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Este pequeño arte

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Dragonés

Es la Noche de Walpurgis en el sanatorio y Hans Castorp, el héroe de La montaña mágica, se siente acalorado y temerario por el ambiente de carnaval. Detrás de él, a poca distancia, en la entrada del pequeño salón, está Frau Chauchat. Lleva puesto un deslumbrante vestido de seda oscura y delgada.

¿Era negro? Probablemente.

O, como mucho, negro con reflejos marrones dorados.

El vestido tenía un cuello modesto, redondo como el de una colegiala. Apenas abierto como para mostrar la base de su garganta. O las clavículas. O bajo el delicado borde de su cabellera, el hueso algo prominente de su nuca.

Pero siempre dejando a la vista los brazos desnudos hasta los hombros.

Brazos tan suaves y carnosos.

Tan frescos e increíblemente blancos, contrastados con la oscura seda del vestido.

Con un efecto tan cautivante que Hans Castorp solo pudo cerrar los ojos y murmurar en lo más profundo de sí: “¡Dios mío!”.

Alguna vez tuvo una teoría sobre esos brazos. Pensó, al conocerla tras el velo de una delgada gasa, que su atractivo irracional e indescriptible se debía solo a la gasa. A la “ilusión”, como decidió llamarla.

¡Tonterías! La pura, acentuada y cegadora desnudez de esos brazos era una experiencia tan intoxicante comparada con la anterior que no le dejó más recurso a nuestro hombre que agachar la cabeza para susurrar, otra vez, sin voz: “¡Dios mío!”.

Luego, agitado por el tonto drama de un juego de dibujos, irá directo a ella y audazmente le pedirá un lápiz.

Ella se queda ahí de pie, con su gorrito de papel de cotillón, mirándolo de arriba a abajo.

“¿Yo?” preguntará ella. “Quizás tengo, déjeme ver”.

Finalmente, ella sacará un lapicero de lo profundo de su cartera de cuero: un pequeño lapicero de plata, delgado y frágil, que apenas sirve para escribir.

Voilà”, dirá ella, sosteniéndolo frente a él desde la punta, entre el pulgar y el índice, girándolo ligeramente de aquí para allá.

Porque ella no se lo entregará del todo, porque ella se lo dará y lo sostendrá, él deberá tomarlo, por así decirlo, sin recibirlo: es decir, él estirará su mano, listo para sujetar el delicado lapicero, pero sin tocarlo en realidad.

C’est à visser, tu sais”, dirá ella. Tienes que desatornillarlo.

Y con las cabezas inclinadas sobre el lápiz, ella le enseñará el mecanismo. Será bastante común, una pequeña y dura aguja de plomo, probablemente sin valor, que asoma al girar un tornillo.

Se quedarán así, inclinados el uno hacia el otro. El tieso cuello de su traje de noche le permite a Castorp apoyar su barbilla.

Ella le hablará en francés y él la seguirá.

Él le hablará en francés algo incómodo, tanteando el sentido.

Un poco después ella le dirá, un poco exasperada y ya más impersonal: “Parlez allemand s’il vous plait!”.

Y, en la copia de la novela que tengo abierta junto a mí mientras leo y escribo, Hans Castorp responde en inglés. Clavdia Chauchat ha sido enfática al pedirle, en francés, que le hable en alemán, pero yo leo su respuesta en inglés. Por supuesto que está en inglés. Es una cosa peculiar de todos los días: estoy leyendo La montaña mágica en la traducción de Helen Lowe-Porter, publicada en 1927. Una novela ambientada en lo alto de los Alpes suizos, uno de los aportes fundamentales de Alemania a la literatura europea moderna (eso dice la contratapa de mi libro) pero aquí todos actúan e interactúan (no siempre, pero casi siempre) en inglés. Y yo les sigo la corriente. En serio. Por supuesto que le sigo la corriente. Acepto esos términos voluntariamente. De hecho, los acepto gustosa y de forma absoluta. Porque sé que en francés, pero no en alemán (miro mis estanterías: también, no en italiano y no en noruego, no en japonés, no en español, ni en danés ni en coreano, y así con toda otra lengua) sé que así es cómo se presenta la escritura:

Un modesto muchacho llamado Hans Castorp viaja de Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Dorf. Cuando el tren se detiene, en una pequeña estación en medio de las montañas, se sorprende al escuchar la familiar voz de su primo: “Hola”, dice Joachim, “¡ahí estás!”.

Roland Barthes se acerca al micrófono el 7 de enero de 1977. Es el día de la conferencia inaugural, la primera desde que asumió la Cátedra de Semiología Literaria del Collège de France. Hacia el final de su discurso hablará de La montaña mágica de Thomas Mann y de la extraña edad de su cuerpo. De cómo se hizo consciente, mientras releía la novela unos días antes, de que la tuberculosis que tuvo cuando joven no puede haber sido la misma versión curable de la enfermedad así como era descrita, hasta el último detalle, la enfermedad de esa novela ambientada en 1907. Barthes hablará de su redescubrimiento de la novela de Mann días antes (mientras preparaba las clases de un curso sobre cómo vivir juntos que empezaría a dictar la semana siguiente) y de darse cuenta, muy de repente y con cierta sorpresa (el tipo de aturdida perplejidad dice que solo puede producir lo obvio), de que esto hacía de su cuerpo una entidad histórica. De cierta manera, contemporáneo a Hans Castorp. Un sujeto mucho más viejo que él ese día de enero, en que contaba sesenta y un años. ¿Qué hacer? Esa es la pregunta que la conferencia se propone plantear. ¿Qué hacer en este cuerpo viejo e inoportuno (ahora, en este nuevo ambiente, en este nuevo escenario) en lo que llamará la nueva hospitalidad del Collège de France? La respuesta que ofrecerá será: olvidar. Olvidar y ser llevado hacia delante por la fuerza del olvido, que es la fuerza que inclina hacia delante a todo ser viviente: olvidar el pasado, olvidar la edad y marchar adelante. Es decir: empezar de nuevo. Incluso: nacer de nuevo. Dirá algo así como “Tengo que hacerme más joven de lo que soy” en alguna parte de la conferencia. “Tengo que lanzarme a la ilusión de que soy un contemporáneo de los jóvenes cuerpos aquí presentes”. Y, ahí mismo, frente a esos jóvenes cuerpos y sus miradas, iniciar “una nueva vida” con nuevas preocupaciones, nuevas urgencias, nuevos deseos. Ya habrá dicho: “Sinceramente creo que en el origen de una enseñanza como esta siempre debemos ubicar una fantasía, que puede variar de año en año”.

Por mucho tiempo, esta conferencia inaugural era la única entre todas las dictadas por Barthes en el Collège de France disponible para su lectura; publicada en francés bajo el título de Leçon en 1978, luego la traducción de Richard Howard fue incluida en A Barthes Reader, editada por Susan Sontag en 1982. Las notas para el curso que empezaría a dictar una semana más tarde, el 12 de enero de 1977, serían publicadas en francés recién el año 2003, y la traducción al inglés una década más tarde. Estas demoras en las publicaciones y las traducciones son las que producen nuevos lectores: cuerpos como el mío, que todavía no había nacido cuando las clases fueron dictadas, escuchando ahora los archivos de audio de las grabaciones, leyendo las notas, haciéndolas hablar y al mismo tiempo haciéndolas contemporáneas de mi presente. “¿Quiénes son mis contemporáneos?” Barthes preguntaría en una clase dictada unos meses más tarde: “¿Con quién vivo?”. El calendario, capaz solo de señalar la marcha hacia delante del tiempo cronológico, sirve de poco. La forma en que agrupa el trabajo producido en el mismo grupo de años; como si compartir un contexto histórico fuera la condición o la garantía de una relación. La forma en que separa relaciones más distantes en el tiempo. Mi copia de La montaña mágica está abierta junto a la traducción de Howard de la conferencia inaugural, la que fue dictada frente a un auditorio repleto; todos esos cuerpos jóvenes, que deben ser viejos ahora, apretujados en sus asientos, en los pasillos y afuera en los corredores.

“Quizás debiera empezar presentando una reflexión sobre las razones que llevaron al Collège de France a recibir a un sujeto de tan dudosa naturaleza”, así es como Barthes comienza su discurso. Aunque eso no puede ser en realidad lo que dijo.

¿Entonces qué? ¿Qué fue lo que dijo en realidad? O, para plantear la pregunta de otra forma: ¿en qué, exactamente, los traductores quieren que les siga la corriente? No se trata de que la conferencia pública de Barthes o la prosa de Mann tengan que aparecer en inglés, sino la idea de que todo esto es completamente normal. Yo sé, en algún nivel, que no lo es. Sé que Mann escribió en alemán. Sé, realmente sé, que Barthes escribió y dictó esa conferencia en francés, en París, en el Collège de France (incluso en la conferencia habla sobre qué es hablar en francés). Lo sé de una forma en que, si me interrogasen, probablemente diría: Sí, sí, por supuesto, lo sé. No es que mientras lea la conferencia de Barthes en inglés piense que todo es tal como debió ser. Es que cuando estoy escribiendo y leyendo traducciones la pregunta sobre qué es completamente normal o verdaderamente plausible, sobre qué fue realmente dicho o escrito, queda ligeramente suspendida. La traductora me pide que acepte su suspensión. Suspender, o suspender más aún, mi incredulidad. Esto no puede ser de verdad lo que él dijo (Barthes hablaba en francés y decía que apenas podía hablar un poco de inglés); sin embargo, voy a seguirle la corriente. En este sentido, hay desde el principio algo especulativo y, me atrevería a decir, novelístico en el proyecto de la traductora, sea cual sea el género de escritura que esté escribiendo. La traductora nos pide que sigamos la corriente al inglés del saludo de Joachim, al inglés de la conferencia de Barthes, de forma bastante parecida (¿o exactamente igual?) a cómo el autor de ficción nos pide que creamos en el lago apenas visible desde la estación; ver, más que cuestionar las aguas grises, cómo los abetos en la orilla primero son tupidos y luego ralos.

He aquí una novela con una montaña en la portada. Una novela ambientada en lo alto de los Alpes suizos, uno de los aportes fundamentales de Alemania a la literatura europea moderna. Me dirijo al primer capítulo, al pequeño párrafo que abre la narración: “Un joven modesto viajaba en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz en el cantón de los Grisones, para hacer una visita de tres semanas”. Y la magia de esto es que me veo envuelta, al principio de forma inesperada, luego bastante rápido y por mucho tiempo en su viaje, en el empinado y constante ascenso que nunca llega a su fin. Lo que significa que en algún momento debo haber dicho: sí. OK, acepto. Mírenme: aquí estoy. Te sigo la corriente.

“Pero, de todas formas, no hay espacio para bailar”, dirá ella en su momento, cuando llegue a esta escena. La extraña, abrupta y extensa escena bilingüe que marca el punto medio en la lectura de La montaña mágica.

“¿Quieres bailar?” había preguntado él, unas páginas después del intercambio sobre el pequeño lapicero de plata.

Y luego otra vez: “¿Qué dices, quieres bailar?”.

“Pero, de todas formas, no hay espacio”, responderá ella. “Et puis sur le tapis...”, pasando del inglés al francés sin previo aviso y luego regresando: “Veamos cómo bailan los demás”.

En la escena que estoy leyendo, Clavdia Chauchat y Hans Castorp hablan en francés. Lo que al mismo tiempo presenta y escenifica un problema.

“El invierno empieza a caer sobre Minnesota y estoy pensando releer La montaña mágica de Thomas Mann”, escribe un lector llamado nanojath. Son las 20:19 del 29 de octubre de 2008 y acaba de publicar en ask.com pidiendo consejo:

“Problema: en la traducción que tengo la gran cantidad de diálogo en francés, particularmente en la sección de la Noche de Walpurgis (la sección final del capítulo cinco), no está traducida y yo no hablo francés.

He buscado traducciones en línea un par de veces, pero este traductor online (el link que publica está roto) es lo mejor que encontré, y aunque puedo rescatar una cantidad razonable de contenido semántico de ahí, no es suficiente (para mí) como apoyo a la hora de leer la novela.

Mi ideal sería una traducción apropiada que pudiera leer en línea.

La segunda opción sería información sobre traducciones que traduzcan ese diálogo al inglés, para luego intentar encontrar una copia en el sistema de bibliotecas públicas y fotocopiar la sección que busco.

No tengo ninguna intención de comprar otra copia de La montaña mágica”.

Esta escena presenta un problema –un problema de traducción cuya solución evidencia un problema de lectura–, pero también desnuda la ficción, la delgada capa (¿o leve grado de separación?) de ficción adicional que la traducción agrega y nos pide aceptar. “La ficción”, escribe Barthes (estoy parafraseando, como en la técnica de impresión usada para decorar cerámica), “es un leve desapego, una leve separación que forma una imagen completa, coloreada, como una calcomanía”. Para estar claros, si Hans Castorp está preparado para dirigirse a Clavdia Chauchat tan dubitativo e incómodo en francés es, en primer lugar, porque puede: tiene veinte años, es un hombre serio de la Europa anterior a la Primera Guerra, puede hablar en más de un idioma europeo, al menos un poco. Pero hay más. Si Hans Castorp está preparado para anunciar en francés su decisión de hablarle en un lenguaje que no habla bien –“moi, tu le remarques bien, je ne parle guère le français”– actuando el discurso, como diría un filósofo: diciéndolo y haciéndolo al mismo tiempo. Aquí estoy yo escribiendo en inglés (eso mismo hago). Ahora estoy escribiendo en francés (no, y ese es el problema: no lo estás haciendo). Si está activamente eligiendo, en este momento de observar el baile, el extraño espectáculo de los enmascarados pacientes del sanatorio bailando en la alfombra frente a ellos, es porque lo prefiere: prefiero este lenguaje al mío, dice, “je préfère cette langue à la mienne, car pour moi, parler français, c’est parler sans parler, en quelque manière – sans responsabilité, ou comme nous parlons dans un rêve. Tu comprends?”. Es porque, para él, hablar en francés es como si hablara sin hablar. Es como hablar sin responsabilidad o hablar como hablamos en los sueños. ¿Me entiendes?

Sí, francés. Al dirigirse a ella, hablar con ella, él prefiere el francés.

Él elige el francés.

¿Pero lo prefiere a qué?

Al alemán. Debe preferirlo al alemán, por supuesto.

Por supuesto, por supuesto.

De pronto, como si fuera la primera vez, la escena me hace consciente de los términos que acepté. Me veo enfrentada a la incredulidad que suspendí:

Entonces esto nunca estuvo en inglés. Estuvo siempre en alemán.

Y el alemán es un lenguaje muy distinto al francés que los personajes eligen hablar.

O se supone que esto siempre estuvo en alemán y debía ser recibido como si todavía estuviera, de algún modo, en alemán, y yo sabía esto, implícitamente, incluso mientras aceptaba la novela en inglés. Esta es la suspensión de la incredulidad que requiere la lectura de una traducción: incluso cuando toda lógica apunta a que los personajes hablan, actúan, interactúan, a que la prosa fue escrita y los sentimientos e ideas articulados en alemán (la historia de un joven modesto que viaja en la mitad del verano de su ciudad natal de Hamburgo a Davos-Platz), aquí está todo en inglés y estoy siendo invitada (¿se espera de mí?) a que siga la corriente.

Y lo hago. Claramente, lo hago.

Es una cosa peculiar de todos los días: una cosa tan obvia como necesaria, solo que ahora produce una perplejidad totalmente nueva.

Y entonces pienso: si la novela que Mann escribió en alemán ha sido traducida de forma exhaustiva al inglés (ya que esto ha sido, después de todo, TRADUCIDO DEL ALEMÁN, como anuncia con letras mayúsculas la primera página de mi copia), entonces las largas secciones de este diálogo en francés no fueron traducidas. Es decir, estos pasajes, estas líneas en francés que he estado copiando y que aparecen en francés en la página “incluso en la traducción al inglés”, como nanojath señala, fueron escritas tal como las escribió Thomas Mann.

La traductora sacó esos pasajes en francés de la edición alemana y espera suficiente familiaridad por parte de los lectores como para que puedan leerlos.

O, al menos, suficiente buena voluntad de sus lectores como para que les echen una mirada por encima.

Aunque, por otro lado, ¿qué más puede hacer?

Una nota. Es cierto. Ella pudo traducir del francés al inglés y haber agregado una nota, haciéndonos asentir mientras leemos: señalando desde el fondo de la página o algún otro sitio del libro que estamos a punto de leer o acabamos de leer algo que está/fue dicho en francés, el resto en alemán y que acá está todo en inglés. Que es justo lo que hace John E. Woods en su traducción de la novela, publicada en 1995. (La traducción más reciente que jedicus, otro usuario de ask.com, le sugiere a nanojath, apenas doce minutos después de su publicación: echa una mirada en Google Books, le propone, puede que falten algunas páginas de la traducción de Woods, pero deberías poder leer la mayor parte del capítulo cinco).

O cursivas. Ella pudo traducir del francés al inglés y haber marcado la diferencia entre el inglés-traducido-del-francés y el inglés-traducido-del-alemán con cursivas. O usar una fuente distinta, como en el libro de entrenamiento de dragones que les he estado leyendo a mis hijos por las noches. Cuando el héroe habla un poco en dragonés, y en todas las partes donde los dragones hablan entre sí en su particular lenguaje submarino, sus palabras aparecen escritas en inglés, pero impresas en una fuente como Gregorian. Lo que plantea un interesante dilema nocturno: ¿debiera asumir un acento de dragón cuando leo los textos de dragones en voz alta, como antes hacían los villanos en las películas? O debiera simplemente decir, anunciando mientras leo: bueno, ok, escuchen niños, van a escuchar esta parte en inglés, pero ya que es un dragón el que está hablando, en una lengua que ningún otro humano excepto el héroe puede entender, lo que van a estar escuchando en realidad, según la lógica de este libro, es una especie de traducción simultánea. Un poco parecida a esa escena de la Biblia, en el Nuevo Testamento, que ustedes probablemente no conocen, pero es una escena donde los apóstoles hablan y pasa algo milagroso porque todos escuchan sus palabras como si estuvieran siendo dichas directa y simultáneamente en sus propios idiomas, sin retraso o intervalo. El habla multiplicada y diversificada, pero en el mismo momento sin diferencias, como una especie de réplica de la historia de Babel, esta vez sin que suponga ninguna diferencia aparente. O las escenas en las novelas de Elena Ferrante que tengo apiladas al lado de mi cama, cuando sus personajes pasan abruptamente del italiano al dialecto y luego vuelven al italiano, pero en lugar de producir pasajes de dialecto en la página, Ferrante me pide que los imagine. Incluso en el italiano, según leo en una entrevista con Ann Goldstein, su traductora, les pide a sus lectores que lo imaginen. Y escuchar el cambio, escuchar el repentino cambio de cadencia en los sonidos de las vocales, en la familiaridad, en la violencia y en la urgencia, y al mismo tiempo registrar lo que el cambio significa, y toda la diferencia real y poderosa que hace, pero sin realmente verlo, escucharlo o leerlo. Y todas estas otras invitaciones a suspender mi incredulidad, a considerar sin enfrentar las muy reales y materiales diferencias entre estas distintas lenguas, recordando en algún punto la dificultad que Gilles Deleuze plantea al inicio del ensayo que Thomas Kauf tradujo al español como “Balbució”. Tiene que ver con dragones (en serio, o al menos en mi mente y en algún nivel). Se suele decir que es posible distinguir a un mal novelista por su excesivo uso de las marcas de diálogo, escribe Deleuze, en mi recuerdo sobre cómo empieza ese ensayo. Tú sabes, el tipo de escritor que quiere distinguir entre sus personajes, pero que, en lugar de introducir variedad en sus formas de hablar, simplemente escribe: “Murmuró”, “sollozó”, “se rio nervioso” y así. Podemos reírnos de esto, pero es un asunto muy complicado. Porque digamos que eres un escritor y quieres que tu personaje tartamudee. O digamos que eres un escritor y quieres que los dragones de tu historia hablen en un lenguaje de reptiles, gélido y arcaico. ¿Qué harías entonces?

Bueno, todo parece indicar que solo puedes hacer una de dos cosas. Una de dos, puedes decirlo. Puedes decirle a tu lector: así es como hablan. Puedes anunciarlo. Puedes indicar el tartamudeo, marcarlo, pero sin representarlo realmente:

“¡No!”, tartamudeó. (“¡Sí!”, escucharon los dragones, en su frío lenguaje de reptiles, que nadie excepto el héroe puede entender).

O puedes escribir el tartamudeo. Puedes mostrar el tartamudeo en la página, puedes representarlo, pero sin anunciarlo:

“N-n-n-n-o!”, dijo. (“¡!”, dijeron los dragones).

¿Qué otra cosa puedes hacer?

De hecho, pronto se hace evidente que no necesito hacer nada. Mis hijos no necesitan que les recuerde el dragonés todo el tiempo. Lo entienden: mamá, así funcionan los libros. O esto es lo que hacen los buenos libros: nos hacen escuchar voces diferentes. Nos hacen sentir y de esa forma creer que fueron escritos en lenguas diferentes, en diferentes órdenes de lenguajes, que aquí compiten uno contra el otro, incluso cuando parecen ser, o cuando la convención o la conveniencia o los límites en disputa de las llamadas literaturas nacionales insisten en que fueron escritos en un solo lenguaje. Y tienen razón, por supuesto que tienen razón. Y esto también puede tener que ver con lo que Deleuze dice en su ensayo, con relación a la tercera opción disponible o empujada por las circunstancias sobre el escritor, que no sería exactamente anunciarlo ni representarlo, sino escribir de manera que se haga tartamudear al lenguaje. Escribir, ¿quizás?, como Hans Castorp habla francés. ¿Cómo puede decir, en inglés, “oh, hablo en alemán incluso cuando hablo francés”? Y puedo ver cómo es cierto: que su francés incómodo y dubitativo parece realmente ordenado según un patrón, modulado y ¿tartamudeado? Por la diferencia del otro lenguaje, así como por su agitación y sus nervios. Me gustaría hablar un poco más sobre esto: encontrar fragmentos en el libro de entrenamiento de dragones donde creamos que podemos escuchar y sentir el empuje, el extraño temblor del “dragonés”, incluso cuando no están realmente hablando, donde sintamos que el lenguaje mismo se ha hecho más frío o más antiguo. Pero bueno, es de noche y no es sorpresa que mis hijos ya no estén atentos. Hace rato ya estaban en otra parte: escalando los peñascos de un acantilado sobre el mar, en una cueva oscura con un bolso donde guardar tesoros ocultos. Yo soy la que quiere que se detengan un momento en el umbral de la credulidad y piensen un poco en cómo funciona este pacto de la traducción: en la traductora comprometida en instalar su propia capa de ficción y trabajando para que resista. No porque tenga la intención generalizadora de producir inglés poco interesante. Volver a escribir prosa en alemán, italiano o francés como si hubiese sido originalmente producida aquí y luego insistir en que todo eso es normal y cómo debe ser. Pero, por la razón anterior, es que antes que estemos en la posición de registrar la extrañeza o el tartamudeo de la prosa (las formas en que el proyecto de traducir a Mann, a Ferrante o el dragonés puede imponer nuevas presiones sobre la lengua inglesa, forzándola a descubrir lo nuevo o a aprovechar viejos recursos olvidados). Lo que equivale a decir: antes de que estemos siquiera en la posición de criticar o preocuparnos sobre las decisiones tomadas por la traductora, ya se ha realizado un acuerdo provisional. Hemos aceptado el libro en inglés. Hemos aceptado que el libro está ahora escrito en lo que parece ser inglés. La traductora ha creado esta cosa que ahora tenemos al menos mínimamente en común. Y la compartimos, ya estamos compartiendo en ella, en el más básico sentido de que podemos al menos ahora sostenerla y leerla y copiar de ella. Yo soy traductora, la responsable en parte del retraso en la aparición de las notas de las clases de Barthes en inglés: empezando a trabajar en la traducción de la primera conferencia del curso en el Collège de France casi treinta años después que esta tuvo lugar. También soy una comprometida lectora de libros traducidos, del todo dispuesta a seguirle la corriente a la traductora en lo que me pide aceptar. Y pienso que si sigo regresando a esta escena de La montaña mágica, a esta extraña escena de diferencia y deseo tal como se desarrolla por la compensación de una lengua histórica contra otra, y por hablar la que está dentro o al mismo tiempo que se habla la otra y, mientras todo esto ocurre para mí en una tercera, es porque cuando leo traducciones yo también siento que tengo problemas a la hora de detenerme un momento y registrar. Y registrar de verdad, no de forma irreflexiva, como aceptando las condiciones de una página web (sí, acepto las cookies, sí, acepto la traducción, entiendo, acepto los términos), sino deteniéndome y registrando apropiadamente. Quedándome un segundo sin aliento durante la lectura. Tomar nota de que el francés sigue siendo el de Mann, dejando intacto y sin alterar el texto alemán en el que en su día fue insertado. Y luego tomar nota de qué significa esto. Lo que esto también significa. Lo que también debe significar, esto es todas las páginas de prosa que enmarcan la conversación escrita en francés. Lo que equivale a decir, toda la novela: el largo ascenso y descenso de La montaña mágica, incluyendo las oraciones del punto medio que leí y escribí más arriba. Vuelvo a pensar en la seda oscura y delgada. Sí, y... ¿cómo era?

El delicado borde de su cabellera.

El hueso algo prominente de su nuca.

Los brazos increíblemente blancos.

El mecanismo con su pequeña y dura aguja de plomo. De todos se hizo cargo Helen Lowe-Porter.

Los recibimos escritos dos veces; la segunda vez por ella.

Fragmento incluido en Este pequeño arte. © Editorial Roneo, 2022. Todos los derechos reservados.

Traducción de Rodrigo Olavarría.

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