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Todo lo que existe sobre el mar

Todo lo que existe sobre el mar

Los ojos de uno son siempre los de otro.
 John Banville

Me gusta sentarme cara al mar y quedarme vacío.
Merce Rodoreda

 

Mi hermano menor lloró la primera vez que vio el mar. Yo tenía ocho años y estaba desilusionada. Había esperado ese momento como una especie de regalo de hermana mayor. Me imaginaba diciéndole en el futuro: «Te voy a contar sobre el día que viste el mar por primera vez». Mi hija, por el contrario, salió corriendo en dirección al agua en cuanto abrí la puerta del carro, como si se tratara de una fuerza magnética que la jalara a toda velocidad. Fue un fenómeno de fascinación animal instantánea. Ambos recuerdos conviven en mi cerebro como copas de árboles vecinos: no se tocan, pero uno moldea las fronteras del otro.

El mar me ha obsesionado como idea. Robo momentos por aquí y por allá para llegar al epicentro de donde parten y vuelven mis pensamientos, como el de estudiar las ballenas –sigo sin haber visto una–; fantasear con los suicidios en el mar; imaginar mapas gigantes cuando, por momentos y gracias a los matices que da el sol, mi vista no distingue el mar del cielo; pienso en países sin costas cuyos habitantes no lo han presenciado nunca: ¿qué sentirán?

En Océano mar, de Alessandro Baricco, el barón de Carewall experimenta el mar como una idea, porque nunca lo ha visto. Su mar inventado es un lugar etéreo, inofensivo, superfluo. Todos los personajes fluyen y desembocan ahí, frente al mar, en el refugio de sanación. Todos tienen algo roto que hay que ir a curar: «Es la cura de moda hoy en día». Para John Banville, también es un refugio, un lugar de duelo. El protagonista de El mar es un fantasma que permanece en los pliegos de la realidad, convocando al pasado, apareciendo y desapareciendo, como lo hacen los recuerdos y las olas. El mar me apacigua los primeros minutos, las primeras horas. Pero muy pronto, el refugio se transforma en una angustia difícil de asimilar, es un abismo irreconciliable, sobre todo por su incompatibilidad con la vida. El mar tiene la forma del tiempo, y ese no es un pensamiento placentero.

Cada libro que leo es una persecución de las pasiones, un pájaro más que vuela como loco intentando no estrellarse contra otros pájaros. No se trata de equivalencias, sino de cronologías. Y el mar ha sido un hilo conductor de mis lecturas, un leitmotiv. Recién terminé Leviatán o la ballena, un ensayo experimental del inglés Philip Hoare. Los datos ahí recopilados, junto con las anécdotas, ilustraciones y detalles, cuentan lo peor del ser humano: su determinación por exterminar a las ballenas con crueldad. La codicia parece ser la espina dorsal de las huellas que vamos dejando. Pero lo maravilloso de este libro es que Hoare nos lee en voz alta el Moby Dick de Melville. Un libro dentro de otro libro. Gracias a Hoare –y a escenas guardadas en mi cerebro, como la de la lucha épica de un barco pequeño que intenta salvar de la muerte a una ballena en manos de un barco gigante–, el mar o el ser humano han cobrado otra dimensión. Más maligna, más pesada. Hemos matado a miles de ballenas por capricho, por dinero. Uno de los mejores clásicos de la literatura trata sobre la caza de una. Y aun así, me recuerda Hoare, la sonda Voyager flota en el gran espacio de la culpabilidad al repetir el sonido de una ballena jorobada como saludo para nuestros hipotéticos amigos alienígenas. La belleza es cruel.

Quedé extasiada y adolorida con esa lectura. Mi nueva versión se volvió un compendio de datos: 72.471 ballenas muertas tan solo en 1965. Difícil salir ileso. Difícil acomodar las cosas. Baricco. Las ballenas. Un misterio de la experiencia de leer es que algunos libros aparecen en el momento adecuado: Le grand marin, de Catherine Poulain. Tal vez ella me explique por qué diablos se iría alguien a un barco pesquero en Alaska. Poulain tiene 57 años y ese es su primer libro. Conforme la leo, noto un ángulo distinto: no es menos violenta, es extremadamente personal. Al fin, otra versión de los hechos. No sé nada de barcos y ella utiliza un registro muy técnico, algunos detalles se me escapan. Recordé otro Leviathan: el documental de Lucien Castaing-Taylor y Verene Paravel. Hago una pausa en la lectura para verlo. Este mar es una iglesia donde nadie habla, no hay escapatoria, los hombres están encerrados en cientos de miles de litros de agua salada. Todos fuman, los peces bailan hasta las náuseas. Qué suerte encontrar un documental que va bien con un libro. Vuelvo a Poulain con los ojos clavados en sus manos llorosas. La complicidad de un territorio no apto para mujeres.

No he terminado Le grand marin. Dentro de esto de moldear las copas de los árboles, sé que busco en los otros lo que me provoca el mar porque sigo sin estar segura. Supongo que ahí está la clave: leer para medir y calibrar la cavidad oscura que todos llevamos. Los otros ojos cuando nos cambian la percepción de la vida interior.

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Imagen de Joseph Mallord William Turner.

Episodio 3: «Suena una moto, ¿verdad?»

U​na poesía premasticada

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