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Linea nigra

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Esta mañana, en la sala de espera, llegué por azar a un calendario de eventos astronómicos. Habrá este año una lluvia de estrellas, una superluna en diciembre, un eclipse parcial de luna en Asia y, dentro de algunos meses, un eclipse parcial de sol, aquí en México. Durante el camino de vuelta a casa, en medio de la sorpresa, la emoción y el desconcierto, pensé de pronto: nunca más voy a estar sola. No de verdad. Sentí terror y alegría.

La espera del embarazo es un frutero. Las aplicaciones te dicen cada semana a qué fruta se parece el feto conforme crece. Son extranjeras, no toman en cuenta la variedad de frutas que hay en México, los muchos tamaños diferentes que existen de mangos y aguacates. Alejandro dice que las mandarinas mexicanas son del tamaño de las naranjas chilenas y que las mandarinas chilenas son del tamaño de un limón mexicano. Además, lo que yo llamo limón a secas él lo llama limón de pica, y lo que él llama limón a secas yo lo llamo limón amarillo.

Fuimos hace algunos días a un ultrasonido y escuchamos su corazón. La enfermera dijo que latía muy fuerte. Es del tamaño de un arándano y gran parte de su cuerpo es un corazón que late. Está difícil no encariñarse con un ser del tamaño de un arándano que tiene un corazón, que es casi por completo un corazón que late fuerte.

Siempre me gustó el olor a pan, fantaseaba con un perfume llamado Panadería, pero ahora el tufo que escapa de la bolsa, la sola idea del pan con mermelada me dan unas náuseas espantosas. Le cuento a Alejandro y él me recomienda que escriba las cosas que me pasan para no olvidarlas después. No le dije que ya estoy escribiendo porque me parece un poco trillado esto de escribir un diario de embarazo. Es de hecho tan cliché que recomiendan hacerlo en el libro Qué se puede esperar cuando se está esperando.

También estoy releyendo Los argonautas, de Maggie Nelson. Hoy leí esa parte donde dice que nadie habla lo suficiente de lo oscuro que puede ser el embarazo. Ella no tuvo un embarazo fácil: sentía mucho miedo y sufrió varios accidentes. Estuvo cerca de morir. Yo tampoco imaginaba que el embarazo tuviera momentos tan difíciles. Mi madre y mis amigas solo me habían hablado de una transformación maravillosa, de lo increíble que fue el parto, y ahora resulta que tenían náuseas todo el tiempo y se sentían fatal. Hasta ahora me lo dicen. Claro que también hay alegría, muchísima, como cuando hablamos de nombres o cuando imagino su cara. Pero eso lo veía venir, lo esperaba; la oscuridad, no.

Me cuesta lidiar con la idea de que media humanidad ha pasado por esto. Es lo más común del mundo y me parece tan distinto, incómodo y desconcertante.

La primera vez que mi madre fue reconocida por la crítica fue gracias a una serie de pinturas abstractas, de gran formato, cuyo tema central era el color rojo. Yo tenía tres o cuatro años. Pero justo en esa época de éxito decidió comenzar una nueva serie, un homenaje al suprematismo del pintor ruso Malevich, un conjunto de cuadros imposibles de fotografiar y de vender, un tratado sobre el negro y los límites del color. A lo largo de los años, en visitas a museos y exposiciones, mi madre me explicó cómo había que ver ciertos cuadros, por ejemplo, los negros sobre negro de Rothko. Me enseñó la paciencia, la contemplación que se requiere para acostumbrar la mirada a ver el negro dentro del negro: los negros opacos, los negros brillantes, los negros rojos, morados y casi grises. Muchos años después de la serie negra de mi madre, cuando en la adolescencia tuve clases de pintura, entendí la pericia que requiere distinguir, mezclar e igualar los tonos de negro, la dificultad de pintarlos como hacía ella, sin que se notara el trazo del pincel, para lograr esos negros mate absorbentes, el negro del vacío. Cuando pienso cómo se verá el mundo desde el útero, me acuerdo de esos cuadros de mi madre, de sus lecciones para ver en la oscuridad.

La discusión sobre los nombres para niña se está poniendo álgida. De entrada quedan descartados los nombres que terminen con s o z, por el apellido del padre. Paz me parecía un nombre hermoso. Vetamos también los nombres de las exnovias (sus exes tenían nombres hermosos) y exnovios (muy pocos y de nombres más bien feos). Estaba soltando nombres en voz alta, casi sin pensarlo, y dije el nombre de Mar. Me parece precioso y Alejandro inmediatamente se enamoró. Es un nombre tan original, tan sencillo y bello, dijo. ¿Por qué no hay más gente que se llame así?

Pero en cuanto lo dije me arrepentí. Mar es el nombre de una amiga muy querida. Se llama María del Mar, pero le decimos Mar. Es la única persona que conozco con ese nombre y me cuesta disociar el nombre de la persona. Me recuerda demasiado a ella, y quiero que me siga recordando a ella y a nadie más. No me convence. Hay mil nombres de mujer que me gustan más. Se los digo a Alejandro, trato de convencerlo de Natalia, Selva o Josefina, pero está empeñado en Mar. No hay cómo sacarle la idea de la cabeza.

Regresé. Pasé días postrada por las náuseas, aferrada a mi cojín eléctrico o a la mano de Alejandro. Me convencí a mí misma de que era como estar en un crucero de tres meses y tener mal de mar. Tres meses es lo que dura el periodo de más náuseas. Quería tirarme por la borda y terminar con todo.

Hoy fui a comer con mi amiga U. y la escuché por un buen rato hablarme de lo maravillosas que eran las terapias alternativas para el dolor que estaba probando (acupuntura y flores de Bach). Mientras, yo pensaba en la bonadoxina con veneración. Llevo un día sin náuseas, desde que empecé el tratamiento, y quiero escribirle una carta de gratitud a su inventor, decirle que me salvó la vida.

Todavía no terminamos de arreglar el departamento. El embarazo puso patas para arriba muchos de nuestros planes. Por ejemplo: el casi estudio. Compramos un escritorio y una silla y los instalamos en el cuarto junto al nuestro. Mandamos poner el módem y el teléfono ahí. Pero ahora necesitamos un cuarto para el bebé. Tenemos que sacar de ahí todos esos cables y no sabemos qué hacer con el escritorio, no sabemos dónde vamos a escribir. De haber sabido que estaba embarazada no habría cargado todas esas cajas en la mudanza. Con razón me sentía cansadísima, como fumigada.

Internet está lleno de historias sobre las dificultades para embarazarse. Tengo varias amigas que llevan mucho tiempo intentándolo sin éxito. Había leído en todos lados que, después de un periodo largo tomando pastillas anticonceptivas, al cuerpo le toma alrededor de un año ajustarse. Las dejé de tomar pensando que me iba a embarazar al menos un año después. Ese año estaba en el plan, en el orden de las cosas. Me embaracé un mes después de dejar las pastillas.

Hace varios meses pedí una beca para escribir durante un año y acabo de saber que me la dieron. No me salen los signos de exclamación. No sé si estoy más feliz o aterrada. ¿A qué hora con un bebé recién nacido voy a sentarme a escribir de no sé qué? Ya no me acuerdo bien ni de qué iba el proyecto.

El libro lo llama «sensación de irrealidad». Mi panza es solo un poco más grande, muy poco. Ha sido de este tamaño otras veces. Si no supiera que estoy embarazada, no podría imaginarlo. Creería que las náuseas y el cansancio son otra cosa, y que el retraso es por una irregularidad hormonal. He pensado en esa historia de Maupassant, «El Horla». El embarazo al principio se parece a un ser invisible que te chupa la energía y te hace sentir enferma. Cuando pienso en «El Horla» y en los vampiros recuerdo este dato: la leche materna es sangre pasada por un filtro. Sangre que circuló por las venas y luego se convirtió en leche. Lo cuento y casi nadie lo sabe. Pero deben saberlo, todo el mundo debe saberlo.

Decidimos poner un escritorio en el comedor y otro en el cuartito de la azotea. No quería resolver por fin el dónde, porque tengo miedo a pensar en el cuándo: ¿cuándo voy a escribir después del parto? ¿A qué hora? Claro que voy a seguir escribiendo, le dije a mi madre, cuando me preguntó si estaba dispuesta a abandonar mis proyectos durante los dos años siguientes. Claro que voy a seguir escribiendo, al menos mientras siga tomando bonadoxina.

Acabo de leer «El tercer bebé es el más fácil», de Shirley Jackson. Una mujer se dirige al hospital para tener a su tercer hijo. El trayecto y el proceso del parto es largo, confuso, complicado y doloroso, a pesar de que la gente a su alrededor insiste en que «simplemente va a tener un hijo» y en que «el tercer hijo es el más fácil». Mi parte favorita es cuando llega al hospital y la recepcionista le hace una serie de preguntas tediosas que ella tiene que responder entre contracciones. Cuando la mujer le pregunta su ocupación, Jackson responde «escritora». La recepcionista le dice: «Voy a anotar ama de casa». Jackson insiste, a pesar del dolor, en aclarar que su ocupación es la de «escritora», y la mujer reitera que va a anotar «ama de casa».

Estoy leyendo sobre Ritta-Christina, las famosas siamesas que vivieron solo cinco meses. Compartían una vagina y dos piernas pero cada una tenía su propia cabeza. Todavía no siento los movimientos de la manzana (una manzana verde, según Alejandro), pero sé que hay una parte de mi cuerpo que no soy yo, que se mueve por voluntad propia y tiene sus propios genes. Una parte de mí que mueve manos y piernas y boca y tiene uñas, pero se alimenta de lo mismo que yo, va adonde voy yo y depende de mí para existir. Tengo sueño todo el tiempo, me siento como anestesiada, como si estuviera aquí sin estarlo. Quizá porque una porción de mí está construyendo a alguien más, o porque una porción de mí es, en este momento, alguien más. Es todo muy confuso, pero lo que quería escribir es esto: el embarazo es una historia de doppelgängers.

El significado de mi apellido, Barrera, es muy duro. Limitante, aburrido, cacofónico. Zambra quiere decir fiesta y ruido. También es el nombre de un barquito. Una pareja de amigos fueron los primeros en la ciudad en ponerle el apellido de la madre a su hijo, pero su apellido es sugerente, tiene mucho carácter: Prudencio.

Todos los niños deberían llevar el apellido de su madre salvo en los casos en que el apellido de la madre sea Barrera.

A propósito de fiestas, leí sobre Niki de Saint Phalle, que en 1966 instaló en un museo de Estocolmo la escultura gigante de una mujer recostada: Hon (Ella). Los espectadores podían acceder al interior de la escultura, pintada con colores vivos, a través de la vagina. Adentro había una exposición de pinturas falsas, un bar de leche en el seno derecho y un planetario en el seno izquierdo. Niki la llamó «una fiesta», «el regreso al vientre materno».

Sin ningún propósito en particular, paso mucho tiempo tratando de traducir y entender una frase de Megan O’Rourke que dice aproximadamente esto: «La madre está más allá de cualquier noción de comienzo. Eso es lo que la hace una madre: no puedes comenzar la historia».

Esas líneas se me confunden con un poema de Katie Schmid que se llama El barquero y que dice algo así:

En el más allá el primer rostro que veo es el de mi madre.
Todas las madres son el barquero, habiendo una vez sido el barco.

Pero la traducción no me convence; lo que dicen no es eso exactamente. Lo voy a seguir intentando.

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Fragmento incluido en Linea nigra. © Pepitas de Calabaza, 2019. Todos los derechos reservados.

Fotografía de Adrien Olichon.

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