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Transgresión y frivolidad

Transgresión y frivolidad

A pesar del triunfalismo de los años 90 está claro que lo que llevamos de este siglo ha resultado, por decirlo de manera leve, “accidentado”. Ni siquiera es posible la calma anestésica del aburrimiento y la frivolidad. Por eso admito que extraño un poco la frivolidad, aclarando de paso que no es lo mismo que la idiotez, pues para ser frívolo se necesita algún grado de inteligencia, de la misma manera que para amar el “mal gusto” hay que tener “buen gusto”, como suele decir John Waters. Tengo la impresión de que mi infancia y parte de mi juventud se dieron en tiempos relativamente frívolos y eso estuvo muy bien, fue entretenido vivir en ese pequeño impasse de la historia. Pero hoy la frivolidad parece ya tan anticuada como la transgresión, dos conceptos que cotizan bajo, reliquias a veces añoradas y a veces superadas por las “almas bellas”. 

Puede no ser más que una visión algo engañosa, es probable que en lo contemporáneo siempre quede un lugar reservado a lo anacrónico, lo residual. En el caso de la transgresión podría parecer de manera superficial que su muerte es una muerte de éxito: las demandas de los transgresores fueron poco a poco incorporadas dentro de muchas sociedades y la blasfemia se ve más como un berrinche, en el caso de la que se dirige al cristianismo, y una falta de “sensibilidad cultural” cuando se dirige al islam, por ejemplo. De todas maneras, en lugares donde una actitud anticlerical puede seguir teniendo cierta relevancia (como en nuestro país), no deja de parecer un gesto fútil, desfasado. La experiencia de otras sociedades tiende a mostrar que no es mediante la transgresión que ciertos tabúes fueron perdiendo fuerza; lo que hizo el trabajo fue la expansión del individualismo liberal, inseparable también de la expansión capitalista. Así que más que una gesta heroica de la transgresión, este mundo cada vez más desacralizado tiene una relación directa con las subjetividades e intereses que se forjan tras la persecución del “sucio lucro”. La historia tiene ironías de ese tipo, como la que plantea el economista Branko Milanovic al afirmar que los regímenes comunistas en países del tercer mundo de alguna manera terminaron allanando el camino a la llegada de un capitalismo moderno, o las numerosas reflexiones que apuntan a las revueltas estudiantiles de 1968 como la consagración de una época individualista, al menos en Occidente. 

Para entender un aspecto de la caída en desgracia de la transgresión hay que recordar al pobre Georges Bataille. Aparte de sus ensayos y novelas cochinas fundó una sociedad secreta llamada Acéphale en el París de los años 30, con la ocupación nazi como catástrofe inminente. Aparte de rebuscados rituales y costumbres, se llegó a plantear la posibilidad de hacer un sacrificio humano, idea que resultó demasiado extrema para unos intelectuales franceses más orientados a parlotear incesantemente sobre la transgresión antes que practicarla. 

Si la idea de una sociedad secreta con lecturas de Sade y Nietzsche, e incluso un posible sacrificio, podía parecer como parte de los divertimentos de un grupo de intelectuales relativamente “progres” del siglo XX, hoy esa misma imagen nos remite más a la depravación de las élites mundiales al estilo del malogrado Jeffrey Epstein, quien desde una impunidad obscena pudo darse el lujo de practicar transgresiones que podían haber sonrojado al mismo Bataille (como tener una isla entera para cogerse a menores de edad sin ser molestado). Esto es la transgresión no como un escupitajo contra la sofocante moral burguesa, sino como la representación más extrema de los privilegios burgueses, por usar un término algo anticuado. 

De manera errónea podría suponerse que al menos entre las capas educadas que se preocupan por ese tipo de cosas ya todos son liberales e imposibles de ofender, por lo que la idea que cotiza es la de pensar en las viejas travesuras del siglo pasado como chiquilladas pasadas de moda. Pero también existe una nueva condena a la vieja idea de transgresión como algo “problemático”, caduco frente a las nuevas etiquetas sociales que buscan desterrar cualquier forma de ofensa. Por eso no es sorprendente que algunas viejas figuras como Henry Miller, más que atrevidos canarios en la mina de la libertad sexual, se vean ahora como chovinistas masculinos bastante tradicionales (y no sin pocas razones). Todo el pasado se percibe como un terreno por condenar en contraste a un presente que se acercaría al máximo progreso moral alcanzable. De alguna forma, las inquisiciones de este perfectismo moral son fukuyamistas sin darse cuenta, pretenden que podemos alcanzar un “fin de la historia” en donde el pasado pecaminoso se puede redimir. Escribía Matías Rivas en una de sus columnas que “La mordacidad, la ironía, el desparpajo, la irreverencia son formas del humor que están fuera de circulación. Causan molestia en vez de risa. Los dogmáticos consideran el humor una manera de ofender, de hacer bullying”.

Sin embargo, las sensibilidades van cambiando y ya tenemos suficientes décadas e incluso siglos de referencia como para olfatear esas transformaciones, que nunca se dan de manera lineal, sino retomando elementos del pasado: un acervo de ideas y  estéticas que se reinventan. El punk no fue un paso más allá del virtuosismo y la teatralidad del rock progresivo, más bien fue una especie de retorno a una idea de simplicidad, acompañada de mayor crudeza expresiva. La novela mal llamada “posmoderna” de Pynchon o DeLillo no profundizó en los aspectos más herméticos y difíciles del alto modernismo, optó por un camino lateral, incorporando elementos de la cultura de masas que no existían en el todavía estirado mundo de Virginia Woolf y Marcel Proust. 

Aquí regreso a mi tan añorada frivolidad que, según lo que escribía al principio, parece estar culturalmente en horas bajas pero, sin ánimo de caer en la futurología, podría volver. Cuando algo se declara “muerto”, siempre puede responderse, de manera un tanto religiosa, que “podría resucitar en cualquier momento”. 

Así, después de la pandemia, no necesariamente llegará el destape colosal pero al menos sí un aligeramiento, una reacción ante la solemnidad algo afectada de la cultura progresista de los últimos años. Ya que estamos en el terreno poco serio de la especulación, todo lo contrario sería perfectamente plausible también, pero me parece más divertida la primera alternativa. 

Y en cuanto a la vieja transgresión, a la que quizás consideramos vetusta de manera muy apresurada, no es tan descabellado pensar que en épocas de extrema sensiblería podría tener un nuevo aire, e incluso algunas personitas nacidas en 2011 o algún año así, se conviertan en el futuro azote de los que hoy se consideran la cúspide de lo moderno y que inevitablemente se convertirán en todo lo viejo y rancio que será necesario derrocar.

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Fotografía de Robin Platzer/Twin Images. Bianca Jagger celebra su cumpleaños en Studio 54 en 1977.

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