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Mujercita Redux

Esta es la historia de un matrimonio feliz, pero antes de que eches la pota y pases la página deja que te diga que termina con mi cara aplastada contra el frío metal del capó de un Volvo, mis manos esposadas a mi espalda y mis derechos zumbando en mis oídos; esto pasará en el aparcamiento de un hipermercado en la Naas Road de Dublín.

Éramos novios de adolescentes. Saoirse y yo. Era preciosa, y tenía diecisiete años. Yo era un par de años mayor. Ella era rubia, tenue y ligera, con una tez delicada de porcelana. Sus ojos verdes, lagos profundos —lo siento, pero esto es una historia de amor— en los que me ahogaba. También tenía unas tetas increíbles, pequeñas pero de manual, que encajaban perfectamente en la palma de mi mano, y un culo sobresaliente. Y quiero decir que su culo literalmente sobresalía. Dibújalo en el aire con lascivia, deja la lengua colgando y pon los ojos en blanco, y piensa en la curva abrupta de una perfecta nalga sin michelines: pues tenía un par de ésas. Como una repisa, la clase de culo en el que, como decía mi padre —con una voz irónica y masculina escapándosele por una comisura—, podías dejar una taza de té encima. Además, tenía una risa obscena y era tenaz en sus gustos y me comprendía. En retrospectiva, con la modestia de la madurez, admito que no había mucho que comprender. Yo era un crío moderadamente poético, y moderadamente rebelde, pero diligente con mis estudios, y tres meses después de graduarme ya tenía asegurado un cómodo rincón en la administración pública. Nos casamos cuando Saoirse tenía veintiún años, yo veintitrés. Eso parece increíblemente pronto ahora, pero hablo de finales de los ochenta. Y la verdad es que los dos hacíamos muy buena pareja. Yo era un chaval guapísimo, tipo Matt Dillon, me decían, lo que delata en qué años estábamos. Pero a veces te toca una buena época, y nosotros fuimos históricamente afortunados en el sector inmobiliario. Compramos un adosado fabuloso con vistas al mar en Dun Laoghaire. Podíamos tumbarnos en la cama y ver cómo los barcos se mecían en Dublin Bay, centelleantes y melancólicos en la noche. Tumbados, entre los parpadeos de las llamas de las velas, nos deleitábamos el uno con el otro. No podíamos creer la suerte que teníamos.

Compramos la casa por calderilla. Alguna abuelita había muerto ahí y el sitio olía a vieja, así que dedicamos un buen tiempo a retirar el papel de pared floreado y el suelo de linóleo pardusco, pero, una vez despojada de su decrépita cáscara, aquella casa resultó un sueño perfecto. Los techos altos, los miradores, la palmera plantada en el jardín delantero: eduardianería altiva. La arreglamos con el sudor de nuestro amor y a menudo aparcábamos el bricolaje para follar histriónicamente —era como hacer una carrera— sobre la madera pelada del suelo. El valor de la casa subió un treinta y cinco por ciento después de que la comprásemos. Se ha octuplicado desde entonces.

Aquellos primeros años de nuestro matrimonio fueron perfectamente felices. Juntos hacíamos de la vida un juego; todo era una aventura; incluso que nos hincharan las ruedas del coche, incluso ir al súper. Reíamos mucho. Nos hablábamos como si fuésemos críos, en la sección de congelados. Nos mordíamos con lujuria en la última fila del cine en últimas sesiones de los sábados. Interpretábamos una pantomima irónica de nuestro matrimonio perfecto. Ella me llamaba «Maridito» y yo a ella «Mujercita». La veo debajo de la sábana, con las piernas morenas desnudas, descubiertas, y, por las mañanas, mientras me visto, me dice, coqueta:

—¿Maridito? No te vayaz aún… Tu Mujercita nececita… atencionez.

—Oh, pero, Mujercita, ya son más de las ocho y…

—¿Por qué tanta priza, Maridito?

Saoirse no sabía —ni sabe— pronunciar la letra «s» —un sapo era un zapo—, lo que la hacía aún más adorable y follable.

Encadené ascensos sin parar en la administración pública. Era prácticamente intocable mientras no me diera por sacar un rifle en la cafetería o violar a alguien en el cuarto de la fotocopiadora. Maridito iba a trabajar y Mujercita se quedaba en casa, pero la nuestra era una colaboración entre iguales. Juntos, a cámara lenta, hacíamos footing de madrugada por el parque, cubierto de rocío. Nuestras acciones crecían de mes a mes, las cifras aumentaban en un feliz abandono. La electricidad de nuestras sonrisas embelesadas —¡¡!!— podría haber iluminado todo el puto país. Las cosas no podían ser mejores, pero lo fueron.

El tercer año de nuestro matrimonio nos trajo una niña. Llamamos Ellie a nuestra pequeña, que era maravillosa. Era la viva imagen de su hermosa madre, y yo estaba doblemente enamorado: empujaba su carrito por el paseo, el ferri Holyhead ululaba, y mi corazón planeaba con los gaviones atlánticos. Ellie durmió ocho horas cada noche desde el primer día. Nunca se quejó de los dolores de la dentición. Una hija perfecta, plácida, bonita como para exponerla en la repisa de la chimenea. Éramos tan afortunados que empezamos a temer alguna inefable tragedia, algún inevitable derrumbamiento. Pero las estaciones fluían, nítidas y agradables, por el sur de Dublin County, cada una con su calendario de alegrías: huevos de Pascua, cubos y palas, máscaras de Halloween, la deliciosa sensiblería del oropel navideño. Maridito, Mujercita, Bebé Ellie; el cielo había descendido sobre nosotros y se había asentado a nuestro alrededor.

Si, en los siguientes años, la devoción que nos profesábamos Saoirse y yo menguó un ápice —y hablo de algo ínfimo—, hasta eso me parecía sano. Probablemente necesitábamos apartarnos, tan sólo unos milímetros, de la cualidad obsesiva de nuestro amor mutuo. Esta mengua minúscula se evidenciaba, tal vez, en el leve tono sardónico que teñía nuestras conversaciones. Como, por ejemplo, cuando yo volvía del trabajo por la tarde y ella decía:

—¿Y bien, Maridito?

Con aquella nota áspera ascendente al final de la frase, un énfasis sarcástico. Y yo respondía en los mismos términos:

—¿Y bien, Mujercita?

Y llegó el cambio de siglo, y la madurez entró en escena arrastrándose como una babosa, y nuestros culos ahora estaban caídos. Es lo que hay. Y, vale, me ensanché un poco a la altura de la cintura. Y, sí, inevitablemente, el folleteo impulsivo tiende a extinguirse un poco cuando hay un crío en casa. Pero aún éramos felices, sólo que de un modo más tranquilo, y repito que ésta es la historia de un matrimonio feliz-feliz. (Golpeo la mesa dos veces para enfatizar.)

No es que nunca me perdiera en recuerdos. ¿Cómo no iba a hacerlo? Quiero decir, Saoirse a los diecisiete era… la perfección erótica. Nunca podría desear a nadie más que a ella en aquel tiempo. Era casi doloroso que la hubiera deseado tan intensamente, y hasta casi me había parecido pecaminoso —me crie en el catolicismo— ser capaz de saciar mi lujuria por ella a voluntad, cuando quisiera, de cualquier forma que me apeteciera, durante tantos años extáticos.

No digo que ella no haya madurado bien. Sigue siendo una mujer extremadamente atractiva. Tiene lo que mi madre solía llamar un porte excelente. Ciertamente, le sobra algo de peso ahora, lo que habría resultado inimaginable en aquellos miembros esbeltos, de cervatillo, que tenía de adolescente, pero como ya he dicho, yo tampoco pasaría precisamente por un modelo hoy en día. Nos gusta la pasta en salsa con trocitos de langosta. Nos gustan los chocolates caros. De esos con trocitos de chili y espolvoreados con lavanda. Y sí, ocasionalmente, de madrugada, me dan… lloreras. Mientras los barcos se deslizan sin remordimiento a través de Dublin Bay. Y, vale, ya puestos digámoslo también: Saoirse ha desarrollado una afición al Pinot Grigio que tumbaría a un puto caballo.

Pero somos felices. Nos queremos. Y aguantamos.

Aunque, al casarnos tan jóvenes, y al tener a Ellie tan pronto, tenemos esa sensación extraña de mantenernos aún en sintonía con la ópera que es la adolescencia, incluso ahora que nuestra hija ha entrado en ella. Es casi como si nosotros no la hubiéramos abandonado nunca, y aún conocemos todos los pasos de aquel baile, mientras Ellie se abalanza sobre ese frenesí de drogas, música, moda, melancolía, ideación suicida y, bueno, sexo.

El factor central que complica todo el asunto: Ellie tiene diecisiete años y toda ella es una provocación al sexo masculino. El pelo, el color, la figura. Su mirada soslayada, la aspereza de su risa, esa forma particular que tiene de sacar la punta de la lengua por la comisura de los labios a modo de rechazo sardónico, su mirada sobreactuada de ojos saltones que se traduce como:

—¿Va en cerio?

No, tampoco sabe pronunciar la «s». Y apenas lleva ropa encima. Shorts, medias rasgadas, camisetas cortas, y piercings por todas partes. Una cuchillada carmesí de pintalabios. Botas hasta los muslos.

Que conste que esto no se va a volver raro y enfermizo, pero hay que decir que es idéntica a Saoirse cuando tenía su edad. Sólo estoy siendo completamente honesto. Y diría que no se trata de algo inusual. Es una de esas cosas ante las que se supone que uno tiene que cerrar la boca. Pero, por desgracia, muy a menudo nuestras hijas, perfectas y bonitas, se convierten en un perfecto facsímil de lo hermosas y deseables que fueron nuestras mujeres, tiempo atrás, cuando eran jóvenes. Y delgadas. Y estaban sobrias. Todo esto es terriblemente turbador. Y al ponerlo por escrito parece aún peor. Hay gente—¡hola, Doctor Murtagh!— que si leyera esto pensaría: tu hombre ha recaído. Así que debería empezar con la historia de cómo empezaron los problemas. Que, por supuesto, tiene que ver con mi odio por los chicos que mariposean alrededor de mi bellísima hija.

Oh, créeme. Toda madeja de pelo y hormonas con un anillo en el labio perforado del barrio de Dun Laoghaire babea por nuestra Ellie. Pero se los ha ido quitando a todos de encima, ninguno ha durado más de una o dos inocentes citas. No hasta que el joven y fornido Aodhan McAdam entró en escena.

Sólo con pronunciar las horribles, arrogantes y convulsas sílabas del nombre de ese capullo ya me dan náuseas. No era el tipo de chico con el que solía salir, así que inmediatamente me preocupé. El tipo de chico con el que solía salir —al menos hasta ese momento— iba de negro, era pálido, de aspecto depresivo, aficionado al lápiz de ojos y a las fundas de guitarra, del mismo molde que los de la masacre de Columbine, con madera de francotirador, eran piltrafillas en gabardina, adictos a sus inhaladores antihistamínicos, propensos a autolesionarse, bla, bla, bla, pero básicamente inocentes. Por la actitud de Ellie sabía que no había sucumbido a ellos. Eso un padre lo sabe, aunque éste es otro de esos hechos que uno debe callarse. Pero entonces —oíd el redoble de los tambores de la fatalidad— llegó Aodhan McAdam.

—¿Qué pasa, jefe?

Rápidamente este se convirtió en su saludo ritual cuando yo abría la puerta, por las noches, y me lo encontraba en el suelo ajedrezado del porche con sus pantalones de chándal y su polo de Abercrombie & Fitch. Solía acompañar el saludo con un leve puñetazo de amigote en mi antebrazo y mucho diente en su amplia sonrisa. Diecisiete años, metro noventa, mata lacia de cabello rubio y unos ocho millones de libras invertidas en su dentadura. Como criado a base de ternera de primera calidad y leche entera. Guapo como una estrella de cine e igualmente cómodo en su cuerpo. Con uno de esos acentos americanizados —estos putos críos ya ni suenan irlandeses— y la anchura de un jeep; sin duda podía reventarme a golpes. Lo que significaba que tenía que sorprenderlo.

Tras las dos primeras semanas supe que estaban follando. Por su actitud; ya no era una niñita. ¿Y qué hizo su madre al respecto? Irse a la nevera a por otra botella de Pinot Grigio.

—Saoirse, tenemos que hablar sobre lo que está pasando ahí.

Mal, lo sé, se supone que hay que hacerse el sueco con estas cosas. Pero no podía. No podía no sacar el tema. Me estaba carcomiendo.

Saoirse y yo fuimos al salón principal. Ahí tenemos la tele grande, y la mesilla de café que encargamos a los del programa Artesanos-con-Sida, y un sofá retro de los cincuenta, color naranja tostado, con la marca permanente de nuestras siluetas —es desagradable, hace que parezca que tenemos culos como peñascos— y montañas de DVD que trepan por las paredes; tendremos casi todos los box sets que han salido.

—Supongo que sabes —dije— que están… bueno… ya sabes.

—Cállate —dijo Saoirse.

Suspiré y salí de la habitación. Tal y como lo teníamos montado, Ellie tenía para sí el salón pequeño de la planta baja, ningún adolescente quiere sentarse con sus padres. Había llamado a un interiorista —lo habían decorado de negro y violeta— y tenía un sofá Eames que ganamos en una subasta cuando cumplió los dieciséis. Bajé a ver qué hacían Aodhan y ella. La persiana estaba bajada. Miraban alguna mierda de hip hop por satélite, y estaban los dos bajo un edredón. Era una noche de verano.

—Eh, Pirulo —dijo Ellie.

—Ey —dijo Aodhan McAdam, y me miró con malicia.

Solté la mirada más fría que fui capaz y traté de decir algo, pero era como si tuviera la boca llena de canicas. Volví al salón principal. Me acomodé en el hueco enorme con forma de culo de mi lado del sofá.

—¿Te das cuenta —dije—, de que están debajo de un edredón?

—¿Ajá?

Saoirse estaba mirando un capítulo de Wire con comentarios del reparto y se hallaba sumergida en una copa de Pinot Grigio del tamaño de una palangana. Lo tomaba helado,  incluso se veían escarchas de hielo en el vino .

—Quiero decir, ¿qué coño hacen debajo de un edredón? ¡Estamos en julio!

Se giró hacia mí y me dirigió una sonrisa benévola.

—Creo que podemoz zuponer —dijo—, que ce la eztá pelando.

—Maravilloso —dije.

—Ellie tiene dieciciete años —dijo—. ¿Qué coño quierez que hagan?

—McAdam de los cojones. Canijo hijoputa…

—De canijo poco —dijo Saoirse—. En realidad está bastante bueno.

Se supone que hay que aguantarse y punto. Pero mi cerebro no paraba de zumbar. Pasé aquella noche tumbado en la cama, asediado por imágenes aleatorias que no voy a describir. Sentía náuseas. Sabía que era algo natural. Sabía que no podía detenerlo. Y con la mañana aflorando en la bahía traté de aceptarlo. Pero salí de la cama y me sentí como si hubiera luchado en una guerra. Pensé, quizás es mejor que sea un chaval tipo jugador de rugby que uno tipo francotirador. Por lo menos estará más sano.

Esa noche, después del trabajo, dando mi caminata por el paseo, junto al mar frío y ajeno, los vi: los chavales tipo-jugador-de-rugby. Se juntaban en un trozo de verde mullido, sentados cerca de un cobertizo, o pasándose un balón, riendo todo el rato, partiéndose, con sus amplias sonrisas de comemierda y su testosterona. Todos tenían el pelo lacio, polos de suaves colores pastel, los pantalones de chándal Canterbury, los acentos americanos. Aodhan McAdam estaba entre ellos, y me vio, y sonrió, e hizo un par de pistolas con los dedos y me disparó.

«Bang, bang», hicieron sus labios.

«Ja», le devolví la sonrisa.

Sin duda le estaba haciendo al resto del equipo un informe detallado de lo que ocurría debajo del edredón. ¡Claro que lo hacía! Y más tarde volvió a por más. El timbre suena cerca de las diez: resplandor ortodóntico en el porche. De hecho, prácticamente era como si se hubiera mudado a nuestra casa. Cada noche estaba con nosotros.

—¡Guapícimo! —chilló ella, y corrió pasillo arriba, y le saltó encima, y ahí, justo delante de mí, él le agarró la nalga.

A menudo, entre capítulo y capítulo de nuestras series, Saoirse y yo pasábamos el rato en la cocina; quizás es nuestro lugar favorito, y rebosa de tanta mierda cuca y vieja como es humanamente posible. El horno antiguo. Las ollas de cerámica de Apulia. La cruz de Santa Brígida hecha de auténtico junco del oeste de Irlanda para dar un toquecito étnico. Nos atiborrábamos picando entre horas en la cocina y, simplemente, no sé, conectábamos con su onda. Pero ahora Ellie y Aodhan la estaban invadiendo. Dieciocho veces por noche salían de su salón para atacar la nevera. Saoirse se limitaba a sonreír afectuosamente mientras ellos se tragaban el humus, las olivas, el pan, los fiambres, el queso azul, el helado, el chocolate espolvoreado con lavanda de Fallon & Byrne. Yo observaba al hijoputa desde la isla de la cocina; era increíble como engullía.

—¿No te dan de comer en casa, Aodhan? —pregunté una vez con sorna.

Él rio, y cogió un paquete de seis yogures Petit Filous, y de vuelta al sofá y al edredón de mi salón. Me dio uno de sus puñetazos amistosos en el vientre al salir.

—Este pavo gasta combustible pesado, ¿eh? —dijo, y me alborotó el pelo, o lo que quedaba de él.

Más tarde, en nuestra sala de estar, miré a Saoirse:

—Me trata como a una perra —dije.

Ella estaba pausando fotogramas de Wire en los que salía Omar, el asesino gay, porque estaba encaprichada de él. Últimamente había estado andando sonámbula y diciendo su nombre.

—¿Y qué vaz a hacer al rezpecto? —dijo.

—Sé que están follando —dije—. Puedo… no sé, olerlo.

—Tendríaz que hablar de ezto con el Doctor Murtagh —dijo.

—¿Y eso qué significa?

—Cignifica terapia cognitiva, joder —dijo—. Cignifica que toca medicación. Cignifica que ezto tiene pinta de que volveraz a dezmoronarte o algo.

Por toda la casa, sentía que podía oírlo… ¿masticando? ¿Sabes cuando vas en avión y se te tapan los oídos y te traen la comida y das un mordisco y puedes oír a todo volumen los movimientos de tu mandíbula al masticar, amplificados de un modo increíblemente desagradable? Era como si oyera eso por toda la casa.

¡Aodhan!

¡Masticar!

Además usaba el baño de abajo, debajo de las escaleras, y evidentemente meaba como un semental de concurso. Saoirse pensaba que era maravilloso, y hablaba cada vez más de lo bueno que estaba, casi tanto como Omar. Hablamos de una guapura de angelito cateto, como un monaguillo mazado que podría machacar a un oso. Horripilante.

Entonces el verano se complicó y llego una ola de calor. Nos gusta la jardinería, y tenemos una plataforma estupenda —decorada con un montón de mierda que compramos en Túnez a los leprosos de Zarzis— que se eleva sobre césped del jardín trasero. Durante la ola, Aodhan y Saoirse la ocuparon. Los miraba un día desde la cocina; estaba pelando unos langostinos mientras Saoirse, con destreza de experto, pasaba por el mortero su marinada de semillas de cilantro y piel de lima. Ellie yacía bocabajo sobre la tumbona, en bikini, y él estaba sentado al borde, y con sus dedazos de salchicha desabrochó la parte de arriba del bikini y apartó suavemente los tirantes. Entonces agitó la botella de crema solar, se echó un chorrito en las manos, las frotó, y empezó a masajearle la espalda, lentamente, lentamente, como en una escena de película porno. Por la ventana abierta entraban los gemiditos guturales de ella, y vi como se daba la vuelta hacia él, con adoración, y él se inclinó y le susurró algo, y ella soltó un gritito.

—Lo próximo —dije a Saoirse—, será montárselo delante de nosotros.

—¿Creez que ez una monja?

—Ya he tenido suficiente —dije.

Eché los langostinos al fregadero de cerámica y salí de casa hecho una furia. Compré tabaco por primera vez en seis meses y encendí un cigarrillo ahí, delante del Topaz. Fumé, y anduve por el paseo. Pasé el cobertizo de los chicos del rugby, y estaba desierto, y vi que la pared trasera era un garabato de grafitis. Fui a verlo de cerca.

Motes, cosas sobre el equipo rival, fulanito quiere a menganita, o no sé quién quiere a ¿¿??, y de repente, en un lugar destacado, esto:

 

ELLIE P LA REINA COME POYAS

 

¡P-O-Y-A-S! ¡Y ELLIE P! ¡Se habían atrevido a usar la P del apellido Prendergast de mi difunto padre! Recorrí con furia el muelle de arriba abajo tres veces. Un glorioso anochecer de verano, el muelle repleto de gente, amigos y vecinos por todas partes, pero los ignoré a todos; caminé arriba y abajo, balanceando los brazos, rechinando los dientes, y lloré un poco —mucho— y me fumé el paquete entero.

Podía ver a los vecinos pensando:

«¿Habrá recaído?»

Más tarde, en el salón:

Aodhan se había marchado, y podía oír el bum, bum, bum de la música de Ellie en el piso de arriba, y Saoirse no me quitaba el ojo de encima; estaba preocupada y me cogía de la mano todo el tiempo.

—Cariño, creo que podemoz zuponer —dijo— que no lo ezcribió él.

—¡Todo un caballero! —dije—. Pero habrá estado abriendo la bocaza, ¿no? ¿Y no te preocupa que Ellie esté…?

No pude terminar.

—Tiene dieciciete añoz, Jonathan.

—Yo digo que hablemos con ella.

—Ezo ez una locura. ¿Qué le diríamoz? ¿Qué no tendría que eztar haciendo mamadaz?

—Saoirse, por favor…

—Yo hacía mamadaz a loz dieciciete.

—Felicidades.

—Como tú bien zabez.

—¡Pero yo no iba por ahí contándolo! ¡Me lo guardaba!

—Déjalo, Jonathan…

De nuevo, esa noche apenas dormí. Un zumbido incesante se había instalado en mi cabeza. Sonaba como un fluorescente a punto de fundirse. Más imágenes pasaban por mi mente, puedes imaginarte qué eran exactamente:

Elli agachándose.

Y el grandullón Aodhan McAdam —¡!— sonriendo.

La mañana siguiente fui a su cuarto. A la mierda. Iba a ser fuerte. Íbamos a tener una conversación sobre el Respeto. Sobre respetarse a sí misma, a su casa, a sus padres. A los edredones. Llamé, nítidamente, dos veces, y empujé la puerta, y sentía mi frente tensa de rectitud moral —o lo que sea—, y la encontré deshecha en llantos sobre la cama.

¡Suicida!

Las lágrimas de Ellie son bombas atómicas en mis tripas.

—¡Oh, cariñín! —gemí— ¿Qué te pasa?

Me lancé sobre la cama. Ahí terminó la conversación sobre el Respeto. Aodhan, al parecer, había tomado su satisfacción oral y se había pirado. Habían roto.

Era inconsolable. Tuvimos la peor mañana de sábado de todos los tiempos en casa. Y eso es decir mucho. Ella iba de la ira a las lágrimas, y cuando está triste se porta fatal, angelito. Empezó en el desayuno:

Un sábado resplandeciente, don del cielo, en pijama: tendría que haber sido perfecto. Saoirse temblaba sentada en la isla de la cocina, comiendo gachas de avena con frutos de açai, contando las horas que quedaban hasta que pudiera volver a echar un trago de Pinot Grigio. Yo untaba la margarina antimuerte del color de los girasoles de Van Gogh sobre los nueve cereales de una tostada artesanal. Ellie se quejaba entre rubores de rabia carmesí y lloreras y emitiendo un quejido de marsopa con pulmones enfermos.

—Venga, Ell —dije—. Si sólo han sido…

—¡Once cemanaz! —gritó— ¡Once jodidaz cemanas de mi vida que le di a ece gilipollaz!

—Mira, cielo, sé que ahora no lo parece, ¿vale?, pero lo superarás, y verás que quizás es mejor así y…

No dije: y tal vez la reputación de reina come pollas caerá en el olvido.

—¿Qué ez ezto? —dijo.

Sostenía en la mano una caja de muesli.

—Una caja de muesli —dije.

—No —dijo.

Admito que era de la marca blanca de un supermercado de gama media; una anomalía excepcional.

—Eh…Ellie, no pasa nada, mira, está bastante rico…

Le dio la vuelta a la caja y vertió el muesli sobre las baldosas de piedra caliza que la plebe había cargado, al coste de su dignidad, desde County Clare.

—Ezto no zon cerealez de verdad —dijo—. Ez una imitación de cerealez.

Con los pies descalzos empezó a pisar el muesli, a incrustarlo en las baldosas. Los trituraba adrede, como un pueblerino francés pisando uvas, como una chica haciendo ejercicio en un Stairmaster a la máxima potencia.

—Quiero volver con él —dijo.

—Pero, Ellie, mira…

—Quiero volver con Aodhan.

Cruzó las baldosas hasta mí y me agarró por las solapas del pijama.

—¡Y quiero volver con él hoy!

Caí de rodillas y la abracé por la cintura.

—¡Pero eso es una locura! —gemí.

Hablando en general, en el transcurso de la vida, cuando te ves usando la expresión «¡Pero eso es una locura!» puedes estar seguro de que las cosas no van a mejorar pronto. Eran las diez y media de la mañana pero a Soirse ya le daba igual y fue a la nevera y cogió una botella a medio beber de Pinot Grigio y la descorchó. Con los dientes.

Bueno. ¡A por lo que sigue!

Me fue encomendada la tarea de tener una charla seria con Aodhan McAdam. Él, por supuesto, tenía el móvil apagado —a los diecisiete años ya son todos unos expertos en tácticas de evasión. Y Ellie ni podía ni quería sacrificar su dignidad yendo en su búsqueda ella misma. Y Saoirse no había salido de casa en once meses salvo para las transfusiones sanguíneas en el spa Vida Pura™, los masajes con piedras calientes del Dakota, y las clases Cuerpo Playero —abandonadas—. Así que me tocó a mí. Me correspondía a mí descubrir su estado de ánimo, sus motivos, sus intenciones. Básicamente tenía que recuperarlo. Saoirse estaba tan resuelta a recuperarlo como Ellie. Al fin y al cabo, Aodhan era un macho en plena juventud, y a ella le gustaba tener de eso en casa.

Resultó que McAdam tenía un trabajo de sábados. Sí, claro, pensé, ahora se las da de humilde y esas mierdas. ¡Un trabajo de fin de semana! Trabajaba en unos grandes almacenes de bricolaje en Naas Road. Me subí al Volvo y me dirigí hacia allí. Puse un CD motivacional. N’gutha Ba’al, el gurú zambiano de la autoconfianza, me contó con su timbre rico y meloso que yo tenía el resplandor interior de un guerrero y el alma de un guepardo. Lloré un poco —mucho— al oírlo. Me sentí fuerte y valiente y heroico, pero el sentimiento fue fugaz como la luz en la bahía. El tráfico era escaso, pero siniestro. Los coches perfilaban las intersecciones con movimientos abruptos y nerviosos. Los camiones acechaban, y el sonido de sus motores salía horriblemente amplificado de sus tubos de escape. Los peatones parecían salidos de una pesadilla. El pelo de todos me parecía extraño. Atravesé el lado sur de la ciudad, apresando con fuerza el volante en mis puños y tratando de acordarme de respirar con el estómago. El Volvo soltó un rechino asesino cuando entré en el aparcamiento del Do-It-Rite! Pretendía fingir que era un tipo normal, un tipo haciendo recados un sábado, un sabadero, pero enseguida me di cuenta de que quería trepar por el cartel de la tienda y arrancar el signo de exclamación de !Do-It-Rite!

Como un huracán —¡un huracán!— me dirigí a la entrada, pero la cosa no fue bien, pues las puertas automáticas no parecieron interpretar mi presencia como la de un ser humano. Así que tuve que dar un pasito atrás y acercarme de nuevo a las puertas —pero seguían sin abrirse— y volví atrás tres pasos, cuatro, y avancé otra vez, pero tampoco se abrieron, y sumido en mi vergüenza alcé la mirada al cielo y vi que las letras del cartel de Do-It-Rite! estaban tan mal ancladas, con sólo algunos corchetes y tornillos… y eso también —la chapucería del apaño— me pareció ultrajante. Entonces un sabadero se acercó y las puertas se deslizaron hacia los lados y entré en la tienda siguiendo la estela de su normalidad.

Di caza a Aodhan McAdam entre los expositores. El día parecía artificial en la tienda, con la luz estridente de los fluorescentes, y merodeé entre los cubos de pintura, el material de fontanería, mochos y bisagras, los clavos de mampostería, las trampas para ratas y los kits de laminado de suelos, y aullidos de rabia medio ahogados escapaban de mi garganta mientras andaba, y todos los sabaderos que pasaban a mi lado se me quedaban mirando. El lugar era del tamaño de media docena de campos de fútbol unidos como retales, y los empleados llevaban monos amarillos para que los reconocieras si necesitabas consejos de bricolaje, y al final vi por encima de uno de esos monos el cabello rubio y lacio, los megavatios de su sonrisa y los poderosos músculos de su mandíbula, esas trituradoras horribles.

—¡Aodhan!

Su sonrisa se giró hacia mí, y era tan enorme que su resplandor convertía sus facciones en una masa indistinta, y sólo veía aquel signo de exclamación

!

del cartel de Do-It-Rite!, pero cuando me enfocó, la sonrisa empalideció al momento.

—¿Jonathan?

Fui hacia él, y sonreí, y lo agarré con suavidad por el codo.

—¿Podemos hablar, Aodhan?

—Claro, tío, pero…

Es algo extremadamente inusual en el mundo contemporáneo que se presente la ocasión de tener una conversación verdaderamente sincera. Estamos atrapados —todos nosotros— tras el deslumbrante brillo de la ironía. Pero en el pasillo más silencioso del Do-It-Rite! —accesorios de enyesado— aquel sábado, acuclillado discretamente con Aodhan McAdam, hablé honestamente, poderosamente, y con el corazón.

—Escucha —dije—, sé lo de las mamadas. Es completamente natural. A mí también me la mamaban a los diecisiete. Cierto que yo no lo iba contando por ahí y escribía sin faltas, pero…

Intentó levantarse, intentó escapar, pero yo tenía una especie de fuerza animal —alzas las cejas, Doctor Murtagh—, y mantuve su codo huesudo en mi garra, y mi mirada era un láser en sus ojos, y él tenía miedo, podía verlo.

Dije:

—Ellie Prendergast, o debería decir Ellie P., es la chica más guapa de esta ciudad. Es un puto ángel. Si le haces daño, te mato. Te lo digo ahora para darte una oportunidad.

Le di una bofetada, un disparo maníaco afilado como un aguijón. Le hablé de la naturaleza fugaz de la juventud. Le dije que no era consciente de lo rápido que esto pasaría. Le conté cómo había sido en mi caso. Hablé de lo rápido que la oscuridad se filtra por las grietas de una vida. Le hablé de las imágenes de las que había sido testigo y de las voces que había oído. Se puso a llorar de miedo. Le conté que a mi Mujercita la habían acosado duendecillos por la noche —¡oh, todo salía a la luz!— y que Ellie era, para mí, una deidad a la que se debe devoción, y que yo iba a protegerla con mi vida.

—¡Tengo diabetes tipo 1! —sollozó— ¡No puedo con esta mierda!

Ah, pero yo se la eché encima a golpe de pala. Me lo llevé a los abismos de la desesperación y le hice una visita guiada. La serenidad de mi sonrisa enmascaraba mis amenazas, y las hacía aún más extrañas. Dije que lo esperaba en el porche a las ocho en punto, con sus pantalones de chándal y su polo de Abercrombie & Fitch. Pero antes de eso debía hacer un trabajito. Nos pusimos de pie, lo cogí por la nuca, lo guie hasta el pasillo de las pinturas; los sabaderos miraban, los empleados en monos amarillos miraban, pero nadie se nos acercó; y le enseñé la pintura blanca y cuánta había y qué barata era, y le expliqué que a las siete en punto iba a echar un vistazo al cobertizo.

Lo solté. Con la poca calma que me quedaba, le dije:

—Escúchame, Aodhan, tengo que hacer la compra. A vosotros os gusta ese salmón a la barbacoa envasado al vacío, ¿verdad?

Lo dejé, pálido y pusilánime. Merodeé por las distintas secciones un rato más, soltando ladridos triunfales mientras andaba. Los sabaderos rehuían mi mirada, se apartaban a mi paso, y yo ladré algo más fuerte. Ya que estaba ahí, pensé, ¿por qué no coger un par de cosas?

Así que compré una escalera de mano extensible y un martillo de carpintero.

Las puertas automáticas detectaron mi presencia al instante y al salir me recibió el beso del sol de la tarde. Coloqué la escalera contra la fachada de la nave, la extendí, trepé con el martillo frío en mi mano. Bastaron media docena de tirones para que el signo de exclamación del cartel de Do-It-Rite se soltara de la pared. Me lo puse bajo el brazo —era ligero como una pluma— y bajé. Crucé el aparcamiento. Lo dejé cuidadosamente sobre el asfalto, delante del Volvo —mi intención era pasar por encima con el coche y hacerlo añicos—, pero entonces pensé, no, eso sería demasiado rápido. Así que me arrodillé y empecé a dar golpecitos suaves al plástico azul del signo de exclamación hasta que empezó a resquebrajarse por aquí y por allá, y aparecieron minúsculas grietas que se iban juntando, pieza a pieza, hasta que toda la superficie se hubo convertido en un hermoso mosaico azul, como los trazos de pequeñas carreteras en un mapa antiguo, marcando campos perdidos, reinos perdidos, un mundo perdido, y yo me sentía sereno como un pájaro montando las olas de aire matutino sobre esos campos.

El coche patrulla apareció.

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Relato incluido en Oscura yace la isla. © Rayo Verde, 2019. Todos los derechos reservados.

Traducción de Dídac Gurguí.

Fotografía de Sebastien Le Derout .