Las caras de la música
“Lo malo de las letanías es el infinito; lo bueno, no lo sé.” Esa frase es del libro La vergüenza nacional, de Daniel Riera, un amigo a quien le perdí el rastro hace tiempo pero a quien me basta releer cada tanto para sentir cercano todavía. La amistad no necesita la frecuencia que el amor sí, parafraseo algo que dijo mejor Borges.
Pensaba en eso ayer mientras lavaba platos, tarea propiciadora del estado contemplativo, y la deriva mental me llevó a un tema vecino, el soundtrack que le pertenece a cada amigo, ese conjunto que pensamos como su-música. De ahí tardé poco en llegar al de las personas fusionadas con la primera vez que escuchamos música que a partir de ahí pasó a formar parte de nuestra vida. Ya sea que nos hayan presentado a un compositor, artista o banda, o que hayan estado presentes en ese momento inaugural en el que nos atravesó. Hablo no solo de gente cercana, sino también de personas que parecieran haber cumplido esa única función en nuestra historia, un rol para nada contingente, todo lo contrario, una especie de cameo que nos deja eternamente agradecidos.
Alguna de esa música del soundtrack íntimo está asociada no a personas sino a lugares y momentos (no existe uno sin el otro). La canción que escuchamos en la radio del carro bajando el Cerro de la Muerte sin saber quién la interpretaba. Así tal cual me pasó con "Linger” un día de semana de 1993 conduciendo solo de regreso a San José y ya arrepentido de la decisión que había tomado horas antes al otro lado del cerro. Sentado en un bar de Palermo haciendo tiempo para no recuerdo qué, la pantalla lateral desde la que me imantó la versión en vivo de, me enteré al final del videoclip, "Tan lejos”, de los uruguayos No Te Va Gustar. O la canción que me apuré a buscar en Internet, anotando pasajes que retuve de la letra no bien terminaba la película donde sonó; el buscador identificó "The Book of Love”, de The Magnetic Fields. De la película no me quedó nada. O más bien, la película me reveló un tema que me acompaña desde entonces y que, cómo saberlo entonces, iba a ser protagonista de algo mayor.
Volviendo al caso de personas que, conscientemente o no, obsequiaron música que nos iba a acompañar para siempre, redacto aquí al vuelo una lista que no pretende ser definitiva ni cronológica: en mis últimos años de primaria, el tornamesa en la habitación de mi tío paterno Telle, el menor de once hermanos y hermanas, donde giraban a 33 revoluciones por minuto acetatos de Queen y Led Zeppelin. Las tardes de décimo año de secundaria en casa de las hermanas Loli y Adriana Harvey donde conocí, en cassettes kilometreados, a Sui Generis, Serú Girán y Silvio Rodríguez (cosecha del hermano mayor de las Harvey que nos expuso a géneros ajenos a la educación filoyanqui del cole al que asistíamos). "Oh, ¿qué será?”, de Willie Colón, que un primo mayor, Chupeta (nadie lo llamaba por su nombre, Alfredo) puso en el tornamesa de Telle. La estación que con cuidado y delicadeza sintonizó mejor Mireya (contratada por mis padres para ayudar con labores de cuido, cocina y oficio doméstico y que vivió con nosotros el tiempo necesario hasta convertirse en familia) para presentarme la historia triste y bella (sad-and-beautiful, las mejores) que cantaba una voz grave y honda que mucho tiempo después pude nombrar: "Un ramito de violetas”, de Gian Franco Pagliaro. En casa de Hilda Hidalgo y Felipe Cordero, con quienes empezaba una amistad aún en pie, las canciones que pensé interpretaba un artista masculino potente y conmovedor. Es Nina Simone, me explicó Hilda, cantante y compositora afroamericana. De Marco Kelso, hermano de la vida, tendría que hacer una lista aparte pero elijo acá el CD que sacó de un bolso cruzado y sin preámbulo me recetó, segurísimo de lo que iba a pasar con el arte singular de Massive Attack. Buenos Aires, primavera de 2001 en un cuarto o quinto piso de la Avenida Córdoba (tal vez con Callao), la noche milagrosa extendida hasta la mañana siguiente cuando María M., al tiempo que nos despedíamos, me dio el CD que habíamos escuchado en repeat la velada entera y me había volado la cabeza: Moon Pix, de Cat Power. Felipe Granados, alto poeta tico, QEPD, anunciando con bendición: “Oí este de Nick Cave. Lo vas a amar”. La voz aguardentosa que emerge desde lo más profundo de las ciudades y que conocí en un apartamento en La Granja, domicilio de la querida Laura Pacheco, el Nighthawks at the Diner, de Tom Waits. La polifonía renacentista etérea, atemporal, suspendida en el espacio y el tiempo, regalo de David Calderón, "La misa del Papa Marcelo", de Giovanni Pierluigi da Palestrina. Sólo esa canción es buena, me dice de nuevo cada vez que recuerdo el momento cuando Kiki Cardona, refiriéndose al álbum de Windsor for the Derby del que en efecto conservé un único —pero vital— track, "The Melody of a Fallen Tree". La radiocasetera con tapa sostenida por ligas y cinta adhesiva, en la que el gran maestro y amigo Osvaldo Sauma puso el TDK con la versión que hace Milton Nascimento del tema original de Leo Maslíah, “Biromes y servilletas”. Agosto de 2011, un mail de Fo León con subject “tenés que escuchar esto” y en el cuerpo nada más el enlace (creo que a Bandcamp) que me llevó al primer álbum de la banda Monte, disco que entró instantáneamente al soundtrack personal.
El playlist acumulativo de cada uno es más amplio, sin duda, y abarca muchísima más música que llega de otras formas, reitero que hablo acá de aquella que tiene nombre y cara.
Si llegamos hasta acá, hay que decirlo todo:
Está también esa persona o personas con quien descubrimos y celebramos música que ahora, como Simón Pedro en el Nuevo Testamento —el brochure divulgativo de la Biblia—, negaríamos tres veces antes de que cante el gallo. En mi caso, he llegado al extremo de terminar amistades con gente buena solo por el hecho de que seguir frecuentándolas sería recordar que coreamos abrazados canciones de Timbiriche o Maná.
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