gringos, más allá de los más famosos, y cada vez que voy al dentista recorro de nuevo los pasos de mi yo de 18 años y también de algunos de mis desdichados excompañeros de training de los que no volví a saber nada. 

Todo lo que alguna vez fue nuevo en el futuro se convertirá en ruina. Esa cosa siempre fea pero reluciente que mi familia y yo visitamos en 1995, cuando se acababa de inaugurar, quizás correrá la misma suerte de esos enormes malles estadounidenses que hoy están completamente abandonados, sobre todo los que se construyeron durante los 70 y 80 en ciudades del medio oeste golpeadas por la recesión económica y los opiáceos. Es muy entretenido buscar en Google fotografías de malles abandonados, pues desde su carcaza decrépita se puede hacer un ejercicio de superposición: reconstruir las imágenes de sus tiempos de esplendor, llenos de paseos familiares y el vagabundeo sin rumbo de hordas adolescentes. Un mall San Pedro abandonado y consumido por flora y fauna tropical, enredaderas verdes apoderándose de las escaleras eléctricas, pozos de agua estancada, manchas de humedad en las paredes formando una especie de lienzo expresionista abstracto... Sería un lugar extrañamente conmovedor, pienso, mientras busco la salida principal con una bolsa de hielo pegada a mi mejilla izquierda, tras despedirme de mis muelas de juicio.



Fotografía de Pablo Iglesias Maurer.

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