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Algunas palabras sobre la impotencia

Algunas palabras sobre la impotencia

Creo que no hay nada excepcional en mi pene. Posee un tallo marrón y una cabeza rosada en forma de hongo, cuyo prepucio circuncidaron. Como la mayoría de los varones heterosexuales, carezco de referencias que me permitan establecer una comparación. De ahí que siempre me sienta excluido cuando estoy entre mujeres u homosexuales que hablan con descaro sobre diferentes tipos de penes. Temo que me juzguen sin clemencia, que me ridiculicen como aquellos chicos que me despojaron del traje de baño a los diez años, en un campamento de verano. Pero seguramente considerarían mi pene como un miembro ordinario, cuyo volumen se modifica a partir de un estímulo y de acuerdo con el clima o la hora del día. Pensándolo bien, mi pene sí tiene una peculiaridad: dos orificios para orinar. Están situados muy cerca uno del otro, de modo que, por lo general, brota sólo un chorro de orina. Sin embargo, si un vello queda atrapado entre ambos, u ocurre algún contratiempo por el estilo, el torrente se bifurca en dos de inmediato.

Esta parte de mí, sinécdoque habitual del cuerpo masculino (como lo indica la locución “miembro masculino”), me ha proporcionado numerosos y a la vez escasos datos de lo que significa ser un hombre. Tiene la personalidad de un gato. Le he suplicado que se porte mejor, que sea menos travieso o más fogoso. He seguido sus instintos en materia amorosa, ignorando el sentido común, y he pagado el precio. No obstante, también he llegado a comprender que hay en él una forma singular de inteligencia que no puede desoírse, pues de lo contrario también tendría que pagar.

El solo hecho de decir en voz alta la palabra “impotencia” me pone nervioso. Solía estremecerme cuando la veía impresa en algún sitio, y si de pronto tropezaba con su pariente cercana, “importancia”, el efecto no difería mucho: era como si hubiesen publicado un secreto sobre mí. ¿Pero por qué habría de ser un secreto sobre mí, si mi pene me ha brindado erecciones a lo largo de todos estos años, excepto por una docena de veces, sobre todo cuando era más joven? Porque, si bien la impotencia no ha representado un problema para mí, el miedo impera en mi mente desde que me volví adulto. Cuando estoy apunto de irme a la cama con una mujer, sobreviene el suspenso. La sentencia de un pene fláccido es tan descarnada, tan cruel y directa −”no vales nada”−, que me provoca una obsesión que no se corresponde con su incidencia real. Las pocas ocasiones en que no logré un buen desempeño fueron como dar contra un muro que te exige tomar otra senda −algo semejante me sucedió a los diecisiete años, tras intentar suicidarme: me vi obligado a renunciar al pesimismo durante un tiempo. Cada una de esas ocasiones apuntó, de manera dolorosa, que no podía seguir manejando el mundo como lo había hecho con anterioridad, y que mi confusión y mi rabia habían sido descubiertas. No tenía otra alternativa que ser más astuto, o en su defecto crecer.

Sin embargo, precisamente porque tuve que abandonarlas, esas dos vicisitudes de mi juventud, la impotencia y el suicidio, me siguen inspirando una lealtad soterrada: es como si en ellas hubiese más “honestidad” que en las arteras estrategias para adquirir potencia y sobrevivir que adopté posteriormente. Digámoslo así: a menudo conocemos personas que vivieron un colapso emocional años atrás y que parecen repuestas hasta el paroxismo −su vulnerabilidad fue proscrita de manera atroz por considerarse peligrosa−; no es extraño sentir que dejaron una parte clave de sí mismas en el caos del derrumbe, y que desde entonces cultivan una jovialidad estricta. De modo que el suicidio y la impotencia han sido “rumbos que no tomé”, opciones que reprimí.

Cada vez que escucho alguna anécdota sobre la impotencia −una mujer engatusó a un exsacerdote (célibe e incapaz de hacer el amor) para que tuviera sexo con ella; primero se tendió junto a él, sin tocarlo, durante seis meses; después lo exhortó a que durmieran abrazados durante otros seis meses; y al cabo lo indujo poco a poco a la cópula− siento que se está hablando sobre mí. Me identifico por completo, pese a que en general mi actuación ha sido óptima cuando me llaman a filas. Créase o no, estoy lejos de alardear: una parte de mí desprecia esta virilidad como si se tratara de un mero truco mecánico que profana mi verdadera naturaleza, la de un hombre impotente que le tiene pavor a las mujeres, un hombre solitario y recluido.

Ahora entiendo la forma en que he idealizado la impotencia: la asocio con el desdén que siento por el mundo, como una especie de integridad, con El misántropo, de Molière; la asocio con una zona de mí que, contraviniendo mi espíritu gregario y socializador, insiste en tenerme por un ermitaño, alguien demasiado bueno para esta vida. No es cierto, desde luego, que me aterroricen las mujeres. Exageré mi espanto para crear un efecto dramático, o con el propósito de alarmar.

Mis últimas palabras acerca de la impotencia: hace tiempo, en una época en la que salía con varias mujeres, como si intentara desentenderme de mi lado hipersensible y deshumanizarlo, lanzándome a vivir situaciones anómalas (no sólo sexuales) para ver si podía “estar a la altura de las circunstancias”, me relacioné con una mujer muy atractiva, espigada y rubia, cuyo nombre era Susan. Tenía algo que ver con la industria de la música pop, era seguidora del sacerdote jesuita y futurista visionario Teilhard de Chardin y se consideraba una pacifista religiosa. De hecho, me dio su número de teléfono bajo la forma de un anagrama: N-O-A-L-A-G-U-E-R-R-A. Pensé que estaba bromeando y me reí a carcajadas, pero ella me miró con solemnidad. Por cierto, debo decir que todas las mujeres que han atestiguado mi impotencia, o que han estado cerca de hacerlo, eran de naturaleza solemne. El acto sexual siempre me ha parecido algo ridículo, y me siento muy cómodo cuando la mujer que se mete conmigo bajo las sábanas comparte el sentido de pomposidad burlesca que hay detrás de ese uso retórico y grandilocuente de la carne. Es como si la prosa del cuerpo tuviese que someterse, de forma drástica, al verso métrico. De haber sido amante de D. H. Lawrence, no sé cómo habría evitado desternillarme de risa, y estoy seguro de que lo habría hecho enojar. Pero una sonrisa que diga “todo esto pasará” tiene un insuperable efecto erótico en mí.

Fragmento del ensayo Retrato de mi cuerpo, incluido en el libro del mismo nombre. © Tumbona Ediciones, 2010. Todos los derechos reservados.

Traducción de Ana Marimón Driben.

Que gane el mejor

Sumergirse en el naufragio

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