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Me siento miserable por querer que todo siga así

Me siento miserable por querer que todo siga así

Subirme a ese avión, luego de años sin viajar, fue un logro en varios niveles. Primero está el factor más importante: mi círculo de apoyo, la gente que me quiere, que cree en mí precisamente porque me quiere y no necesariamente porque lo que digo y hago sea creíble. Luego está esa lucha interna contra el trastorno de ansiedad generalizada: nuestra capacidad para entretejer relaciones causales entre cosas que tienen poco o nada que ver una con otra, como que la última vez que me subí a un avión terminé divorciada, y aquí estaba ahora, sudando frío en el mejor asiento económico del vuelo directo a Madrid, comiendo mi merienda casera porque la comida de los aviones me parece nefasta, repitiendo como una letanía que todo iba a estar bien, que nada malo iba a pasar por despreocuparme unos cuantos días del trabajo, de la vida cotidiana, que me merecía ese descanso, esa pausa entretenida en Estambul, esa reunión con mujeres talentosas de todo el mundo, las gotas de grasa de cordero escurriendo por el cuenco de la mano, caminar por esa ciudad bulliciosa que nunca podría terminar de descubrir, quedar paralizada frente a una vitrina llena de dulces hermosos y minuciosamente ordenados que no iba a probar porque no me gusta el azúcar, grabar minutos y minutos de los sonidos ensordecedores de un lugar que siempre me ha maravillado porque me logro sentir en casa aunque no entienda una palabra de lo que me dicen en la calle. 

«No va a pasar nada». Los ansiosos pasamos en un sinvivir porque la preocupación es garantía suficiente de que todo va a estar bien. Si nos despreocupamos, en el momento exacto en que lo hagamos, cuando decidamos relajar la mente y bajar las armas: ¡zas!, como por arte de magia, todo aquello terrible y horrendo que temíamos se nos vendrá encima como consecuencia directa de haber decidido tomar vacaciones de nosotros mismos. Yo me fui a Estambul y decidí no hablar ni una sola vez con un cliente, dejar el negocio en manos de mi equipo, tomar muchas fotos y comer mucho pan, mucho chilito banana, muchas avellanas baratísimas, mucha comida cara. 

El tercer día, mi descuido comenzó a materializarse en una pesadilla cristalina que aparecía en la pantalla de mi teléfono y en las calles aledañas: por un lado, el número de contagios del Covid-19 iba en aumento en Madrid, una de mis escalas al regreso. Por otro, el tráfico estaba paralizado en los alrededores de mi hotel, mientras miles de personas protestaban por la muerte de varias decenas de soldados en Ankara, donde los misiles sirios no paraban de silbar mientras el presidente Erdogan amenazaba a Europa con abrir la frontera a los refugiados del país vecino. Hay una suerte de narcisismo inocente y gigantesco que padecemos los pacientes de TAG: la pandemia que comenzaba era mi culpa, igual que la crisis militar. «Nadie me tiene por volver a subirme a un avión», dije en voz alta antes de salir a caminar para calmar los violentos latidos de mi corazón. Pensé en mi mamá, en si iba a volver a verla. En mis perras minúsculas que se quedaron en casa de mi hermana, en cuánto tiempo extra iba a tener que trabajar para pagar la tarjeta de crédito con la que me fui de viaje. Pensar, eso es lo que nos protege, en alguna medida, de nosotros mismos. 

Al regreso, la noche que pasé en Madrid se me hizo eterna. Quería que fuera de día, salir corriendo de todo aquello. Volver cuanto antes a una normalidad que –en ese momento no lo tenía claro– se me estaba escapando de las manos a la velocidad de la luz. El vuelo se me hizo largo y tenso, y durante un rato me dediqué a espiar los ires y venires del hombre sentado en diagonal a mí: números y más números anotados en las casillas de sus hojas de cálculo, que iba rellenando como un autómata importantísimo, porque en su teléfono no dejaban de llover los mensajes. El hombre atendía todo al mismo tiempo con una eficiencia admirable, hasta que una mujer llamada Verónica hizo su aparición en la pantalla del celular. «Anoche soñé contigo», le decía. «¿Qué soñaste?», preguntó él. «Soñé que estaba embarazada y te llamaba para decírtelo, estaba muy nerviosa, pensaba si ibas a molestarte conmigo». Hubo una pausa larga. El ajetreo se detuvo por un momento de forma violenta, el hombre no sabía qué responder y, de repente, su interés por el trabajo y los mensajes inagotables de su teléfono se acabó por completo. «Ya aquí están cerrando las ventanas y apagando las luces, Verónica. Cuando toque tierra, te llamo de inmediato». Se me acabó también esa fuente de entretenimiento, porque el tipo apagó el celular, encendió la pantalla frente a su asiento y comenzó a ver una película malísima. 

Aterrizamos a las tres de la tarde y el cielo en llamas me sacó ríos de sudor de inmediato. Como siempre lo he hecho, huí de los taxis del aeropuerto como quien acaba de ver al maligno, y decidí regresar a la ciudad en bus, porque recordé que hay algo que no cambia en este país bochornoso por más que una venga del futuro: la presa de mierda de la hora pico. Ustedes no saben, pero les cuento: era viernes, necesitaba llegar corriendo a poner todo en orden, ir a la lavandería, limpiar mi casa, tratar de descansar un rato y no morirme en el intento de explicarme a mí misma que nada de lo que estaba ocurriendo era culpa mía. Seis horas más tarde, las noticias anunciaban la explosión de contagios en Madrid, la ciudad en la que acababa de pasar las últimas 36 horas. Tuve que tomar una pastilla para dormir. El sábado, a primera hora, tenía que regresar a la feria para las compras del restaurante, correr a clase y a la peluquería, y tratar de estar de vuelta en casa antes de las 2, porque según mis cuentas, a esa hora estaría llegando a la ciudad un muchacho de Boston, alto y guapísimo, con el que estuve tonteando por Internet durante semanas y que de repente decidió venir a vivir a Guanacaste y visitarme justo un día después de mi regreso. De más está decir que el muchacho llegó a la ciudad muchas horas antes de lo estimado, mientras la peluquera me lavaba la cabeza, y apareció en el restaurante guapísimo, con un ramo de flores, preguntando por mí. En la peluquería, Maureen trataba de alisarme las raíces, tarea imposible en una cabeza que no paraba de sudar helado. «Todo, todo lo que puede salir mal sale mal y no hay por qué esperar lo contrario», alegaba para mis adentros mientras ella trataba de secarme la cabeza para seguir poniéndome lindo el pelito. 

El muchacho llegó a San José un 7 de marzo para quedarse unos días conmigo si teníamos suerte y nos caíamos bien. Nos caímos de maravilla: nuestra primera cita duró 44 días, porque semana y media luego de conocernos declararon emergencia nacional, cerraron la frontera, el restaurante al que él venía a trabajar cerró con el peor timing del mundo, y como ya no sabíamos muy bien qué más podía salir mal, decidimos quedarnos juntos hasta que todo regresara a la normalidad. El asunto es el siguiente: yo no quiero volver a la normalidad. Esta anormalidad, que al inicio me estorbaba, ya está empezando a gustarme. Me gusta manejar a las cinco de la tarde sin que haya presa. Me gusta pensar que si al restaurante le va mal y tengo que cerrarlo es por culpa de la pandemia. 

Una vez que todo se salió de control, yo comencé a tomar decisiones de forma lenta y paralítica, para desesperación del pobre gringo a quien, ni modo, le tocó conocerme en mi peor momento. Al inicio, decidí lidiar con la situación como lo hago con todas las cosas que me producen incomodidad. Pero a ver si me entienden: es que una cosa es sentirse incómoda, como le pasa a la gente neurotípica. Pero cuando digo «incómoda» me refiero a un dolor agudo en el pecho que va cerrando poco a poco la tráquea mientras una siente que la respiración le falta; una palpitación incontrolable en las sienes, y un llanto automático, descontrolado, que impide hablar de manera inteligible. O sea, que decidí ignorar los hechos. No sé si les pasa, pero en las situaciones de tensión, de peligro, me desdoblo. Me salgo de mí: de repente estoy viendo cómo todo le pasa a esa otra que también soy yo, o se parece a mí. Supongo que es una estrategia para bordear el trauma, para caminarle por las orillas.

Una vez, hace muchos años, una banda criminal armada hasta los dientes entró a la casa en la que celebrábamos una fiesta. Yo estaba sentada en el regazo de mi novio, en una silla bajita, al lado de una mesa coctelera de mantel largo, larguísimo, que se amontonaba sobre el piso. Los ladrones entraron sosteniendo a una de mis amigas por la espalda, y a todos los presentes nos tomó un momento largo entender que aquello no era un chiste, y que probablemente íbamos a morirnos en esa sala, con Juan Luis Guerra y 4:40 de fondo. Todo lo que pasó esa noche lo recuerdo entre brumas, porque lo vi de lejos. Uno de los ladrones se quedó en el centro de la sala, sosteniendo una arma pesada en los brazos mientras los otros tres se movían por la casa sacando todo, revisando a la gente: relojes, teléfonos, carteras. Joyas baratas y caras. Con una tranquilidad que todavía me aterra, le dije a mi novio «Tomá, tirá esto debajo de la mesa, sacate la billetera, nadie nos está viendo». Cuando nos tocó el turno de ser requisados por los delincuentes, no llevábamos nada encima, solo miedo. Los tipos se fueron tan rápido como habían llegado. En la sala seguía sonando Juan Luis Guerra. Cuando llegó la policía todos pensábamos un poquito menos. Bordear el trauma.

Abrí dos fines de semana seguidos, sin ver mucho las noticias y lavándome las manos cada dos minutos. El último domingo esperé a que todo el mundo se fuera, y en el silencio de la tarde me dispuse a decidir, en medio de un drama gigantesco, si iba a seguir adelante o dejarlo todo –finalmente– tirado en el pasado, ruinas de una crisis personal que se salió de control el día que decidí dejar de preocuparme y, muy terca, me subí de nuevo a un avión. El TAG y la contabilidad nunca van de la mano: a la gente ansiosa nos preocupan números irreales, imaginarios, potenciales. Los números en las hojas de cálculo son muy tangibles, muy pesados. Pero ahí los tenía: recuerdo mirarlos una y otra vez frente a la computadora. Repasarlos como un castigo mientras me culpaba por no haber estado mejor preparada para una pandemia. Solo por si acaso, y para reforzar la idea de lo irresponsable que he sido toda mi vida, revisé el plan de negocios que había presentado hacía más de ocho años en un programa de financiamiento. En ninguna parte mencionaba una posible pandemia como debilidad de mi proyecto. Me sentí como la más mediocre y miserable de las ansiosas, ¿cómo no haber sido capaz de imaginar que una anomalía tan grande, tan incontrolable, iba a ser la culpable de mi derrota final?

Pero basta: luego de fantasear con la idea milagrosa de no tener absolutamente todo bajo mi control, volví a los números reales. Y la realidad se impuso: si cerramos, no volvemos a abrir. Quise imaginar qué sentiría alguien que tuviera que cerrar para no volver a abrir. Luego quise imaginar qué sentiría alguien que se pudiera dar el lujo de cerrar cuanto tiempo fuese necesario. Luego quise imaginar un futuro sin esas mesas divinas e incómodas, esas sillas de patas horrendas que todos mis clientes detestan, esa escalera en la que todo el mundo quiere tomarse una foto, esa terraza que tiene dos estaciones: desnuda ante el sol inmisericorde del verano o cerrada hasta el techo por una jalapa hambrienta que en cualquier descuido se come hasta la última esquina de las paredes. Quise pensar que yo no era nada sin todo aquello, solo para darme cuenta de que allá adentro, en el fondo de mi pecho, lo que seguía palpitando era un miedo feroz e irracional al fracaso. A mí no me pidan ser pragmática: yo hago lo que el corazón me manda porque mi cerebro está cableado de una manera misteriosa, que me impide trazar una línea recta entre los problemas y las soluciones. Yo, en medio de una declaratoria de emergencia nacional, solo tenía fuerzas para lamentar que esto pasara justo ahora, cuando el diseñador estaba a punto de mandar a imprimir el menú nuevo. Sentada en el segundo escalón de esa escalera inmensa, divina, lloré hasta quedarme dormida, y luego me levanté a limpiar todo lo que ya estaba limpio, con el pragmatismo extraño de las mujeres de mi familia. Y mientras limpiaba caía en cuenta de que ahí afuera había una realidad con la que en algún momento, irremediablemente, tendría que lidiar. 

Durante los primeros días de encierro me sentía muy especial horneando. Pensaba, para mis adentros, que estaba haciendo algo divino, simbólico, protector: el pan, el alimento fundamental, la comida que los dioses dieron a los humanos. Tal vez le doy al pan más importancia de la que en realidad tiene, porque cuando enciendo el horno y comienzo a trabajar la masa, siento que todas las manos de todas las panaderas de todos los tiempos me acompañan. No hay miedo ni daño ni amenaza: en ese acto sagrado de transformar unos cuantos humildes ingredientes en una hogaza sinuosa y mágica no caben demonios, ni virus, ni deudas, ni miedos. Hasta que una mañana me levanté y alguien había publicado la foto de una hogaza tímida, preparada en su casa, seguida de otra foto de alguien más, y otra y otra, mientras uno preguntaba dónde comprar harina y otro comentaba que en el supermercado se había acabado la levadura, de modo que unos cuantos días después entré a la panadería convencida de que lo que está pasado se llama pandemia porque todo el mundo está haciendo pan. Así es como la vida nos ubica, me recuerdo todas las mañanas mientras converso con amigos a quienes les pasé recetas de masa madre que no habían tocado en siete u ocho años.

Me siento pésima, extraordinariamente culpable, porque no quiero que las cosas sean como antes. Me gusta la calle vacía, la ausencia de hollín, escuchar el canto de los pájaros a toda hora. Ver poca gente, porque no soporto a la gente. Es una sensación horrible. Llevo un conteo mental de todos los locales que cierran sin testigos, como si a nadie le importara. Tengo en lista los rótulos de «se alquila» que van apareciendo, estúpidamente optimistas, en las ventanas y cortinas de metal de los espacios vacíos que van poblando la ciudad. Me siento miserable por querer que todo siga así, anormal y en calma, mientras todas nuestras vidas se reconfiguran de maneras absurdas y caemos en cuenta de que lo que va a acabar con nosotros son los abrazos que no podemos darnos. En mi casa, los miércoles por la noche comemos pollo frito con una botella de cava. Tal vez estoy en un impase de esos que me ayudan a caminar por la orilla del trauma sin tocarlo. Tal vez ya me rendí a la posibilidad de que todo esto no tenga nada que ver con el hecho de que hace unos meses, justo para mi cumpleaños, decidí dejar de preocuparme por un rato y comencé a juntar deudas para volver a subirme a un avión. 

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Fotografía de Patrick Fore.

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