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'El infinito en un junco', de Irene Vallejo

'El infinito en un junco', de Irene Vallejo

El ensayo, lo sabemos bien, es el género proteico por excelencia, aunque esto no excluye a la novela, que puede abrazar la poesía, el teatro o el cuento, como el Quijote o el Ulises. Pero desde su nacimiento, el ensayo se ha ofrecido como el espacio donde las formas mutan constantemente. En principio, se lo ha asociado con la filosofía o con la «literatura de ideas», como la exposición razonada de argumentos sobre un tema desde el punto de vista informado de quien escribe. «El género ancilar», nos repetían en el colegio. Sin embargo, su capacidad camaleónica y su «desordenada» libertad no solo estaban ya presentes en los textos de Montaigne (fundador moderno del género), sino que hunde sus raíces en la antigüedad grecolatina. La naturaleza de las cosas, de Lucrecio, por ejemplo: ¿poesía, ciencia, filosofía o ensayo en verso? Pareciera que las dificultades clasificatorias son un problema de nosotros, «los modernos».

En años recientes, la variante del ensayo personal tuvo un auge, especialmente en los Estados Unidos. Ligado a principios del siglo XXI con los blogs y los medios digitales, experimentó su cumbre con el advenimiento de las redes sociales y el iPhone, entre el 2008 y el 2015. Hanna Horvat, la protagonista de Girls, encarna tal estilo de escritura.

Este tipo de ensayo, cultivado principalmente por mujeres, consistía en piezas breves autobiográficas que tocaban temas controversiales o tabú; de ahí su exitosa recepción, pero también la resistencia por parte de una estructura patriarcal que no estaba dispuesta a aceptar que las mujeres, primero, hablaran tanto, y segundo, que hablaran de asuntos como la maternidad, la menstruación o sus orgasmos (o la falta de ellos). Se diría que nuestra cultura ha sabido privilegiar los relatos bukowskianos sobre las borracheras interminables de los hombres, pero considera irrelevantes los relatos diarios e íntimos de las mujeres.

Ahora bien, como cualquier otro boom editorial, este tipo de ensayos se fue agotando, porque hubo saturación y repetición de historias. Es decir, el ecosistema literario y periodístico mismo se encargó de hacer lo que ha hecho siempre: pasar a otra cosa, del mismo modo en que la poesía de la experiencia o confesional, por citar un caso, pasó a ser un mero producto del siglo XX (pese a seguir existiendo un aparato crítico que la continúa avalando). De esta forma, se habla desde hace un rato de la muerte del ensayo personal.

Pese a lo anterior, es evidente que algo que en realidad lleva siglos transformándose no ha muerto. Por un lado, la autoficción, la crónica o las historias mínimas no dejan de ser formas del ensayo. Por otro, el ensayo personal ha alcanzado quizá su mayoría de edad y ha mutado hacia formas más extensas y complejas (o incluso, me atrevería a afirmar, ha regresado a sus difusos orígenes).

Pienso en dos de los ensayos contemporáneos probablemente más importantes y seductores: La ciudad solitaria, de Olivia Laing, y Wanderlust, de Rebecca Solnit; el primero sobre la soledad y el segundo sobre el arte de caminar. Pienso también en títulos como Los niños perdidos, de Valeria Luiselli (crónica, novela, ensayo); El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon (poema en prosa, diario, cuento, ensayo), Dafen. Dientes falsos (poesía, ensayo, crítica de arte), de Pierre Herrera; Citizen. An American Lyric, de Claudia Rankine (poema en prosa, ensayo sociocultural y antropológico) o Many Brilliant Notions, de Silvia Piranesi (poesía, collage, arte visual). Y por supuesto, en libros como Decreación, de Anne Carson, donde se dan cita el poema en verso, el libreto de ópera y el ensayo; o uno de sus libros más recientes, La belleza del marido, un texto en verso libre, apropiadamente subtitulado Un ensayo narrativo en 29 tangos. Es decir, poesía, narración, ensayo y música en un solo texto.

A la supuesta muerte del ensayo personal podemos contraponer la idea de escrituras híbridas, un fenómeno que ha tomado fuerza en el ámbito anglosajón y que también está liderado por mujeres. Hablamos, de nuevo, de libros que no se dejan clasificar o que han necesitado ser disfrazados de «otra cosa» para poder ingresar al mundo editorial. Cruces de poemas en prosa, microrrelatos y diarios personales clasificados como «poemarios», o experimentos entre narración y ensayo clasificados bajo el título seguro de «novela». Un claro ejemplo es Asfalto, de Luis Chaves, que se publica en Costa Rica y en España como poemario, para luego reeditarse aquí mismo y en otros países como novela.

El infinito en un junco

Este extenso preámbulo viene a cuento porque estas ideas me las ha sugerido la lectura de El infinito en un junco, libro revelación del año de la peste, un ensayo que se ha convertido en un best-seller, con múltiples reediciones y traducido ya a treinta idiomas. Es Irene Vallejo, su autora, quien agudamente señala que Los trabajos y los días, de Hesiodo, es un antecedente de la autoficción y de autores como Emmanuel Carrère. Es decir, nos permite leer el texto de un historiador de la antigüedad, que siempre se ha presentado como un poema didáctico, como un ensayo personal que da cuenta de las minucias diarias de la vida doméstica.

El infinito en un junco se suma de este modo a una larga tradición que aparece y reaparece en los vericuetos de la historia y de los géneros literarios, con su mezcla de fábula, novela de aventuras, glosas filológicas y diario íntimo, pero sobre todo, por separarse de su origen de tesis académica para convertirse en relato, en ficción; por abrir al público general esa puerta que tantas veces las universidades intentan cerrar desde sus claustros. De esta manera, el libro de Vallejo cumple una tarea fundamental y casi siempre olvidada por la academia: divulgar ideas interesantes de forma sencilla y seductora.

Así, estamos frente a un ensayo sobre «la invención de los libros en el mundo antiguo», como reza el subtítulo, y ante una historia personal sobre la lectura. Irene Vallejo es filóloga clásica y se dedica a la investigación, pero ante todo es escritora. En el prólogo, se pregunta: «¿cómo mantener diferenciado el esqueleto de los datos bajo el músculo y la sangre de la imaginación?». Y es que esto es precisamente lo que de entrada atrapa y seduce: no es una insípida tesis académica al uso, sino un apasionado, profundo y riguroso ensayo histórico, filológico, antropológico, sociológico y cultural.

El libro está dividido en dos partes. La primera –la más rica y quizá la que resulta más grata o cercana a su autora– se dedica a la antigüedad griega, y la segunda –que repite un poco algunas ideas, giros y aproximaciones al asunto central– a los “caminos” de Roma. Al recuento histórico sobre la invención de los libros se suman los recuerdos y experiencias personales de Irene Vallejo, junto con sus observaciones sobre la relación entre el mundo antiguo, los libros y nuestro mundo actual. Para los que añoran el rictus académico, las notas finales son lo suficientemente amplias y precisas para conocer las fuentes del estudio o profundizar en temas específicos.

El infinito en un junco empieza contando sobre unos viajeros extraños que recorrían la tierra ante las condiciones más inhóspitas con el único fin de encontrar un tesoro muy particular para el rey de Egipto: libros. El relato cierra hablándonos de «las anónimas», mujeres que en los años 30 del siglo XX recorrieron a caballo los Estados Unidos profundos llevando libros y enseñando a leer a comunidades aisladas que de otra manera habrían permanecido marginadas de la oportunidad de conocer un mundo distinto gracias a las letras.

La defensa que plantea Vallejo de la lectura y de los libros es en cierta medida antiplatónica. El temor del rey Thamus ante la invención de la escritura que le ofrece el dios Theuth (narrado en Fedro) queda desarmado. Los seres humanos no han perdido su capacidad para pensar y elaborar ideas, al contrario, cada libro recoge los anteriores y es su respuesta y continuación, en un diálogo que se extiende a través del tiempo y forja los lazos comunitarios de nuestras sociedades.

De esta manera, Vallejo presenta la evolución de los libros como una gesta, como un poema épico, lo cual se refleja muy bien en sus pasajes dedicados a la figura de Alejandro Magno, con su sed de conocimiento, fama y grandeza, y su deseo por construir una biblioteca universal, y en la continuación de su legado gracias a los Ptolomeos que lo sucedieron, una aspiración no exenta de tragedia y sufrimiento (en lo que sí daría razón a Thamus, que afirmaba que toda invención tiene un lado positivo y uno negativo):

Detrás del exquisito trabajo del pergamino y la tinta se esconden, como hermanos gemelos rechazados, la piel herida y la sangre —la barbarie que acecha en los ángulos ciegos de la
civilización—. Preferimos ignorar que el progreso y la belleza incluyen dolor y violencia. En consonancia con esa extraña contradicción humana, muchos de esos libros han servido para
difundir por el mundo torrentes de palabras sabias sobre el amor, la bondad y la compasión.


Al invocar al rey macedonio, Vallejo construye una epopeya; pero poco a poco, en ese relato irán surgiendo muchísimas voces más, para demostrar finalmente que «la invención de los libros» es el producto de «una fabulosa aventura colectiva, la pasión callada de tantos seres humanos unidos por esta misteriosa lealtad: narradores orales, inventores, escribas, iluminadores, bibliotecarias, traductores, libreras, vendedores ambulantes, maestros, sabios, espías, rebeldes, viajeros, monjas, esclavos, aventureros e impresores». Irene Vallejo imagina escenas y nos invita con ella a imaginarlas también, al mejor estilo de las recreaciones de un documental.

Todas estas voces entretejen historias felices, sí, pero más aún crean un sedimento doloroso: «Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, las arrugas, las manchas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que relatan una vida». Esto es lo que el poema “Réquiem”, de Anna Ajmátova, le recuerda a Vallejo, cuando cita su verso «Ahora sé cómo traza el dolor rudas páginas cuneiformes en las mejillas». Y es que este ensayo comprende bien la naturaleza de los libros, cuando afirma que «hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio».

Pese a su éxito descomunal, algunos lectores tachan el libro de “no ser un ensayo”, “es muy personal”, “no dice nada nuevo”, “no queremos saber nada de la vida de la autora”, “no sigue el hilo”, etc. De repente, siento que todo lo que a mí me gusta es lo que les desagrada a estas personas: un texto libre e íntimo, en el cual se abordan temas y problemas de un saber específico, a través de un estilo de escritura más cercano a la ficción que a la tesis académica, como ya he señalado.

Curiosamente, encuentro un patrón. Dicen lo mismo de los ensayos de Olivia Laing y de Rebecca Solnit. Es decir, los tres libros, los tres ensayos que considero de lo mejor que se ha escrito en este género en décadas, son cuestionados por su intimismo, su imaginación y quizá su lirismo. En ocasiones, comprendo las reticencias e incluso podría estar de acuerdo, desde un punto de vista formal, pero me da la impresión de que hay algo más de fondo. Creo que ustedes ya pueden intuir a qué tipo de prejuicios me refiero.

El triunfo de la escritura y de los libros

El ensayo personal se agotó por repetitivo, banal y local; la tesis académica no pasa de ser un ejercicio insulso y árido. Libros como El infinito en un junco superan esa separación y rompen las ataduras, al lograr tesis lúdicas que se entretejen con relatos autobiográficos que aspiran a la universalidad. Si el infinito puede caber en un papiro nacido de los juncos, este libro desbordado de emoción es la prueba: caben en él todas las aspiraciones de la humanidad en su lucha por preservar la memoria y luchar contra el olvido. Da fe de ello esta conversación sin fin en la que yo hablo de un libro ante ustedes, lectores que continuarán el viaje.

Lo más importante de El infinito en un junco (como podría afirmar también de Los primeros editores, de Alessandro Marzo Magno) es que estamos frente a una celebración, a un canto de amor por los libros y la lectura. No tengo duda de que quienes más sabrán apreciar una propuesta como la que nos hace Irene Vallejo es la gente de filología y los lectores empedernidos. Contradictoriamente, diría que son también quienes más peros pondrán. En todo caso, lo que importa es la apuesta para nada dogmática por lanzar unos de esos mensajes que siguen fascinando a nuestra cultura, una historia sobre el origen perdido que ilumina nuestro presente y presagia el futuro.

En la contracubierta de este libro, Luis Alberto de Cuenca lanza un dardo venenoso. Nos dice: «Se puede ser un filólogo magistral y al mismo tiempo escribir como los ángeles». Cuán necesarios son estos ensayos que salen del claustro y abrazan a esa «gente común», a esos «salvadores de libros que son los auténticos protagonistas de este ensayo», maravillas que urden andamios de ciencia y observación, para elevar catedrales de belleza y esplendor.


El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo, Irene Vallejo, Ediciones Siruela, 2019, 472 pp.

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