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Shopping

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Era la costumbre de los miércoles en la tarde. Mientras mi mamá tomaba café con la mamá de la Romi o la Lauri, nosotras podíamos dar unas vueltas. Por lo general nos pasaban algo de plata, nunca mucha, pero alcanzaba para comprarse unos esmaltes de uñas, unos aros. Tal vez un helado. 

El centro comercial todavía no dejaba de ser una novedad. 

Especialmente después de los suicidios.

Nunca habíamos visto uno y poníamos cara de asco cuando los comentaban en las noticias. Pero en el fondo, cada vez que pasábamos por el patio central del shopping, nos daba con mirar hacia arriba a ver si alguien estaba ya lo suficientemente cerca del borde, a ver si ahora, a ver si tal vez.  

Hacíamos apuestas. 

Qué se sentirá, preguntaba Romi, estrellarse contra el piso. Y si caes arriba de alguien, interrumpía Lauri sin perder de vista los mensajes brillando en la pantalla de su celular. Yo pensaba en ese salto y en la libertad inmensa de la caída. El aire fresco. ¿Se escucharía algo? 

No me atrevía a decir estas cosas. Al menos, no en voz alta. Lauri incluso guardaba los recortes de los pocos artículos que salían en el diario. Los iba pegando con stick fix color lila en su diario de vida. Se aprendía sus nombres, los de sus papás, se pasaba horas leyendo sus muros de Facebook. 

Esa tarde me tocó ir sola. Mi mamá se juntaba con la tía Clarita pero ni Romina ni Lauri pudieron sumarse. Así que me di un par de vueltas por los lugares de siempre. Me probé perfumes en las multitiendas y ropa interior de colores que nunca podría comprar, condenada a los sostenes y calzones blancos elegidos por mi mamá en los supermercados. Nada de encajes, nada de brillos. Frente al espejo, en cambio, las tangas diminutas, los pijamas de satín que se pegaban al cuerpo, poner cara de tentación y flash flash. Luego borraba todo, claro. Pero esos segundos en la pantalla eran una pequeña gloria. 

Entonces lo vi. Lauri me había contado que su hermano estaba trabajando en la tiendita de los videojuegos. Para que se junte con otros nerds. Algo así había dicho. Para que haga algo ahora que se le ocurrió congelar la carrera

—¿Andas sola tú? ¿Y ese milagro?

La voz de Enrique me detuvo en la mitad del pasillo. 

Yo sentía que, en el fondo de la mochila, brillaba mi teléfono con esa foto que no había alcanzado a borrar. Una en camisa de dormir de satín bien escotada. Y esa foto hablaba y le decía todas las veces que lo había buscado en Facebook. Todas las veces que había imaginado que nos quedábamos solos en su casa. Y se cortaba la luz. Y se acababa el mundo en uno de esos besos congelados de las películas. Eso o fantasear con cómo se sentirían sus manos bajo la falda de mi uniforme. 

A Lau no le decía nada, claro. Cuando iba a su casa intentaba mirar a cualquier lado menos hacia la pieza de su hermano. 

Le conté que mis amigas –las chicas, creo que le dije– no habían podido sumarse esta vez. Mis ojos estaban fijos en el suelo algo sucio del mall, incapaz de mirarlo a la cara. Eran muchos los nervios, tanta la timidez. Enrique tenía los ojos más lindos que había visto en la vida.

—¿Estás solo en la tienda? —le pregunté para llenar un silencio que se me hacía imposible.

—Sí, a esta hora no entra nadie. ¿Quieres pasar?

El primer suicida había sido un hombre de treinta años. Trabajaba en una oficina por ahí cerca. Tenía que comprar un regalo, urgente. Eso, al menos, le había dicho a su secretaria. Lauri nos lo había contado en uno de los recreos. Luego cambiaría las palabras. Diría: volar. Creía que sonaba más lindo (y así nos evitábamos los retos de nuestras profesoras). Eran las once de la mañana cuando pasó y no había mucha gente en el centro comercial. Se habló de seguridad, del estrés de la vida moderna, en cada una de las notas que le hicieron en el diario, las noticias, los programas de radio. Era un hombre exitoso. Una mujer, dos hijos. Toda una vida por delante.

Yo, no podía dejar de pensar en ese regalo. Lo imaginaba tirado junto a los maceteros, sin nadie que lo reclamara. Las chicas, en cambio, creían que solo había sido una excusa. Que no había ningún regalo. 

Pensaron —pensamos— que sería un hecho aislado pero, a los cinco días, una chica de quince —que había hecho la cimarra para ir al cine— salió de la sala, en el tercer piso, y corrió, mirando siempre al frente. Eso había dicho uno de los guardias que presenció su caída y que renunció al par de días. Lauri lo había subrayado con destacador amarillo.

Enrique no era realmente hermano de Lau. Era hijo de su padrastro, de un matrimonio anterior, con una señora que se había muerto de cáncer. Él todavía tenía su foto en el escritorio, una presencia rara en una casa en la que nunca se conversaban las cosas. Igual que en la mía. Casas de mujeres que guardaban silencio pero que se juntaban a hablarlo todo con las amigas y ahí no paraban más. Luego, de vuelta a la casa, volvía también el silencio y una como resignación amarga. Caras de queja permanente. De una infelicidad pegajosa.

Romi decía, al verlas: “Ya les llegó la tristeza”.

Nunca tratamos de escucharlas. En cuanto se sentaban a la mesa y le hacían la seña al mozo, desaparecíamos. Total, no sacábamos nada. A veces, sí, de vuelta en la casa, levantábamos el auricular del teléfono mientras hablaban. O nos paseábamos por fuera de la puerta del dormitorio cuando discutían a gritos con sus maridos. Eso eran: sus maridos. Nunca nuestros papás. Esos nos llevaban a comer los fines de semana y nos compraban ropa siempre de la talla y el color equivocados.

En la tienda estaba lleno de pantallas. Algunas con videojuegos de guerra, otros de dibujos animados más inocentes. Enrique ordenaba unas figuritas de acción mientras yo fantaseaba en cómo sería darle un beso. Era un poco más alto que yo (tal vez tendría que ponerme en puntas de pies) y usaba anteojos (¿le incomodaría? ¿Tendría que sacárselos yo? ¿Él?). 

Yo nunca había besado a nadie pero le había dicho a mis amigas que sí. Que había sido solo una vez, en vacaciones. Que no me había gustado. 

(A veces practicaba. Cuando comía helados. O me besaba todos los dedos de una mano. Lento y bien mojado.)

—¿Quieres? —Enrique me miraba, sosteniendo el control de una de las consolas.

Me senté junto a él y creo que jugamos, pero yo apenas podía concentrarme en la pantalla y perdía siempre. 

—Ya, poh, ponle un poquito más de ganas

Enrique puso su mano derecha sobre mi rodilla y yo sentí como una lava tibia que bajaba hacia mis calzones. De pronto los pechos me molestaban dentro del sostén. El cuerpo entero se asfixiaba. 

—¿Estás segura de que te sientes bien?

No alcancé a contestarle y ya entraba un cliente. Enrique se puso de pie y se acercó al mostrador. A mí me zumbaba la cabeza y me daba rabia. La vida, todo. Me sentía horrible con mi uniforme de colegio. Con esa ropa interior de supermercado, de algodón blanco y deforme. 

Con los labios secos y ya transpirada luego de un día largo en clases. 

Fea.

De todas las historias, había una que nos fascinaba. “Dorothy”, la había bautizado uno de los noticieros —cuando todavía daban esas notas, cuando todavía los representantes del centro comercial no reaccionaban ni obligaban a los medios a guardar el secreto—, porque cada vez que intentaba saltar llevaba puestos unos zapatos rojos con brillitos. Habían sido cuatro veces, a distintas horas del día. Un lunes, dos jueves, un domingo. En una incluso se había fracturado el brazo derecho tratando de zafarse de los guardias.  Con uniforme o con ropa de calle, pero siempre de zapatos rojos. Luego de la segunda vez, Dorothy cerró su cuenta de Facebook e Instagram para gran decepción de Lauri que se había hecho adicta a seguir sus posteos. Ya habían fotos de ella por todo el mall, pidiendo por favor reportarla, en caso de ser vista por los pasillos. En los programas de farándula habían entrevistado a sus papás y compañeros de colegio, pero ella se había negado siempre a dar declaraciones. Lauri incluso había guardado uno de los afiches. Lo tenía escondido bajo su cama, adornados los bordes con glitter rojo.

Así pasaban las semanas y, cuando todos ya creíamos que Dorothy había cambiado de idea, volvían los posteos anónimos en YouTube con su cara e imágenes algo borrosas mostrándola arrastrada por guardias. Nunca lloraba ni hacía escándalo. Siempre seria. Mirando a la cámara.

Nos constaba que otros también habían fracasado. Pero sus historias nunca llegaban a la prensa. Les ofrecían dinero, pagar un tratamiento psiquiátrico, cualquier cosa con tal de no seguir dañando la reputación del establecimiento. Después de todo, se trataba del centro comercial más moderno de América Latina, el de las tiendas de lujo que no estaban en ninguna otra parte, abierto casi las veinticuatro horas del día. 

Y, por las noches, sus luces podían verse desde todas nuestras casas. Moradas, verdes, rojas. 

Ahora en cada esquina del centro comercial había representantes del shopping, personal de seguridad, mirando a todo el mundo con ojos de paranoia. Habían intentado poner redes en cada piso para que atajaran a los suicidas, pero no funcionó como esperaban. De pronto, parecía que estábamos dentro de una telaraña. La gente dejó de venir. Y el shopping tuvo que cambiar, una vez más, las reglas.

Incluso hubo algunos que intentaron sacar provecho de la situación. Sicólogos especialistas en adolescentes, ofreciendo sus servicios a la salida de los colegios. O bien acróbatas capaces de descolgarse de uno de los pisos del shopping para conseguir la tan ansiada “compensación”. Falseaban con éxito la angustia y salían con una beca para estudiar o una gift card infinita para el supermercado.

Era un centro comercial, uno solo, en toda la ciudad, dijeron las autoridades tratando de bajarle el perfil a la situación. Algo que ver con la altura de los pisos, lo central de su ubicación, incluso el frío extraño de ese invierno.

Y, en todas las fotos, a los pies de las víctimas, se encontraban, infaltables, guantes, gorros y bufandas. El cuerpo tapado por una bolsa. Unos pies en bototos.

Cada mañana, al abrir el diario, o la red social de turno, temíamos encontrar la foto de ese cuerpo cubierto. Esos zapatos rojos. 

Lauri incluso se obsesionó con El Mago de Oz. Pidió la película y los libros para su cumpleaños. En el colegio, y a pito de nada, chocaba sus zapatos entre sí y decía eso de “no hay lugar como el hogar” en un tonito agudo y molesto.

A veces la curiosidad era venenosa. Y me acercaba a las barandas a mirar hacia abajo. No por mucho tiempo, en segundos ya tenía a un guardia a mi lado, preguntándome si estaba bien. Si necesitaba algo. Trataba de imaginar cómo se darían las cosas. Cómo le avisarían a mi mamá, ahí, tan feliz tomando su cafecito. Cómo sería esa llamada a mi papá, en su oficina, en mitad de la tarde. La ceremonia en el colegio. Las lágrimas de las chicas. Mi recorte, pegado también con stick fix lila, en el álbum de Lauri. Los mensajes en mi muro de Facebook.

Eso tampoco se lo decía a nadie.

Había historias terribles que nos costaba entender. Mujeres, con deudas gigantes en las tiendas de ese mismo shopping, que se estrellaban contra el piso sin soltar sus bolsas. Era un centro comercial lujoso y muchos compraban por aparentar. Todos caminando por los pasillos con las manos bien ocupadas. 

En un nuevo intento desesperado el shopping inventó una app. Con ella podías ayudar a vigilar los pasillos; dar alerta de alguna persona sospechosa. Con las chicas la bajamos ese mismo día. Y, durante los recreos, paseábamos por el mal. 

Así le decía Romi: pasear por el mal.

En los colegios de la ciudad inventaron ridículas actividades padre/madre/hijos. 

Para que conversáramos.

El celular vibró en mi bolsillo. Di un salto y Enrique tuvo que disimular la risa. Un mensaje de mi mamá: “¿Ya estás aburrida? ¿O me esperarías una media horita? La Clara anda con harto que contar.” Y, al final, el emoticón de un corazón verde. 

La verdad, no tenía apuro. Enrique jugaba algo de boxeo de lo más entretenido y yo no tenía muchas ganas de volver a mi casa. Parecía ir perdiendo el interés en mí, como si yo fuera alguien que se queda en la orilla y él un barco que se iba cada vez más lejos. 

Mi mamá nunca mencionaba a los suicidas. Una vez, que no pude acompañarla, hubo un “vuelo” en el centro comercial. Lejos del café donde ella estaba pero pudo ser testigo de la urgencia, de los carabineros, las ambulancias. Cuando llegó a la casa no contó mucho. Aunque lo traté de mil maneras. Pero tampoco cambió de lugar. Todos los miércoles, sin falta, volvíamos al shopping. Eran solo unos casos. Aislados. Ahora sí que ya no pasaba más.

“Obvio que te espero, mamá. Tranqui. Tú me avisai cuando te querai ir”. Y un corazón morado. 

Cuando volví a mirar a Enrique, ya no estaba solo con su videojuego. Atendía a una clienta. Una chica joven, tal vez cuarto medio, de uniforme. Yo aproveché de revisar instagram, snapchat. Ya me tocaba postear algo. No podía perder la racha. 

—¿Tienes algún juego de El Mago de Oz? —preguntó de repente.

Enrique se acercó al computador de la tienda para hacer la búsqueda. 

Yo sentía el corazón en los oídos. 

La chica tenía el pelo castaño, ni muy largo ni muy corto. Miré sus pies y pude tranquilizarme un poco: sus zapatos eran de colegio. Negros. Bien lustrados. 

—Pucha, no. Nada.

Enrique la miraba distinto. Medio nervioso, medio coqueto, medio recordándome que yo era la amiga de su hermana chica.

Ella sonrió y caminó rumbo a la puerta. Cargaba con un bolso verde, de una marca que no pude reconocer. Parecía repleto, apenas cerraba. 

Enrique volvió a su juego.

Traté de preguntarle un par de cosas pero no contestó.

Golpeaba con unos guantes rojos a un enemigo invisible. Furioso.

Decepcionada, abrí rápido la aplicación. Ahí estaba ella, dejando nuestra tienda. La vi caminar por el pasillo, subir al cuarto piso. Mirar de vez en cuando las vitrinas. Entrar a una tienda de accesorios. 

Nadie más parecía prestarle atención. 

Todos más preocupados de sus teléfonos. De sus bolsas. 

Ella siguió caminando. Se sentó en un café, pidió algo y abrió su bolso. Con un gesto rápido se sacó los zapatos de colegio y los puso en una bolsa plástica. 

Se quitó también los calcetines. 

Por un segundo pude ver sus pies, desnudos, antes de entrar en los zapatos rojos.  

Relato incluido en Lugar. © Ediciones de la Lumbre, 2017. Todos los derechos reservados.

El relato narrado por la autora puede ser escuchado acá.

Fotografía de Matheus Vinicius.

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