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Sobrenatural

Sobrenatural

Saco el boleto y me acomodo en el último asiento doble, del lado de la ventana. Tengo 12 años, casi 13, y una timidez insoportable. Me miran y me pongo colorada. Me hablan y no puedo sostener la mirada. Hablo en tono bajito, a veces no se me escucha. Vuelvo del centro; el dentista que me está haciendo el tratamiento de ortodoncia es en realidad todavía un estudiante (destacado) de la Universidad de Buenos Aires y es supervisado por un dentista de verdad, ya recibido. Me acaba de probar las gomitas en los brackets que hacen que los dientes tiren para un lado o para el otro. Hay que juntar un espacio porque tengo agenesia (después del diente de leche no hay diente definitivo). Mi dentista-estudiante es de origen brasileño y le gusta hacer bromas. Antes de ponerme las gomitas me dice que tiene que aplicar tres inyecciones de anestesia. Luego de ver mi expresión de espanto enuncia su clásico «menchiiiira» y con una sonrisa me explica cómo es el tema de las gomitas. Yo presto atención porque no veo la hora de sacarme los aparatos y quiero hacer todo bien. Me dice que me puedo poner de a una gomita y que tengo que ir cambiándola a medida que la saliva la va corroyendo. Yo me voy a poner de a dos o tres, así se cierra más rápido. A veces cuando está haciéndome algo en la boca se me pone muy cerca y siento que su aliento me gusta, es hermoso. Creo que se da cuenta y me mira a los ojos a propósito. Sonríe y me dice que soy su paciente preferida. Otras veces pienso en traer un cuchillo y obligarlo a que me arranque los brackets de una vez. Después me doy cuenta de que es imposible porque el dentista cuando está en tu boca tiene como un poder sobrenatural sobre vos. Cualquier movimiento puede ser una catástrofe. Así que sólo pienso mucho en el día en que por fin no los tenga más.

El colectivo sale vacío, se llena, y cuando llega a mi casa, en la otra punta de la ciudad, quedamos casi siempre el colectivero y yo. A veces me hace el favor, cuando es de noche, y me deja en la puerta de mi casa. A veces mi mamá me espera en la parada. Estamos recién por Montevideo y se sube un señor de unos 40, 50. Falta un mes para el verano y hace calor pero hay un viento fresco que entra cada tanto por la ventanilla. Llevo puesto el jumper del colegio porque no pude pasar por mi casa a cambiarme. No lo veo bien al señor, aunque se sienta al lado mío, porque no suelo mirar a la gente a la cara y menos si está tan cerca. Tiene un saco azul en la mano y, cuando apoya su cola en el asiento, el saco queda entre su asiento y el mío, una parte en su pierna, otra parte en mi pierna. «¿Te molesta?», me pregunta. Digo que no. En seguida pienso en correr la pierna pero no quiero ser descortés y me quedo inmóvil en esa posición.

El saco tiene unos botones plateados, de esos que brillan cuando les da la luz del sol. Es plena tarde y los rayos rebotan en este costado del colectivo. Yo voy transpirando, un poco por nervios, otro poco porque siempre transpiro con la camisa y el jumper. Cada vez se sube más gente y el lugar parece un horno. El hombre me pregunta si me conoce de algún lado. Trato de mirarlo unos segundos, más no puedo, no me sale, y le digo que creo que no. Veo que es algo pelado y pelirrojo, me doy cuenta por su bigote. Un botón brillante roza mi pierna. Me da un escalofrío, pero me quedo ahí, sosteniendo el saco con mi pierna izquierda. Me pregunta si soy modelo. Me río, tratando de no abrir mucho la boca porque tengo los brackets, y le digo que no. Odio los brackets, no veo la hora de tener los dientes derechitos para que me los saquen. Me cuesta avisarle al señor, me sobresalto pero me aguanto. No me animo a decirle que un botón de su saco me está molestando, me está tocando la pierna y está congelado. Miro por la ventana, estamos llegando a plaza Irlanda, el colectivo explota, yo trato de agachar un poco la cabeza hacia mi axila para ver si tengo olor. Mi hermana me dice Cebollita. La odio cuando me carga con eso. Mi mamá dice que es de la edad, pero mi hermana tiene razón, tengo un olor a cebolla insoportable. Y ahora con el colectivo lleno no me puedo poner desodorante adelante de todos, ni siquiera sé si lo tengo en la mochila o lo dejé en casa. Tendría que haber ido al baño del consultorio y lavarme un poco abajo de los brazos. Pero de apurada me fui rápido para comprar las gomitas y así quedé…, con el chivo de todo el día de colegio y de los nervios del dentista. Me pregunto si el señor me sentirá el olor. Pero me habla de nuevo y me dice que me puede contactar con una agencia, que soy muy linda. Estoy a punto de morir de vergüenza, y el botón me toca de nuevo. Pienso en mi cuerpo flaco y en que estoy despeinada. Tengo hecha una colita que deja a la vista mis orejas puntiagudas. ¿Las habrá notado? Una señora que va parada me hace señas para que me levante, me inclino por encima de mi acompañante, y con la mano izquierda me agarro el borde del jumper para que no se me vea nada, aunque igual tengo puesto el bombachón. Hago un poco de equilibrio para el lado contrario al asiento para evitar que sienta mi olor, y la señora me pregunta, casi en secreto, si lo conozco, si es familiar mío. Trato de no molestar al hombre y de inclinarme lo suficientemente lejos como para que no me huela. Respondo que no, con vergüenza, pero con alivio, porque al pararme el señor por fin agarra el saco y se lo pone sobre sus piernas. Inmediatamente se para, toca el timbre y se baja. La señora se sienta al lado mío, me pregunta si mi mamá me está esperando en la parada, le digo que sí. Enseguida se empieza a abanicar con una pequeña revista de ingenio y su perfume potente se desparrama hacia mi lado. Qué calor, se queja, mientras sigue con el movimiento frenético. Al rato, abre su cartera marrón, saca un lápiz y empieza a resolver uno de los crucigramas de la revista. Pispeo, pero la letra es chica. Ella va leyendo en voz baja como un mantra cada interrogante y completa los espacios cuando el colectivo no salta. Hasta que de repente mira hacia mi lado y en voz más alta dice: «Elemento químico, metal de color blanco azulado». La observo callada, y pregunta: «¿La sabés?». Le digo que no. Vuelve la mirada decepcionada hacia la revista y el lápiz apunta a la siguiente consigna. Se baja dos paradas antes que yo, en Lope de Vega y Beiró.

Llego a casa y mamá está tomando mate y haciendo unas milanesas. La saludo con un beso, me agarro una vainilla y le digo que me voy a bañar. Quiero sacarme el uniforme, ponerlo para lavar y ducharme antes de que llegue mi hermana y empiece con la cargada. Me como la vainilla camino a mi pieza, me saco la ropa y voy al baño a mirarme los dientes en el espejito del botiquín. Llevo la caja de gomitas de todos colores, abro la puertita del botiquín y la apoyo ahí. Elijo dos azules, me lavo los dientes y me las pruebo de un lado. Agarro dos verdes y me las pruebo del otro. Los colores de mi club. Falta el blanco, así que agarro una blanca para cada lado y en total me pongo seis; tres y tres. Tiran un poco los dientes pero es la única manera de que el espacio cierre más rápido. Abro la ducha, para que el agua se vaya calentando, y me suelto el pelo. Miro en el espejo mi cuerpo flaco y mi cola grande, herencia de mamá. Me saco el corpiño, miro el lunar al costado de mi teta izquierda y después entro en el agua. Cuando se me moja toda la bombacha, me la saco y le paso jabón. Mientras la refriego, pienso en el partido del sábado y en que tengo que comprar canilleras nuevas. Hago pis y el pis se mezcla con el agua calentita en mis pies. Dejo la bombacha colgada en la canilla y termino de enjabonarme y enjuagarme.

Salgo, me seco, me pongo el mismo corpiño y busco una bombacha en el cajón de mi placard. Con la bata puesta, voy a fijarme si mi hermana llegó, pero solo veo a mi mamá, que ahora está pelando unas papas medio agachada frente al tacho de basura. Vuelvo despacito hasta mi pieza, trabo la puerta y cierro un poco las cortinas. Dejo la bata colgada en la silla del escritorio y me meto en bombacha y corpiño a la cama. Agarro mi almohadón celeste, finito y blandito, y me lo pongo entre las piernas. No hace frío, pero me tapo un poco para entrar en calor, aunque ya estoy con el cuerpo caliente de la ducha. Me acuerdo de la cara de mi dentista, de sus dientes blancos, y sonrío. Estoy boca arriba, meto dos dedos adentro de la bombacha y está húmeda. Me toco muy suavemente, es una sensación relajante pero no alcanza. Me aprieto un poco con las dos manos, pero el efecto agradable se va y paro. Escucho un ruido, me quedo quieta unos segundos, pero me doy cuenta de que es del piso de arriba. Pego un salto, abro un poco la puerta y espío, por las dudas. Asomo mi cabeza al pasillo para ver si se mueve algo, pero no veo ni escucho nada extraño y me vuelvo a meter rápido en la cama. Tengo poco tiempo. Me pongo boca abajo, el almohadón celeste entre las piernas, hago una presión suave y me lo froto de adelante para atrás hasta que logro lo que quiero.

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Jigoku-Dayû se ve a sí misma como un esqueleto en el espejo del infierno

Las casas invisibles

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