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Las clases de Hebe Uhart

Las clases de Hebe Uhart

El lenguaje y el misterio

El que empieza a escribir quiere poner todo. En vez de escribir sobre temas concretos, pone ideas, opiniones sobre el amor, sobre la libertad, sobre la muerte. Hay gente que escribe artificios para exponer su ideología, pero el lector no se puede identificar con el artificio. Se habla de temas como la dictadura militar, las víctimas del bombardeo de Guernica o el hambre en África, pero son generalizaciones. Si, en cambio, veo que en África se está haciendo buen cine, como pasa, entonces me identifico, porque es algo que tiene que ver conmigo.

Flannery O’Connor decía que “para la mayoría de la gente es mucho más fácil expresar una idea abstracta que describir un objeto que está viendo realmente. Pero el mundo del novelista está hecho de materia”. Si el pensamiento del autor no puede estar al servicio de la experiencia, la escritura queda como cosa impostada: “Si no puedes escribir algo de una experiencia pequeña, probablemente tampoco serás capaz de escribir de muchas otras experiencias. La tarea del escritor es observar la experiencia, no fusionarse con ella”.

Somos un cúmulo de contradicciones. Yo voy a una confitería y tomo el café con leche con edulcorante. Pero después le pido al mozo una porción más de dulce de leche para las tostadas. Mansilla iba al desierto y no le importaban las alimañas ni los peligros, pero usaba guantes para protegerse las manos. A los tres años, el nieto de una amiga hablaba como un sabio: “yo considero...”, “yo no tolero...”, hablaba así, pero todavía usaba pañales. Era un sabio en pañales.

El proceso de idealización nos impide ver la realidad como es. Cuando estuve en Los Toldos, vi a un cacique que me pareció muy turbio: organizaba fiestas y hacía buenos negocios. Yo le pregunté a Don Haroldo Coliqueo cómo era posible que un cacique trabajara en eso y él me contestó: “Entre nosotros también hay de todo”. Yo idealizaba la figura del cacique y no me daba cuenta de que, en su ambiente, como en cualquier otro, todo viene mezclado. Nada es claro ni viene armado, ni en la vida ni en el amor. Los juicios de valor obturan.

Una chica del taller escribe sobre un barrio de París y pone que es un “barrio sórdido”. Una cosa es un barrio sórdido en París y otra en Asunción o en Buenos Aires. ¿Cuál es la especificidad de esa sordidez? Si yo digo: Los pobres (o los indios del Paraguay) no quieren trabajar logran mejoras y entonces vienen otros y les arrebatan lo que tienen, porque las tierras no son de ellos, entonces ésa es una buena observación, porque voy más allá del prejuicio. Todo lo que se exhibe o se expone en la escritura –o en el pensamiento que se le da al narrador– debe estar hecho desde la observación y la especificidad de los hechos.

El “yo” que va a escribir es un “yo colocado”, no es mi “yo real”. El “yo real” es el que siente frío, el que no soporta y el que tiene juicios de valor. Si yo no soporto muchas cosas, tampoco voy a soportar el hecho que estoy observando para escribir. Y el “yo” que escribe debe tener una vinculación directa con lo que no soporta. Para Felisberto Hernández, por ejemplo, el cuerpo es el “sinvergüenza”. El cuerpo come, duerme, caga. Felisberto sabe disociarse, como Nietzsche, que llamaba a su dolor “mi perro”. El se detiene y examina al dolor, escribe desde ese “yo colocado”.

Todo arte es el arte de escuchar. Cuanto más miro, más salgo de mi prejuicio. Es difícil mirar lo real sin postergar el juicio, pero para escribir es necesario hacerlo. Muchas veces la gente no mira lo real, no miramos lo que hay. Flannery O’Connor habla de la mirada de lo concreto, dice que no se puede crear compasión desde la compasión. Si uno escribe “qué triste que me siento” no sirve, hay que mostrar esa tristeza. Si uno pone un personaje que aparece sólo un segundo, tiene que saber para qué lo pone. Si no, no lo pongo. O’Connor decía: “El escritor está buscando una imagen que conecte, combine o encarne dos puntos; uno está arraigado en lo concreto, el otro es invisible a simple vista, pero el escritor cree firmemente en él, y es tan innegablemente real como el punto que todo el mundo ve”. Cuanto más se mira el mundo, más se ve.

Simone Weil decía que aprender a observar es la base de todas las artes, menos la música. Se trata de una “disposición del sujeto en la que éste se implica poniendo todo de sí mismo”. La atención “se cualifica por su constancia, que se opone a la dispersión propia de la curiosidad”. También decía que “el conocimiento no se obtiene por la acumulación de lo disperso sino por la profundización continua de lo mismo”. Y que en el ámbito de la inteligencia, la humildad no es otra cosa que atención. Clarice Lispector ha mirado más cuando escribió el cuento de la mujer que no puede salir a la calle con la cara desnuda y se maquilla como una puerta para ir a una fiesta, ahí ella mostró una atención paciente.

A veces vemos mal por voluntarismo. El “yo narrador” que aparece en un texto sería como el director de una obra de teatro que se mete en el escenario. Por eso, el “yo inmediato”, el de los miedos y los dolores y los prejuicios, debe quedarse fuera de escena. Yo debo dejar pastorear a los personajes en mi cabeza. Cuanta más atención les doy, más profundidad tendrá mi texto. Hay que desechar lo que no es significativo, no es necesario poner todo. “Me casé”, por ejemplo, es un dato anodino. Para algunos, es sólo un trámite, para otra persona puede significar un cambio absoluto en su vida.

La atención debe convertirse en hábito. A mayor libertad de pensamiento, mayor disciplina. Si planteo un texto de ficción, debo tener más autocontrol, yo soy el regulador de esa ficción que estoy creando. Y cuanto más fantástico sea el tema que elija, más aferrado a lo real debe ser. Un cuento fantástico tiene que ser, por sobre todas las cosas, verosímil.

¿Cómo aprendo a observar? Aprendo a observar volviéndome pasivo, escindiendo el “yo inmediato”. Simone Weil decía que “la atención tiene carácter pasivo y paciente, opuesto al carácter activo y laborioso de la vida que se desarrolla bajo el imperio de la necesidad”. Logro un estado de ánimo parejo, sin altibajos. No puedo escribir estando deprimido o borracho o eufórico. Esto no se adquiere de la noche a la mañana, es un hábito. Debo aprender a usar los sentidos, eludir los juicios inmediatos, que muchas veces son prejuicios. La forma no está reñida con lo material. Cuando me pongo a escribir, adquiero esa actitud pasiva para dejar que los personajes pastoreen en mi cabeza, y en un ejercicio de obediencia y desobediencia me olvido de las fórmulas literarias. La atención y la observación se entrenan. Kafka no quería escribir sin profundidad: cuando la observación o la percepción no estaba acabada, se abstraía de escribir para no traicionar la idea que tenía del tema o del personaje.

O’Connor habla del sentido del lenguaje y del sentido del misterio. Les da palos a sus alumnos, que son todos sureños. En los cuentos, los personajes de sus alumnos hablan como en la televisión. Ella les dice que no captaron el lenguaje: “No hay nada peor que un escritor que no usa los dones de su región (...); cuando la vida que verdaderamente nos rodea resulta ignorada totalmente, cuando nuestros patrones de lenguaje son completamente pasados por alto, entonces algo anda mal. (...) El lenguaje caracteriza a la sociedad y cuando se ignora el lenguaje es tanto como ignorar el ambiente social que puede conformar a un personaje pleno de significado. No se puede separar a los personajes de su entorno y decir mucho menos de ellos como individuos. No se puede decir nada significativo acerca del misterio de la personalidad, a menos que se ubique esa personalidad en un verosímil y significante contexto social, y la mejor manera de lograrlo es con el lenguaje particular del personaje”.

Para escribir se necesitan dos cosas: el sentido del lenguaje y el sentido del misterio. En el lenguaje uno percibe un misterio, algo que aparece más allá de lo que digo o me dicen. Pienso en el tango, por ejemplo: “Por una cabeza de un noble potrillo”, parece que hablara más allá del tango. No se puede decir nada de la personalidad del personaje si no sé ubicarlo en su misterio, en su vida, en su mundo detrás del lenguaje. Borges escribió: “Facundo Quiroga va en coche al muere”. Ese es un lenguaje inspirado que nos habla de un mundo misterioso, son frases que te resuenan por algo, que te quedan por su componente de misterio.

¿Por qué hacemos juicios rápidos? Porque nos da angustia mantenernos en la duda. Para escribir el juicio rápido no sirve. Si yo digo de un personaje “es un aparato”, no digo nada, tengo que especificar qué clase de aparato es. Si digo “me molesta”, “no me gusta”, “no existe”, o “me molesta porque existe” o “es un fantasma”, lo niego, son expresiones rápidas que no definen al personaje. Para escribir debo mantenerme en una duda razonable, quedarme un poco antes del concepto, de la crítica, del juicio rápido.

Algunos escritores son demasiado vagos o vanidosos y por eso no se atreven a mirar los detalles. “Esto no está a mi altura”, se dicen, y no miran ni escuchan cómo habla la gente. Mansilla, cuando se va a cambiar cautivos, a acristianar, se queda observando el vestidito de una india. Dice: “El vestido de esta indita no es ni de pueblo ni de ciudad”, y se pregunta cómo es que está vestida así. Hasta que le explican que es de un malón, se lo habían sacado a una virgen y se lo pusieron a ella. Mansilla era escritor y tenía la curiosidad de saber de dónde venía ese vestido.

Cómo habla la gente

El sentido del lenguaje es muy importante y, como decía Flannery O’Connor, “buena parte del trabajo del escritor está ya hecho antes de que empiece a escribir, porque nuestra historia vive en nuestra forma de hablar”. No es lo mismo decir que hace calor o “calorón”, como se dice en Córdoba, o “calorazo”, en la provincia de Buenos Aires. En Corrientes el lenguaje es my visual: hay carteles para los accidentes de trabajo, donde se muestran una ruta, un auto, un cielo, ese cartel me está diciendo cómo son. Una señora de Amaicha me dijo, cuando le pregunté si tenía perro: “unito”.

Estas observaciones son importantes en una crónica de viaje, donde tengo que mirar los diarios, los graffiti, los carteles de las iglesias. Tengo que ver el lenguaje. En el lenguaje popular se dice “guampear” por poner los cuernos (viene de guampas). “Te uñé” dicen en lugar de “te rasguñé”. En un café de Chile pedís un capuccino y te contestan: “bueno, dama”. Te preguntan: “Dama, ¿un café?” y te sentís como una dama antigua. En el interior hay una ausencia de respuestas cortantes, no dicen sí o no como decimos en Buenos Aires, sino: “si usté quiere”, “si usté lo ve de esa manera” o “puede que así sea”, en vez de un “sí” definitivo. Al animal que levanta mucho la cabeza al caminar le dicen “estrellero”, porque mira al cielo y porque a la frente del animal se la llama “estrella”.

Hay dos tipos de escritores, los que miran a través de una ventana, como Felisberto Hernández, y los otros, los que se meten con la gente, con la sociedad, con los ricos, con los pobres, con el campo, con la forma de hablar. Generalmente no escuchamos, hacemos juicios de valor. Para escribir hay que saber mirar y saber escuchar cómo habla la gente. Mirar bien a fondo y escuchar a fondo es necesario para los que quieren escribir.

Un día me invitaron a una charla de señoras a la que le habían puesto el nombre de “tertulia”. Una señora me dijo: “¡Cómo sabés escuchar!”, pero escuchar no es una virtud difusa o divina, es algo que se aprende. No falta talento ni inteligencia en la Argentina, falta disposición para escuchar. Hay que ponerse afuera de uno mismo, pero si pensás que el afuera es algo detestable, no salís de vos y estás mal colocado para interpretar al otro. Uno no puede ponerse por encima de lo que va a escribir, porque los juicios de valor obturan. Si escuchás a una persona de otro nivel social y reparás sólo en las incorrecciones del habla, entonces no vas a entender lo que le pasa.

El personaje se tiene que mostrar como tal a través de lo que es y de lo que dice. Si quiero escribir debo apropiarme de la lengua de mis personajes de forma particular y no dejarlos hablar en abstracto ni tampoco engolosinarme con las palabras. Pero ¿cómo hago para apropiarme de un modo particular de hablar utilizando la lengua, que es el instrumento común? Debo atender a cómo habla mi personaje, reflexionar acerca de él.

A mí me interesa el lenguaje, no tanto la entonación ni los tonos de la voz, sino la coloratura de la voz. A los paraguayos los pescás escuchándolos hablar, a través de la tonalidad, de la coloratura de su voz, que es muy distinta de la de un peruano o de la de un porteño. La voz del peruano es más espesa. Un brasileño de Río parece que hablara con la nariz. Y si vas a la frontera, ya en Río Grande, encontrás un castellano brasileño. Los chilenos suben la voz y les sale aguda. Eso ya tiene que ver con otra cosa, sin importar lo que vayan a decir, la tonalidad los delata y nos ayuda a armar al personaje. En Cuba, en vez de decir “me agarró la ira” dicen “me salió el yo capitalista”. También dicen, para expresar que podés sentirte cómodo, “acojínate”, de cojín, almohadón. A una escala más literaria, Dostoievski escribió: “Y murió para siempre”, que no es lo mismo que “se murió”, así nomás.

En los periódicos paraguayos encontrás titulares como: “Se murió en un tiroteo en medio de una serenata”. Aquí el lenguaje propone situaciones contrastantes que también inspiran para escribir. O como decía una señora paraguaya que trabajó en mi casa: “Yo voy por la vida sin pordelantear a nadie”. Los paraguayos son distintos, son insólitos porque aparece un elemento raro en el lenguaje y en la forma de ser. Usan expresiones como “muy mucho” por exagerado o demasiado y “no era dueño de su lengua”, cuando quieren decir que usaba malas palabras, son formas que también se utilizan en el norte argentino.

El castellano que se habla en el Paraguay tiene impronta guaraní y la frase se construye con la anexión de dos sustantivos: en lugar de ladrona de coches dicen “robacoches”; en vez de decir “barrio que mira al lago” lo llaman “Barrio Miralago”. A la plata enterrada que buscaban en el Paraguay los descendientes de los guerreros, suponiendo que podrían encontrar tesoros escondidos, le decían “plataentierro”. Es un lenguaje sintético que emplea palabras nuevas y que es propio del lugar y habla de la mentalidad de la gente. La asociación de gays del Paraguay se llama “Paragay”. En guaraní, a Internet lo llaman “ñandutú guazú” y en la Patagonia escuché a un carpintero paraguayo decir “hipuche”, para definir la mezcla de hippy y mapuche: “¿Lo quieren en blanco (legal) o en hipuche?”, preguntó el hombre. Una vez en Diamante, una señora que estaba sentada “a favor del río” esperando a la noche para ver las luces de Coronda, en la provincia de Santa Fe, me dijo: “Viera cómo loquean las estrellas”, que no es lo mismo que decir cómo brillan o titilan. El lenguaje define a los personajes.

Mansilla, que fue militar, escritor, dandy y el excéntrico sobrino de Rosas, decía que escribir no es escribir bien, sino comunicar una experiencia. Se comunica con la emoción y con el sentimiento a través del lenguaje. El se refería a esto en una época en que los argentinos valoraban a los escritores españoles que eran retóricos y barrocos. Aunque se lo empezó a reconocer recién en 1920, Mansilla marcó el comienzo de una generación de escritores que inauguraron el estilo argentino directo, simple y gracioso, los que empezaron a escribir como se escribe ahora. Admiraba a Fray Mocho, que anticipó el tango reo y utilizó un lenguaje campero. Junto con escritores como el gordo Guido Spano –que, como Onetti, pasó los últimos veinte años de su vida en la cama– escribieron sobre el porteño que se va a Europa a gastar lo que ganó con el campo, un grupo que nació del ascenso social. Las tónicas de los porteños surgieron en esa época: “si es caro, es bueno”; dicen: “lo compré en tal lugar”; viajan a ciertas ciudades de Europa porque es “lo que hay que ver”. Mansilla decía que Fray Mocho comunicaba un mundo. Y eso es lo más importante, porque lo formal, después, se puede corregir fácilmente.

En Fray Mocho leo “pa” en vez de “para”. Algunos de mis alumnos leen “para”, porque suponen que “pa” no corresponde al universo literario. Y si vos leés “para” cuando ves “pa”, estás arrojando fuera de tu campo visual y de tu campo de aprehensión no sólo el lenguaje, sino a todo ese sector de la población que no habla correctamente. Tienen la idea de que escribir bien es como hablar correctamente. Por eso no dan Fray Mocho en las escuelas. Pero con ese criterio no registraríamos a gente de otros sectores que no fueran de los estratos medios o intelectuales.

Existe toda una tradición, y pienso desde M’hijo el dotor, donde se establece una relación de incomprensión entre el padre y el hijo. Hay un antropólogo que dice que si los pueblos primitivos supieran la escisión que se va a producir entre padres e hijos cuando mandan al chico a la escuela, cuando lo occidentalizan, no lo mandarían jamás. Y aun ahora es un problema educativo. Si se educa a un chico de una villa y en la escuela le dicen “así no se habla”, cuando va a la casa, lo corrige al padre. Hay un drama en esas relaciones. Pero es un drama interesante. Cuando empecé a trabajar en una escuela, a los 17 años, tenía un grado malo, de chicos muy terribles. Daba clases de vocabulario. Les tenía que enseñar “antepasado”, por ejemplo. Ellos escribían: “Yo tengo un barrilete antepasado”. Las intenciones poéticas también conspiran contra un cuento. En poesía había una época cuando se usaba el término “vertical” para definir una geografía. También se decía: “Cuánta geografía deslumbraba nuestros ojos”.

Un ejemplo de Fray Mocho que define al personaje y demuestra que lo observó y lo escuchó bien es: “Vea, señor comisario, yo venía a verlo pa un asunto que tal vez no sea de cosa’e justicia ¿sabe?.. pero qués de humanidá y así le dije a mi sobrina Paulita, la mujer de don Chicho, ese almacenero italiano quéestá aquí a la vuelta e la cuadra... ‘No, m’hijita... yo me vi’a ver ese comisario, que ha’e ser cristiano a’nque sea’e las provincias y recién haiga venido a la sesión’; y aquí me tiene, señor, que vengo a tráirle una consulta, sin conocerlo, confiada no más qu’en su buen corazón...”.

El idioma campero es muy revelador de una forma de vida y de una mirada diferente del mundo. De un paisano que se cayó del caballo, otro paisano me dijo, refiriéndose al cielo estrellado: “Se quedó mirando las astronomías”. También se dice de algo extenso: “es largo como amor de sonso”. Para definir a una persona complicada dicen: “da más vueltas que perro para sentarse”. O lo que me dijo una vez un paisano que quería mucho a su caballo: “si uno lo mira de frente, hasta parece un cristiano”. El contexto le da un marco al lenguaje.

Juan José Morosoli fue un gran conocedor de la gente de campo y de su forma de hablar. Tenía mucha capacidad para vincularse con la gente. El escribe sólo una pequeña porción de todo lo que sabe y reconoce que el idioma de campo es parco. Decía “hijos son de las mujeres”. De un gaucho finado, el joven bien montado dice “no estaba lejos de ser mi padre”. Y como la señora del pueblo Diamante, su personaje Umpiérrez, después de trabajar todo el día en el horno de ladrillo, se preparaba un mate y “se sentaba frente a la noche, fumando”.

En la novela Zama lo más importante es el lenguaje. Antonio Di Benedetto se mete en su personaje y crea un lenguaje neutro que no es histórico de novela histórica sino actual, pero que nos lleva a otra época, a 1790. Y desde Diego de Zama, ese personaje mujeriego como él, Di Benedetto da rienda suelta a sus deseos, mientras describe la espera hasta que lo cambien de puesto. El personaje principal se siente anclado a un destino mientras está convencido de que merece otra cosa. Esto es un sentimiento muy actual, algo que sigue pasando. De las órdenes de España, dicen: “llegaban lejos y tarde”. Describe un cuarto como “oscuro y húmedo, agobiado por muebles miserables”; los “mandobles” son golpes de sable; la bolsa (monedero) “tenía mala fama, por desnutrida, no por cerrada”. Di Benedetto es consciente de que en los lugares subdesarrollados la gente se deteriora más y describe a un personaje como con una “figura estropeada con los años, la enfermedad o el vicio”.

Isidoro Blaistein hizo también algunos hallazgos lingüísticos, jugaba con sus cuentos de Anticonferencias con los nombres de los negocios, con las marcas, trabajando con el contraste. Blaisten cuenta: “De chico me tenía intrigado una propaganda que salía en la contratapa de la revista Chabela, que era la revista que compraban mis hermanas; el slogan decía ‘sabe a gloria’. Yo miraba y miraba la nena que mordía la salchicha, miraba la leyenda y no entendía. Confundía el sabor con el saber. Después comprendí que entre las dos cosas está el recuerdo”.

Hay palabras de repertorio de otros que no me gustan, no me llegan o no me resuenan. “Finisecular” o “rizomas” son palabras que nunca usaría; “insoslayable” tampoco. “La gota de agua horada la roca...”, aprendíamos en la escuela. Qué exageración del lenguaje, nadie hablaría así. Otro ejemplo: “bruma” es una palabra inusual, “burbuja de bruma”; “fácil para el llanto” es “llorón”. En vez de “médico” dicen “viejo galeno”. “Te regalaré” no se dice, en Buenos Aires se usa la paráfrasis “te voy a regalar”. El lenguaje es lo que es, de lo que me tengo que valer para escribir. Uno tiene un repertorio de palabras propio, pero al mismo tiempo ¿cómo hago para no engolosinarme con ciertas palabras que me fascinan? No hay que dejarse llevar por las palabras, las palabras son arenas movedizas de las que hay que evitar agarrarse.

Además del lenguaje está la puntuación, que es la respiración del texto. La gente que puntúa con frases muy cortas no comunica bien, son como esos pajaritos que hacen pasos cortitos. Un texto de frases cortas es más trabajoso para el lector, porque no hay un sujeto atrás; falta un narrador que hile mínimamente. He notado que según qué profesión tiene el que escribe, cuenta diferente. Los de Letras cuentan largo, los psicólogos cuentan psicológico. Yo, en una época, acostumbrada a dar clases de filosofía, usaba mucho el paréntesis o los dos puntos, que son explicatorios.

En mi familia había vascos e italianos. Cuando la familia se juntaba cada tanto, mi tío Domingo el vasco traía un kilo de masas; se quedaba dos horas sentado y no hablaba: “sí, sí”, respondía. Los italianos eran mucho más expresivos que los vascos, que eran más parcos. El italiano piensa que la palabra es gratis. Eso es extraño, porque por un lado le concede a la palabra un valor importantísimo y, por otro, no la toman tan en serio. En nuestro país, con tantas etnias y orígenes diferentes, cada familia es distinta y es diferente el valor que le damos a la palabra. Eso es sumamente interesante.


Fragmento incluido en Las clases de Hebe Uhart © Blatt & Ríos, 2015. Todos los derechos reservados.

Fotografía de Agustina Fernández.

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